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jueves, 30 de junio de 2011

DANIEL CHARMS - CUENTOS -



Un soneto

Hoy me sucedió algo extraño: de repente olvidé si primero venía el 7 o el 8. Fui con mis vecinos para conocer su opinión sobre esa secuencia. La extrañeza de ellos y la mía fueron grandes cuando, de pronto, descubrieron que ellos tampoco podían recordar cuál era el orden de esos números. Ellos se acordaban de contar 1, 2, 3, 4, 5, 6,; pero olvidaban qué número seguía. Entonces decidimos ir a la tienda más cercana, la que está en la esquina de las calles Znamenskaya y Basseinaya, para consultar ese asunto con la cajera. La cajera nos sonrió como padeciéndonos, se sacó de la boca un martillito y, moviendo su nariz con suavidad hacia adelante y atrás, nos dijo:
            –En mi opinión, el siete viene después del ocho sólo si el ocho viene después del siete.
            Le dimos las gracias a la cajera y contentos salimos de la tienda. Pero luego, pensando con cuidado en lo que dijo la cajera, nos pusimos tristes porque sus palabras estaban vacías de significado.
            ¿Qué se supone que haríamos? Fuimos al Jardín Primavera y empezamos a contar árboles, pero al llegar al seis nos deteníamos y empezábamos a discutir. Algunos opinaron que el siete era el que seguía; pero otros decían que era el ocho. Estuvimos discutiendo mucho tiempo cuando, por un golpe de suerte, un niño se cayó de una banca y se quebró las quijadas. Eso nos distrajo de nuestra discusión.
            Y cada quien se fue a su casa.
                                                                                                      12 de noviembre, 1935.


Incidentes

Orlov comió muchos frijoles fritos y murió. Y cuando Krylov vio a Orlov muerto, también murió. Pero Spridolov murió sin razón alguna. La esposa de Spridolov  se cayó en la cocina y también murió. Pero los hijos de Spridolov se ahogaron en un estanque. Mientras tanto, la abuela de Spridolov se volvió alcohólica y se fue de vagabunda. Pero Mikhailov dejó de peinarse y se enfermó. Kruglov le dio un latigazo a una dama y enloqueció, Perehvostov compró un alhambre por 400 rublos y se sintió tan vanidoso que lo echaron de su oficina.
            Son buena gente pero no saben controlarse 
                                                                                                             22 de agosto, 1936.


Una ilusión ópticaDaniil Kharms.
.
Semion Semionovich, se puso las gafas, miró hacia un pino y vió a un hombre sentado sobre el pino enseñándole el puño.

Semion Semionovich, se quitó las gafas, miró al pino y vió que no había nadie sentado sobre el pino.

Semion Semionovich, se puso las gafas, miró hacia el pino y vió otra vez a un hombre sentado sobre el pino enseñándole el puño.

Semion Semionovich, se quitó las gafas, miró al pino y vió otra vez que no había nadie sentado sobre el pino.

Semion Semionovich, se puso las gafas, miró hacia al pino y vió nuevamente a un hombre sentado sobre el pino enseñándole el puño.

Semion Semionovich, no quiso dar crédito al fenómeno que había presenciado y consideró que todo era una ilusión óptica.
Un Encuentro
El otro día un hombre fue a trabajar pero en el trayecto se encontró con otro hombre que había comprado una hogaza de pan polaco y que iba en dirección a su casa, a su propia casa.
Eso es casi todo..

CONDUCTA EN LOS VELORIOS Por Julio Cortazar




No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese dialogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio este a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia esta en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguan, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas asi, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inutilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado.
Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoria de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de agotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones estan tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas.
Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco.
Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.

UN DÍA.-. Segunda parte. (continuará)

Desciendo…
Apoyo mis pies en la tierra
Miro mi alrededor
Un camino esta marcado
El infinito me rodea
Estoy desnudo

Emprendo el viaje

Una leve brisa blanca me acaricia
Respiro
Escucho el verde sonido del follaje
Susurros
Mi cuerpo se mueve con blanda cadencia
Sonrío

Veo
Pájaros de múltiples colores vienen y van
Cantando melodías sueltas
Silbando música celestial

Perros silvestres revolcándose juegan
Devorando la energía luminosa
Liberando en el galope la materia

Música sonando en cada molécula del viento
Un concierto increíblemente preciso
Imágenes acústicas fusionando sus pigmentos

¡Bailo la danza colorida!
Flameando mi ser completo en la bruma violácea
Se erosiona en delicadas estructuras cristalinas
Que forman la casi imperceptible música del sentimiento alegre

Ton y son multicolor

viernes, 17 de junio de 2011

DOSSIER FOTOGAFICO GLEN LUCFORD

Angela Lindvall





Anja Rubik

Angela Lindvall


7 DE JUNIO DÍA DEL PERIODISTA.- MARIANO MORENO Y LA GACETA


El 7 de junio de 1810 sale la Gaceta, La Junta y Mariano Moreno quien va a ser el verdadero impulsor de las ideas que se imponen allí. La importancia de la Gaceta es que es el primer periódico del período revolucionario que ya tiene dos antecedentes importantes que son el “Telégrafo Mercantil”, el “Semanario de Agricultura, Industria y Comercio” y también el “Correo de Comercio” de Belgrano donde empieza a exponerse el pensamiento revolucionario, todavía como incipiente, como reformista.


 En la Gaceta esto se expone ya mas libremente, Moreno es el que firma, es el que demuestra que existe un proyecto de revolución. Que ese conjunto de hombres que se reúnen en la Primera Junta (que constituyen el primer Gobierno patrio) en realidad tienen un proyecto y que ese proyecto lo encarna mejor que ninguno, Mariano Moreno. Es el proyecto de la separación de España, es el proyecto de una sociedad más igualitaria, el proyecto de cambio, y asumir la condición del país desde la propia tierra. Moreno tenía muy claro que era preciso convocar a un congreso, que era preciso que ese congreso definiera su situación con España.
La experiencia de Moreno, respecto a la Gaceta, es como abogado. Es un abogado que tiene ideas reformistas ya desde que es estudiante en Chuquisaca cuando su primer tema es sobre abuso social (la imposición de los indígenas de trabajar en las minas de Potosí). Él como expresión de un movimiento reformista, luego va a ser el mejor abogado de Buenos Aires, un hombre muy joven que después va a llevar las causas más importantes. También hará la representación de los labradores hacendados, que toman ideas que circulaban de los fisiócratas, ideas que también había expresado Manuel Belgrano, sobre lo importante que era la exportación de productos del país. Moreno tiene antecedentes como litigante, un hombre que hace alegatos. La búsqueda de este hombre está clara, además evidentemente a Moreno se lo vincula con toda esa actitud de la muerte de Liniers, el Jacobinismo. Se le acusa de ser el Robespierre argentino, y todo esto de parte de quienes pensaban que la revolución debía ser un cambio chico, simplemente que pasaban las autoridades al Río de la Plata.
La gran explosión revolucionaria, la tendencia igualitaria, la expresión más rigurosa del ideal de la igualdad, la libertad, la fraternidad, es de la década del ’10. Y Moreno, y su continuador Castelli, y quien siguió Monteagudo, están en esa postura.



miércoles, 15 de junio de 2011

JORGE LUIS BORGES

                   

                 EL MUERTO

Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.
Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. "El Suspiro" se llama ese pobre establecimiento. Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso si, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad. Entra después en el destino de Benjamin Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al "Suspiro" en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del "Suspiro" comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.

Cosas


El volumen caído que los otros
Ocultan en la hondura del estante
Y que los días y las noches cubren
De lento polvo silencioso. El ancla
De Sidón que los mares de Inglaterra
Oprimen en su abismo ciego y blando.
El espejo que no repite a nadie
Cuando la casa se ha quedado sola.
Las limaduras de uña que dejamos
A lo largo del tiempo y del espacio.
El polvo indescifrable que fue Shakespeare.
Las modificaciones de la nube.
La simétrica rosa momentánea
Que el azar dio una vez a los ocultos
Cristales del pueril calidoscopio.
Los remos de Argos, la primera nave.
Las pisadas de arena que la ola
Soñolienta y fatal borra en la playa.
Los colores de Turner cuando apagan
Las luces en la recta galería
Y no resuena un paso en la alta noche.
El revés del prolijo mapamundi.
La tenue telaraña en la pirámide.
La piedra ciega y la curiosa mano.
El sueño que he tenido antes del alba
Y que olvidé cuando clareaba el día.
El principio y el fin de la epopeya
De Finsburh, hoy unos contados versos
De hierro, no gastado por los siglos.
La letra inversa en el papel secante.
La tortuga en el fondo del aljibe.
Lo que no puede ser. El otro cuerno
Del unicornio. El Ser que es Tres y es Uno.
El disco triangular. El inasible
Instante en que la flecha del eleata,
Inmóvil en el aire, da en el blanco.
La flor entre las páginas de Bécquer.
El péndulo que el tiempo ha detenido.
El acero que Odín clavó en el árbol.
El texto de las no cortadas hojas.
El eco de los cascos de la carga
De Junín, que de algún eterno modo
No ha cesado y es parte de la trama.
La sombra de Sarmiento en las aceras.
La voz que oyó el pastor en la montaña.
La osamenta blanqueando en el desierto.
La bala que mató a Francisco Borges.
El otro lado del tapiz. Las cosas
Que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.

(De «El oro de los tigres»)

El oro de los tigres


Hasta la hora del ocaso amarillo
Cuántas veces habré mirado
Al poderoso tigre de Bengala
Ir y venir por el predestinado camino
Detrás de los barrotes de hierro,
Sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
El tigre de fuego de Blake;
Después vendrían otros oros,
El metal amoroso que era Zeus,
El anillo que cada nueve noches *
Engendra nueve anillos y éstos, nueve,
Y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
Los otros hermosos colores
Y ahora sólo me quedan
La vaga luz, la inextricable sombra
Y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
Del mito y de la épica,
Oh un oro más precioso, tu cabello
Que ansían estas manos.
East Lansing, 1972.
 

 

martes, 14 de junio de 2011

UN DÍA


 Despierto…

La habitación azul todavía duerme
Pequeñas moléculas de luz blanca
Cubren el contorno de cada objeto visible

Calma

Levemente la frescura del viento roza mi tez
Respiro suave
Cargo de energía celeste todo mi ser
Lentamente se elevan las finas moléculas luminosas
Y deshaciéndose en el aire
logran el dulce son del cristal

Un sol nuevo ilumina la gran ventana
Me acerco
El cielo celeste refresca el panorama
Me dulcifica
Cierro los ojos, siento calidez
Sonrío

El haz mas tierno del sol  alumbra mi cuerpo
Me someto a su voluntad
Un paso prolongado hacia el abismo

Floto

Siento el infinito

                                           adornos del aire…

Como un séquito estelar
Veo descender de los cielos
Partículas de luz multiforme
Copos traslúcidos

Me tocan
Se estacionan en mi piel
Me acarician
Se van…

Despacio camino en la densa atmosfera
Sigo el sendero lumínico
Ese que me lleva hacia la puerta
¡Ráfagas de aire fogoso!
Vientos naranjas
Columnas de poderosa energía cósmica
Cantos celestiales, ahí esta!

El sol

martes, 7 de junio de 2011

BUKOWSKI

Ni lo pienses
Ahora, escuchame, cuando muera no quiero
ningún llanto, sólo hagan un entierro decente.
He tenido una vida plena, y
si alguien tuvo un filo, fui yo.
Viví 7 ú 8 vidas en una, suficiente
para cualquiera.
Todos somos, finalmente lo mismo, así que sin
discursos, por favor,
a menos que quieras decir jugaba a los caballos
y era muy bueno en eso.
Vos sos el próximo y quizás yo ya sepa algo
que vos todavía no sabés.




puta que se llevó mis Poemas



     Algunos dicen que debemos eliminar del poema

     los remordimientos personales,

     permanecer abstractos, hay cierta razón en esto, pero

     ¡Por Dios!

     ¡Doce poemas perdidos y no tengo copias!

     ¡Y también te llevaste mis cuadros, los mejores!

     ¡Es intolerable!

     ¿Tratas de joderme como a los demás?

     ¿Por qué no te llevaste mejor mi dinero? Usualmente

     lo sacan de los dormidos y borrachos pantalones enfermos en el rincón

     La próxima vez llévate mi brazo izquierdo o un billete de cincuenta,

     pero mis poemas no.


     No soy Shakespeare

     pero puede que algún día ya no escriba más,

     abstractos o de los otros;

     Siempre habrá dinero y putas y borrachos

     hasta que caiga la última bomba,

     pero como dijo Dios,

     cruzándose de piernas:

     "veo que he creado muchos poetas

     pero no tanta poesía."




Conocí a un genio


Hoy

     conocí a un genio en el tren

     como de seis años de edad;

     se sento a mi lado y,

     mientras el tren

     corría por la costa,

     llegamos al océano.

     el niño me miró y me dijo:

     "el mar no es nada bonito".



     fue la primera vez

     que me di cuenta

     de ello.




Sirena


tuve que ir al baño por alguna cosa

     y toqué

     y estabas en la bañera

     te habías lavado la cara y el cabello

     y te ví de la cintura para arriba y

     (excepto por los senos)

     parecías una niña de 5 u 8 años

     regocijándose suavemente en el agua

     Linda Lee.



     no sólo eras la escencia de ese

     momento

     sino de todos mis momentos

     hasta entonces

bañándote gustosamente en el marfil

     sin embargo

     nada había

     que pudiera decirte.

     tomé lo que quería del baño

     algo

     y me salí.



A LA MORFINA Por Julio Verne



¡Toma, doctor, si es necesario las alas de Mercurio
para traerme más pronto tu bálsamo precioso!
Ha llegado el momento del pinchazo
que, de esta cama de infierno, me lleve a los cielos.

¡Gracias, doctor, gracias! ¡Que más da que la cura
ahora se prolongue durante días aburridos!
¡El divino bálsamo esta aquí, tan divino que Epicuro
hubiera debido inventarlo para uso de los Dioses!

¡Siento que circula, que me penetra
un inefable bienestar del espíritu y del cuerpo ,
es la calma absoluta en la serenidad!

¡Ah!, pínchame cien veces con tu aguja fina
y te bendeciré cien veces, Santa Morfina,
de la cual Esculapio haya hecho una Divinidad.

EN LO PROFUNDO DE MI CORAZÒN por Boris Vian

Voy a ser sincero-una vez no es costumbre-
Aquí está:
Me sentiré contento el día que digan
Por teléfono-si es que todavía existe-
Cuando Digan
"Con V de Vian..."
Tengo suerte de que mi nombre no comience con una Q
Porque con Q de Vian me humillaría.

CITA Por Andrea Maturana



Era un aliento tibio que se le quedaba adherido en la nuca y le entraba por el cuello almidonado de la blusa, humedeciéndole la espalda. Alrededor de ella se comprimía la gente llenando el vagón, y sin embargo, la única proximidad real era ese aliento. Podía percibir su ritmo con más nitidez que el ruido de los carros o que su propia respiración: acompasado, tal vez acelerándose un poco a medida que aumentaba el contacto con su espalda y se hacía más intensa la presión entre sus nalgas. Pero los cambios de intensidad eran casi imperceptibles, dentro de un margen que permitía pensar en una casualidad, un inevitable acercamiento.

No tenía espacio para darse vuelta, pero sí para girar la cabeza, y sabía que hacerlo intimidaría al hombre. No lo hizo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el compás que les imponía a ambos el monótono balanceo. Perdió la conciencia de todo lo que no fuera su nuca entibiada, su espalda, esa rodilla perseverante que la obligaba a entreabrir las piernas. Con calma, obedeciendo a ese mismo acuerdo tácito, sintió la mano, pesada y suave a la vez, deslizarse por su cadera hasta el bolsillo lateral de la falda, buscando el fondo de éste para encontrarla a ella, en un gesto que no requería autorización porque presuponía el terreno como propio. Imaginó que era alto porque notó que, para internarse en su bolsillo, había tenido que flectar las piernas. Además, su mano era enorme. (Habría acariciado la punta de sus dos pechos con una sola de ellas, pensó, digitando la octava perfecta del piano, despertándole los pezones, mientras con la otra podría incursionarla entera, descifrarla como ella siempre quiso, atravesarla con el contacto eléctrico de sus dedos). Sentía ahora la presión que su propia piel ejercía sobre la blusa de seda, la carne empinada traspasando en un segundo su más íntima formalidad, la espera perpetuada por años, sin motivo.

Nadie lo notó, pero ella luchaba por no avergonzarse mientras la mano en su bolsillo cobraba ritmo autónomo en un vaivén interminable. En la nuca se le había formado una gota de sudor o de aliento que comenzaba a deslizarse por el cuello. Le costaba mantenerse erguida, pero el tumulto la obligaba. Sólo la estrechez del espacio hacía que pudiera seguir de pie y desentenderse de la languidez de su cuerpo. Habría querido inclinar la cabeza hacia un lado, doblarse en dos para reverenciar esa mano, recogerse sobre sí misma y pasarse la lengua por los labios, respirar libremente y con la boca entreabierta. Estaba inmóvil, ocupada en suavizar la amenaza de sus jadeos, y tan consciente de su cuerpo que la mano de él, su rodilla y su respiración, comenzaban a ser parte de ella, a modelarla a su antojo. La presión sobre su espalda seguía el movimiento de la mano: suave, persistente, sumiéndola en un placer rayano en la angustia que permaneció mucho tiempo después de que él se bajara del carro.

Lo hizo demasiado rápido, sin darle siquiera aviso con un gesto cómplice. Descendió rodeado de gente y ella no pudo identificarlo. Ningún hombre se volteó para mirarla, nadie se quedó frente a su puerta observándola desde el andén. Sólo quiso creer que era él: moreno, de espaldas anchas, caminaba muy erguido. Pronto dejó de verlo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar en descender, la puerta se cerró herméticamente, aislándola dentro del carro entre decenas de cuerpos que le daban lo mismo, sola en el tumulto e invadida por un repentino temor, a ese y a todos los abandonos que preveía de ahí en adelante.

Pronto comenzaron a esfumarse la tibieza en su cuello y el recuerdo de aquel contacto en la espalda. Y como un reflejo, como un homenaje para eternizarlo, introdujo su propia mano en el bolsillo y trató de darle las dimensiones de la otra mano, imaginándola grande y omnipotente, sabia y conocedora de todos los pliegues de su piel. Pero al hacerlo encontró un pequeño papel, un mensaje arrugado y húmedo de sudor. No quiso leerlo de inmediato, pero el resto del viaje lo sostuvo con fuerza por temor a que desapareciera, e intentó imaginar lo que habría escrito en él.

Sentía miedo; tanto de no ver nunca más al hombre, como de que en el papel hubiera una proposición para volver a encontrarse. Y era ese miedo el que le impedía leerlo mientras pensaba deshacerse de él en el primer basurero que viera. Quiso pensar que no era una nota, sino un papel inútil que ella misma había puesto allí, sin querer, y tuvo que contener el impulso de arrojarlo por la ventana antes de salir de dudas. Pero la venció la curiosidad y al desdoblarlo vio que en él no había más que una fecha, una hora y una dirección, firmadas con un nombre que podía no ser el verdadero: Esteban.

Todo lo demás estaba en sus manos. El no sabía nada de ella, no podía buscarla ni perseguirla, y probablemente no volverían a cruzarse nunca viajando en el metro, así como no se habían encontrado hasta entonces. Pero eso no podía asegurarlo. Tal vez él viajaba siempre a su lado y ella no había reparado en él; de hecho aún no lo había visto, y ella solía abstraerse en el metro. Tal vez la había estado mirando desde hacía tiempo, todos los días, y conocía el destino y el horario de cada uno de sus viajes.

Por otro lado, era iluso pensar que él no hubiera visto más que su nuca. Cayó en cuenta de que pudo haber distinguido claramente su rostro en el reflejo del vidrio, y se arrepintió de no haber intentado, por el desconcierto y la agitación, verlo a él. Tuvo la esperanza de haber disimulado lo que sentía, y de que él no hubiera captado en su rostro estático los ribetes del placer, ciertas muecas mínimas que no pudo evitar.

En el mundo ya no hay hombres que pidan matrimonio con un ramo de flores en el alero de la puerta, pensó mientras salía a la calle; y pensó también que, si no iba, vería esfumarse lo que podía ser la única oportunidad de salir de su tan defendida (y ridícula, le pareció ahora) piel intacta. Cárcel intacta, se dijo.

Quiso llegar antes, para reconocer el sitio y no sentirse incómoda; para encontrarse con él ya tranquila, preparada, vencida la inquietud inicial, y con el tiempo a su favor para aventajarlo en ganas. La vereda estaba limpia y la puerta no tenía ningún aviso llamativo. Al lado había un estacionamiento con una cortina que no dejaba ver los autos ni sus patentes. Eso, inexplicablemente, le inspiró confianza y, aunque nunca antes había estado en un lugar así, no le resultó del todo ajeno. Prefirió entrar, pa¬ra no llamar la atención de nadie, antes de arrepentirse. Pero una vez adentro comprendió que era extraño estar ahí sola y, cuando se le acercó la mujer encargada de los cuartos pensó decir que esperaba a un amigo, dar su nombre, que lo hicieran pasar cuando llegara, que le indicaran donde lo aguardaba. Entonces, él entraría en cualquier momento, sin golpear, pensó, y ella tendría que ostentar ante sus ojos una seguridad que todavía no se sentía capaz de fingir; tendría que invitarlo a pasar como a su propia casa. Improvisó cualquier cosa, le dijo a la mujer que ella misma subiera apenas llegara un hombre sin compañía que dijera llamarse Esteban, y que golpeara, para luego esperar un momento antes de hacerlo pasar. Temió que le preguntaran por su aspecto, para poder reconocerlo, pero no fue así. La empleada simplemente asintió y la condujo a la puerta del fondo del pasillo. Tal vez le bastara saber su nombre, pensó, o tal vez lo conociera por otras veces, por innumerables otras veces. Prefirió no pensar en eso.

A medida que se internaba en el pasillo tuvo la impresión de que los colores se hacían más oscuros, adquiriendo una viscosa profundidad. Le pareció oír respiraciones entrecortadas, murmullos; le pareció ver cierta humedad en los muros y ser alcanzada, cada vez que pasaba junto a una puerta, por un aire tibio que se escapaba por las rendijas. Apuró el paso para ir a resguardarse tras la mujer. Por un momento pensó pedirle que entrara con ella, contárselo todo, que la aconsejara, pero logró controlarse y musitó un débil agradecimiento cuando ella la dejó de pie en el umbral, con la puerta abierta. Le indicó, con un gesto, que se fuera. No quería que nadie la viera descubriendo ese espacio, nadie debía constatar sus reacciones. Y sobre to¬do, deseaba poder irse si se arrepentía.

Permaneció inmóvil un momento. Luego buscó a tientas un interruptor en la pared y, al pulsarlo, todo se iluminó de rojo, envolviéndola en un calor nuevo, en una intimidad que la golpeaba desde todos los rincones de la habitación y se multiplicaba en cada uno de los espejos, ubicados estratégicamente alrededor de la cama. Cerró la puerta a sus espaldas, temiendo que alguien pudiera escuchar sus latidos, que golpeaban a un ritmo que le pareció estridente. Se quedó un momento así, de pie observando cada detalle. Fijó la vista en la cama y creyó distinguirlo ahí, desgarbado, desnudo, las piernas abiertas y el rostro lascivo, en un gesto grotesco. Quiso irse, pero comprendió que no era otra cosa que su miedo, la ignorancia, cualquier excusa para eternizar esa condición que la protegía de todos los peligros, pero que ya no servía para nada.

Caminó tranquilamente hacia la cama, en el centro de la pieza, pero, a medida que lo hacía, el rojo iba poniéndose cada vez mas intenso, casi tangible, y delineaba un universo de bocas, lenguas, lóbulos. Tocó la cama, la alfombra, los muebles, y en sus texturas sintió vida, humedad, sintió carne, latidos, calor. Cerró los ojos y pudo percibir cómo se le erizaba cada centímetro de la piel, cómo se le abrían los poros, dispuestos a recibir todo lo que él pudiera darle esa noche. Se detuvo, inquieta por la intensidad de esa sensación, y para conservarla intacta se sentó en una esquina de la cama, presionando más de lo necesario y sintiendo el escalofrío, teniéndolo a él antes de su llegada, imaginándolo adentro, incorporando sus vaivenes, el ancho que suponía a sus caderas, el contacto húmedo de su vientre, el ritmo progresivo de la respiración en su cuello, en su frente, en su boca. Con urgencia empezó a musitar todo aquello que había pensado decirle, transmitirle, sudándole las palabras, empapándolo con años de deseo acumulado. Cientos de espejos le devolvían su propia imagen, que le pareció distinta. Le gustó ver su rostro así, las pupilas más dilatadas y los labios engrosados y oscuros, humedecidos por su aliento. Lentamente abrió las piernas para ver, por primera vez, el camino real hacia su sexo, una profundidad oscura e in¬vitante; invitante incluso para ella. Se tendió de espaldas sobre el cubrecamas satinado, intentando controlar sus latidos y sin dejar de sorprenderse por todo el aire que consumía al respirar. Sin pensarlo, deslizó su mano hasta los muslos, buscando mas allá de las ligas que la presionaban desvergonzadamente. Encontró una piel suave y húmeda, tal como lo había imaginado a él, durante esos días, y ese contacto la alteró tanto como las veces que intentó reconstruirlo, revivir sus caricias, la tibieza del aire sobre su cuello, las dimensiones exactas de su mano. Todo resultaba un diálogo, como con el espejo: la sensación de piel sobre los dedos la hacía desear más contacto, más presión, y con la memoria reconstruyó ahora sus propias pausas, un persistente ir y venir que recorría entero su sexo, mientras llevaba la otra mano a sus labios y luego, por entre los botones de la blusa, hasta su pezón, mas allá del sostén de encaje, humedeciéndolo, sintiendo la pequeña erección que en su fantasía le regalaba a él para que pudiera recogerla entre sus dientes o con las yemas de sus dedos, para luego bajar la cabeza hasta sus mus¬los y quedarse allí, ella jadeante, ansiosa, agradeciéndole la lengua entre las piernas, su presión incesante en el vientre, esa rodilla que la abrió en aquel encuentro fortuito, las caricias en la espalda, un beso en la nuca mientras el ir y venir no cesa, no cesa, no cesa, sintiendo ella que le van a estallar uno a uno los botones de la blusa, que va a fundirse la mano con la piel ansiosa, que contiene dentro suyo todo el aire que es posible respirar, que ella misma se va haciendo roja como la alfombra, la luz, los labios, la carne que continúa, la eterniza, las manos húmedas, viscosas, un extraño elixir que vierte sobre el encaje para que él lo beba, que le regala sin condiciones hasta agotarlo, empaparlo, hasta que por fin sube, los ojos fijos, gime, el cuerpo tenso, respira, se curva, lame los dedos húmedos, se contrae, se eleva. Muere.

Los latidos volvieron a calmarse y de pronto ella oyó bocinas sordas desde la calle. Una gota de sudor se deslizaba por la ranura del escote; los pechos se erguían como queriendo traspasar la tela. Miró a su alrededor creyendo, por un momento, que lo encontraría al otro lado de la cama, desnudo y agotado. Estaba sola. Lentamente se sentó, sintiendo que su fuerza había quedado suspendida en el aire y ahora se le filtraba por la piel, de regreso.

No lo pensó demasiado. Tomó el mismo mensaje con que él la había citado y, bajo su escritura firme, anotó "Gracias" con letras grandes y redondas. Dejó el papel en un lugar visible, justo en el centro del enorme colchón, y arreglándose la falda apuró el paso para salir sin que nadie lo notara y alcanzar el último bus de la noche.