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martes, 27 de septiembre de 2011

8 DE OCTUBRE - DIA DEL ESTUDIANTE SOLIDARIO - HOMENAJE A LAS VÍCTIMAS DEL COLEGIO ECOS

  El 8 de octubre de 2006 un grupo de estudiantes de Capital Federal volvían desde Chaco, de un viaje con fines solidarios, con la alegría de haber compartido su tiempo, ilusiones y amor con chicos que viven una realidad diferente. Pero 9 de ellos y su profesora perdieron la vida en un choque entre el micro en el que viajaban, conducido por alguien sin experiencia ni habilitado para hacerlo y un camión, cuyo conductor estaba alcoholizado, en una ruta no dimensionada para el tránsito que posee, suma de factores que dejó en evidencia la inexistencia de los organismos de control, y la ausencia del Estado.

Desde ese día, los padres, familiares y amigos de las víctimas luchan para ayudar a cambiar esta terrible realidad nacional, y redactaron un petitorio para reclamar a los gobernantes que la Seguridad Vial sea Política de Estado, para que nadie más muera en nuestro país por hechos de tránsito evitables. Han solicitado desde entonces adhesión al petitorio a toda la Sociedad.





A modo de homenaje, y para tomar conciencia qué vidas se fueron de n uestras manos de manera tan increíble, transcribimos un puñado, una muestra solo de poesías de una de las víctimas del accidente. Se trata de Delfina. Muy querida por sus amigos y amigas. Poeta desde muy pequeña, ha sido publicada en varias revistas del país y del exterior, pero su humildad y ética era tal que se movía entre sus múltiples mundos con total autarquía. Adoraba el río. Navegó en Optimist representando al Club Náutico San Isidro, donde recibió también premios literarios tanto en narrativa como en poesía. Recientemente en el concurso que realizó San Isidro por los 300 años del partido, obtuvo un premio en poesía. Sus padres y hermanos lo recibirán en su nombre.

Tiempo efímero

Como arena
proyectando lo infinito
dejo que el agua
tonifique la sangre
(fascinación macabra)
Madre, descansa tu mirada
La niña elegirá sus colores
y te llevará a volar
de la mano
para que juntas
cultiven
una y otra vez
lo absurdo
lo irreverente
dejando que los juncos
absorban los años
y el río
los imbuya entre las aguas

Y que el tiempo evapore
la memoria
entre sus manos
Regalo de cumpleaños a Cristina Domenech
21/06/2006


Tiempo efímero IIComo un banco de arena
detenido el tiempo del río profundo
dejo que el agua
tonifique la sangre
(fascinación macabra)
Caminábamos
Tratabas de darme las voces
del viejo pueblo
Casa Negra, decías
cuando buscaba el carretel
que me devolviera tu lengua
Esa casa negra
nosotras mismas
madera dura
donde mueren
las historias.
Madre, descansa tu mirada
La niña elegirá sus colores
y te llevará a volar
de la mano
para que juntas
cultiven
una y otra vez
lo absurdo
lo irreverente
dejando que los juncos
absorban los años
y el río
les imbuya palabras de agua
y que el tiempo
evapore la memoria
entre tus manos
Premio Municipalidad de San Isidro, concurso literario
“300 años de la Capellanía de San Isidro”

octubre, 2006


Un día

El enemigo del mundo fue un cadáver
fue agua
fue sombra
fue fortaleza
la luna los vio caer
los vio por el cielo de la inquietud
de árboles y flores
volando los vio
les vio los brazos por lo menos
los ojos perversos les vio
pero no vio la sombra por la pared



Poemas de Delfina Goldaracena (1990-2006) Víctima del accidente.


EL RUIDO DEL RÍO (un cuento de Jean Rhys)

La bombilla eléctrica colgaba de un corto cable desde el centro del techo de la habitación, y como no había luz suficiente para leer se tumbaron en la cama y charlaron. El viento nocturno empujaba las cortinas y entraba, suave y húmedo, por la abierta ventana.
—Pero, ¿de qué tienes miedo? ¿A qué te refieres cuando dices miedo?


—Me refiero —dijo ella— a ese mismo miedo que tienes cuando quieres tragar una cosa y no puedes.


—¿Constantemente?


—Casi constantemente.


—Dios mío, qué cosa. Eres idiota.


—Ya lo sé.


Pero no por esto, pensó ella, no por esto.


—No es más que un estado de ánimo —dijo ella—. Pasará.


—Eres muy contradictoria. Tú elegiste este sitio y fuiste tú la que quiso venir aquí. Yo creía que te parecía bien.


—Y me parece bien. Me parece bien el páramo y la soledad y todo el paisaje, pero sobre todo la soledad. Sólo me gustaría que, además, dejase de llover de vez en cuando.


—La soledad está muy bien —dijo él—, pero hace falta que la acompañe el buen tiempo.

Si pudiese decirlo con palabras quizás desaparecería, pensaba ella. A veces puedes decirlo con palabras —casi— y así librarte de ello —casi—. A veces puedes decirte admitiré que hoy tenía miedo. Tenía miedo de las caras pulcras y uniformes, de las caras de rata, de la forma que reían en el cine. Tengo miedo de las escaleras y de los ojos de las muñecas. Pero no hay palabras para decir este miedo. Aún no se han inventado las palabras para decirlo.

—Volverá a gustarme en cuanto deje de llover —dijo ella.


—¿Verdad que no te gustaba hace un momento? Cuando estábamos en el río.


—Bueno —dijo ella—. No mucho.


—Esta noche había un ambiente un poco fantasmal ahí abajo. ¿Qué podías esperar? Nunca consigues elegir un sitio donde haga buen tiempo. (Ni tampoco ninguna otra cosa, pensó él.) Hay demasiados abetos por todos lados. Te sientes encerrado.


–Sí.


Pero, pensó ella, no son los abetos, ni el cielo sin estrellas, ni la flaca luna perseguida, ni las bajas colinas sin cresta, ni las colinas abruptas, ni las grandes rocas. Es el río.


—El río es muy silencioso —dijo ella—. ¿Se debe a que va muy lleno?


—Supongo que acabas acostumbrándote al ruido. Entremos. Podemos encender la chimenea del dormitorio. Ojalá tuviésemos una copa. Daría muchísimo por una copa, ¿tú no?


—Podemos tomarnos un café.


Mientras volvían a entrar él había mantenido la cabeza vuelta hacia el agua.


—Con esta luz tiene un aspecto curiosamente metálico. No parece agua.


—Tan uniforme como si el río estuviese helado. Y mucho más ancho.


—Yo no diría helado. Muy vivo, aunque de forma misteriosa. Como una cabellera ondulada—dijo él como si hablara consigo mismo.


O sea que él también lo había notado. Ella se tendió y recordaba la forma cómo, a la luz de la luna, había cambiado, la superficie rota, la rápida corriente del río. Las cosas tienen más fuerza que las personas. Siempre lo he creído. (Si le tienes miedo a ese caballo es que no eres hija mía. Si tienes miedo de marearte en el barco es que no eres hija mía. Si tienes miedo de la forma de una montaña, o de la luna cuando se hace vieja, es que no eres hija mía. De hecho, no eres hija mía.)


—Ahora no está tan silencioso, ¿verdad? —dijo ella—. Me refiero al río.


—No, desde aquí arriba hace mucho ruido —bostezó—. Pondré otro tronco en el fuego. Ransom ha sido muy amable prestándonos el carbón y la leña. No nos prometió esta clase de lujos cuando vinimos a esta casa. ¿Verdad que no es mal tipo?


—Tiene buen corazón. Y, además, después de tanto tiempo debe haberse acostumbrado al clima.


—A mí me gusta —dijo él cuando volvía a meterse en la cama—, a pesar de la lluvia. Seamos felices aquí.


—Sí, seámoslo.


Esta es la segunda vez. Ya lo había dicho antes. Lo dijo el día en que llegaron. Tampoco entonces había contestado ella, «Sí, seámoslo» inmediatamente, porque el miedo que había estado esperándola se le había acercado, la había tocado, y habían pasado algunos segundos antes de que pudiese hablar.


—Lo que vimos esta tarde debía ser una nutria—dijo él—, porque era muy grande para ser simplemente una rata de agua. Se lo diré a Ransom. Le encantará saberlo.


—¿Por qué?


—No hay muchas nutrias por esta zona.


—Pobrecillas, si no hay muchas seguro que no les va muy bien por aquí. ¿Qué hará Ransom? ¿Organizará una cacería? Quizás no. Los dos pensamos que es un hombre de buen corazón. Esta región es un refugio de pájaros, ¿lo sabías? Es muchas cosas. Le diré a Ransom que vi ese pájaro del pecho amarillo. Quizás él sepa qué era.


Aquella misma mañana lo había visto aletear al otro lado del cristal de la ventana: un destello amarillo en medio de la lluvia.



«Qué pájaro tan bonito.» El miedo es amarillo Tú eres amarillo. Este pájaro tiene una mancha amarilla. Tienen razón, el miedo es amarillo. «¿Verdad que es bonito? ¡Y qué persistente! Está decidido a entrar...»

—Voy a apagar esta luz —dijo él—. No sirve de nada. Es mejor el fuego.


Encendió una cerilla para fumar otro pitillo y cuando la cerilla prendió ella vio profundas bolsas bajo sus ojos, la piel tensa sobre sus pómulos, y el delgado puente de su nariz. El sonreía como si supiera lo que ella había estado pensando.


—¿Hay alguna cosa de la que no tengas miedo cuando te sientes así?


—Tú —dijo ella. La cerilla se apagó. Pase lo que pase, pensó ella. Hagas lo que hagas. Haga lo que haga. Tú nunca. ¿Me oyes?


—Bueno —dijo él—. Eso es un alivio.


—Mañana hará buen día. Ya lo verás. Tendremos suerte.


—No te fíes de nuestra suerte. A estas alturas, ya deberías haberlo aprendido—murmuró él—. Pero tú eres de las que nunca aprenden. Por desgracia, los dos somos de los que nunca aprenden.


—¿Estás cansado? Parece que lo estés.


—Sí—suspiró él, y se dio la vuelta—. Bastante.


Cuando ella dijo «Tengo que encender la luz, quiero una aspirina», él no contestó, y ella extendió el brazo por encima de él y tocó el interruptor de la débil bombilla eléctrica. Estaba durmiendo. El cigarrillo encendido se había caído en la sábana.


—Menos mal que lo he visto —dijo ella en voz alta. Apagó el cigarrillo y lo tiró por la ventana, buscó la aspirina, vació el cenicero, posponiendo el momento en que tendría que tenderse, estirada, escuchando, en que cerraría los ojos aunque sólo para que se volviesen a abrir de golpe.


«No te duermas —pensó mientras permanecía tumbada—. Quédate despierto y confórtame. Estoy asustada. Te aseguro que aquí hay algo que da miedo. ¿Por qué no puedes notarlo tú? Cuando dijiste, «Seamos felices» el primer día, había en alguna parte un grifo que goteaba en un fregadero lleno, y hacía una música alegre y horrible. ¿No lo oíste? Yo lo oí. No te des la vuelta ni suspires ni te duermas. Quédate despierto y confórtame.»


Nadie va a confortarte, se dijo, ya deberías haberlo aprendido. Reúne todas tus fuerzas, desperdiga todas tus fuerzas. Hubo una vez. Hubo una vez. Además me dormiré en seguida. Siempre queda el recurso de dormir, y mañana hará buen tiempo.


«Sabía que hoy haría buen tiempo—pensó ella cuando vio la luz del sol a través de las delgadas cortinas—. El primer día que lo hace.»


—¿Estás despierto?—dijo ella—. Hace buen tiempo. He tenido un sueño muy gracioso— dijo sin dejar de mirar la luz—. He soñado que caminaba por un bosque y los árboles gruñúan y después soñaba que el viento soplaba contra los cables del telégrafo, bueno, algo parecido, pero fortísimo. Todavía lo oigo: te juro de verdad que no me lo invento. Todavía lo tengo en la cabeza y no se parece a nada, sólo un poco al viento soplando contra los cables del telégrafo.


«Hace un día precioso —dijo ella tocándole la mano.


»Cariño, estás helado. Iré a buscar una botella de agua caliente y haré el té. Ya lo hago yo: esta mañana me siento llena de energías, y tú te quedas descansando, aunque sólo sea una vez.


«¿Por qué no contestas? —dijo ella sentándose y asomándose sobre él para mirarle—. Me estás asustando—dijo, con voz más fuerte—. Me estás asustando. Despierta —dijo, sacudiéndole.»


En cuanto le tocó, su corazón empezó a hinchársele hasta que le tocó la garganta. Se le hinchó y de él salían afiladas garras y las garras se le clavaban cada vez más profundamente.


«Dios mío», dijo ella y se levantó y descorrió las cortinas y vio la cara de él al sol. «Dios mío», dijo mirando su cara al sol y se arrodilló junto a la cama tomándole su mano entre las suyas sin hablar ni pensar ya.


—¿No oyó nada durante la noche? Dijo el médico.


—Creí que era un sueño.


—¡Oh! ¡Creyó que era un sueño! Ya entiendo. ¿A qué hora se despertó?


—No lo sé. Teníamos el reloj en la otra habitación porque es muy ruidoso. Supongo que serían las ocho y media o las nueve.


—Usted sabía naturalmente lo que había ocurrido.


—No estaba segura. Al principio no estaba segura.


—Pero, ¿qué estuvo haciendo? Eran más de las diez cuando me telefoneó. ¿Qué estuvo haciendo?


Ni una sola palabra de consuelo. Receloso. Tiene los ojos pequeños y las cejas pobladas y parece receloso.


—Me he puesto un abrigo —dijo ella— y me he ido a casa de Mr. Ransom, que tiene teléfono. He ido corriendo, pero parecía estar muy lejos.


—De todos modos, como máximo eso puede haberle llevado diez minutos.


—No, parecía muy lejos. Yo corría pero parecía que no avanzase. Cuando he llegado no había nadie en la casa y la habitación del teléfono estaba cerrada. La puerta principal está siempre abierta pero cuando sale suele cerrar esa habitación. Entonces he vuelto al camino pero no he visto a nadie. No había nadie en la casa ni en el camino y tampoco había nadie en la ladera de la montaña. De un alambre colgaban al viento unas sábanas y algunas camisas de hombre. Y estaba el sol, claro. Era el primer día de sol que teníamos. El primer día bueno.


Miró la cara del doctor, se interrumpió, y luego prosiguió en una voz distinta.


—Estuve primero andando arriba y abajo un rato. No sabía qué hacer. Luego se me ha ocurrido que quizás podría forzar la puerta. Lo he intentado y cedió. Se partió una tabla y entré. Pero parecía que pasaba muchísimo tiempo antes de que alguien contestara.


Sí, claro que lo sabía, pensó. Tardé mucho porque tenía que quedarme allí, escuchando. Entonces lo oí. Se fue haciendo más fuerte y sonaba más cerca, y estaba dentro de la habitación, conmigo. Oí el ruido del río.


Oí el ruido del río.

LETRA PARA SALSA Y TRES SONEOS POR ENCARGO (cuento de Ana Lydia Vega)

En la de Diego fiebra la fiesta patronal de nalgas. Rotundas en sus pantis súper-look, imponentes en perfil de falda tubo, insurgentes bajo el fascismo de la faja, abismales, olímpicas, nucleares, surcan las aceras riopedrenses como invencibles aeronaves nacionales.
Entre el culipandeo, más intenso que un arrebato colombiano, más perseverante que Somoza, el Tipo rastrea a la Tipa. Fiel como una procesión de Semana Santa con su rosario de qué buena estás, mamichulin, qué bien te ves, qué ricos te quedan esos pantaloncitos, qué chula está esa hembrota, men, qué canto e silán, tanta carne y yo comiendo hueso...
La verdad es que la Tipa está buena. Se le transparenta el brassiere. Se le marca el Triángulo de las Bermudas a cada temblequeo de taco fino. Pero la verdad es también que el Tipo transaría hasta por un palo de mapo disfrazado de pelotero.
Adióssss preciossssa, se desinfla el Tipo en sensuales sibilancias, arrimando peligrosamente el hocico a los technicolores rizos de la perseguida. La cual acelera automática y, con un remeneo de nalgas en high, pone momentáneamente a salvo su virtud.
Pero el salsero solitario vuelve al pernil, soneando sin tregua: qué chasis, negra, qué masetera estás, qué materia prima, qué tronco e jeva, qué zocos, mama, quién fuera lluvia pa caelte encima.
Dos días bíblicos dura el asedio. Dos días de cabecidura persecución y encocorante cantaleta. Dos luengos días de qué chulería, trigueña, si te mango te hago leña, qué bestia esa hembra, sea mi vida, por ti soy capaz hasta de trabajal, pa quién te estarás guardando en nevera, abusadora.
Al tercer día, frente por frente a Almacenes Pitusa y al toque de sofrito de mediodía, la víctima coge impulso, gira espectacular sobre sus precarios tacones y: encestaaaaaaaaaa:
—¿Vamos?
El jinete, desmontado por su montura da una vuelta de carnero emocional. Pero, dispuesto a todo por salvar la virilidad patria, cae de pie al instante y dispara, traicionado por la gramática:
—Mande.
La Tipa encabeza ahora solemnemente la parada. En el parking de la Plaza del Mercado janguea un Ford Torino rojo metálico del ’69. Se montan. Arrancan. La radío aulla un bolero senil. La Tipa guía con una mano en el volante y otra en la ventana, con un airecito de no querer la cosa. El Tipo se pone a desear violentamente un apartamento de soltero con vista al mar, especie de discoteca-matadero donde procesar ese material prime que le llueve a uno como cupón gratuito de la vida. Pero el desempleo no ceba sueños y el Tipo se flagela por dentro con que si lo llego a saber a tiempo le allano elcuarto a Papo Quisqueya, pana de Ultramona, bródel de billar, cuate de jumas y jevas, perico de altas notas. Dita sea, concluye fatal. Y esgrimiendo su rictus más telenovel, trata de soltar con naturalidad:
—Coge pa Piñones.
Pero agarrando la carretera de Caguas como si fuera un dorado muslo de Kentucky-fried chicken, la Tipa se apunta otro canasto tácito.
La entrada al motel yace oculta en la maleza. Ambiente de guerrilla. El Torino se desliza vaselinoso por el caminito estrecho. El empleado saluda de lejitos, mira coolmente hacia adelante cual engringolado equino. El carro se amocola en el garage. Baja la Tipa. El Tipo trata de abrir la puerta del carro sin levantar el seguro, hercúlea empresa. Por fin aterriza en nombre del Homo sapiens.
La llave está clavada en la cerradura. Entran. Ella enciende la luz. Neón inmisericorde, delator de barros y espinillas. El Tipo se trinca de golpe ante la mano negra y abierta del empleado protuberando ventanilla adentro. Se acuerda del vacío interplanetario de su billetera. Minuto secular y agónico al cabo del cual la Tipa deposita cinco pesos en la mano negra que se cierra como ostra ofendida y desaparece, volviendo a reaparecer de inmediato. Voz roncona tipo Godfather:
—Son siete. Faltan dos.
La Tipa suspira, rebusca en la cartera, saca lipstick, compacto, cepillo, máscara, kleenex, base, sombra, bolígrafo, perfume, panti bikini de encaje negro, Tampax, desodorante, cepillo de dientes, fotonovela y dos pesos que echa como par de huesos a la mano insaciable. El Tipo siente la obligación histórico-social de comentar:
—La calle ta dura, ¿ah?
Desde el baño llega la catarata de la pluma abierta. El cuarto tiene cara de clóset. Pero espejos por todas partes. Cama de media plaza. Sábanas limpias aunque sufridas. Cero almohada. Bombilla roja sobre cabecera. El Tipo como que se friquea pensando en la cantidad de gente que habrá sonrojado esa bombilla chillona, toda la bellaquería nacional que habrá desembocado allí, los cuadrazos que se habrá gufeado ese espejo, todos los brincoteos que habrá aguantado esa cama. El Tipo parquea el cráneo en la Plaza de la Convalecencia, bien nombrada por las huestes de enfermitos que allí hallan su cura cotidiana, oh, Plaza de la Convalecencia donde el espaceo de los panas se hace rito tribal. Ahora le toca a él y lo que va a espepitar no es campaña electoral. Se cuadra frente al grupo, pasea, va y viene, sube y baja en su montura épica: La Tipa estaba más dura que el corazón de un mafioso, mano. Yo no hice más que mirarla y se me volvió merengue allí mismo. Me la llevé pa un motel, men, ahora le tumban a uno siete cocos por un polvillo.
La Tipa sale del baño. Con un guille de diosa bastante merecido. Esnuíta. Tremenda india. La Chacón era chumba, bródel.
—¿Y tú no te piensas quitar la ropa? —truena Guabancex desde las alturas precolombinas del Yunque.
El Tipo pone manos a la obra. Cae la camiseta. Cae la correa. Cae el pantalón. La Tipa se recuesta para ligarte mejor. Cae por fin el calzoncillo con el peso metálico de un cinturón de castidad. Teledirigido desde la cama, un proyectil clausura el strip-tease. El Tipo lo cachea en el aire. Es —oh, pudor— un condescendiente condón. Y de los indesechables.
En el baño saturado de King Pine, el macho cabrío se faja con la naturaleza. Quiere entrar en todo su esplendor bélico. Cerebros retroactivos no ayudan. Peles a través de puerta entreabierta: nada. Pantis negros de maestra de estudios sociales: nada. Gringa soleándose tetas Family Size en azotea: nada. Pareja sobándose de A a Z en la última fila del cine Paradise: nada. Estampida de mujeres rozadas en calles, deseadas, desfloradas a cráneo limpio; repaso de revistas Luz, Pimienta embotelladas; incomparables páginas del medio de Playboy, rewind, replay; viejas frases de guerra caliente: crucifícame, negrito, destruyeme, papi, hazme papilla, papóte. Pero: nada. No hay brujo que levante ese muerto.
La Tipa llama. Clark Kent busca en vano la salida de emergencia. Su traje de Supermán está en el laundry.
En una humareda de Marlboro, la Tipa reza sus últimas oraciones. La suerte está como quien dice echada y ella embullada en el despojo sin igual de la vida. Desde la boda de Héctor con aquella blanquita comemierda del Condado, el himen pesa como un crimen. Siete años a la merced de un dentista mamito. Siete años de rellenar caries y raspar sarro. Siete años de contemplar gargantas espatarradas, de respirar alientos de pozo séptico a cambio de una guiñada, un piropo mongo, un roce de mariposa, una esperanza yerta. Pero hoy estalla el convento. Hoy cogen el vuelo de tomateros los votos de castidad. La Tipa cambia el canal y sintoniza al Tipo que el destino le ha vendido en baratillo: tapón, regordete, afro de peineta erecta, T-shirt rojo pava y mahones ultimátum. La verdad es que años luz de sus más platinados sueños de asistente dental. Pero la verdad es también que el momento histórico está ahí, tumbándole la puerta como un marido borracho, que se le está haciendo tarde y ya la guagua pasó, que entre Vietnam y la emigración queda el racionamiento, que la estadidad es para los pobres, que si no yoguea engorda y que después de todo el arma importa menos que la detonación. Así es que: todo está científicamente programado. Hasta el transistor que ahogará sus gritos vestales. Y tras un debut en sociedad sin lentejuelas ni canutillos, el velo impenetrable del anonimato habrá de tragarse por siempre el portátil parejo de emergencia.
De pronto, óyese un grito desgarrador. La Tipa embala hacia el baño. El tipo cabalga de medio ganchete sobre el bidet, más jincho que un gringo en febrero. Al verla cae al suelo, epilépticamente contorsionado y gimiendo como ánima en pena. Pataleos, contracciones, etcétera. Pugilato progresivo de la Tipa ante la posibilidad cada vez más posible de haberse enredado con un tecato, con un drogo irredento. Cuando los gemidos se vuelven casi estertores, la Tipa pregunta prudentemente si debe llamar al empleado. Como por arte de magia cesan las lamentaciones. El tipo se endereza, arrullándose materno los chichos adoloridos.
—Estoy malo del estómago —dice con mirada de perrito sarnoso a encargado de la perrera.
SONEO I
Primeros auxilios. Respiración boca a boca. Acariciando la pancita en crisis, la Tipa rompe con un rapeo florecido de materialismo histórico y de sociedad sin clases. Fricción vigorosa de dictadura del proletariado. Recital aleluya del Programa del Partido. El Tipo experimenta el fortalecimiento gradual, a corta, mediana y larga escala, de su conciencia lirona. Se unionan. Emocionados entornan al unísono la Internacional mientras sus infraestructuras se conmocionan. La naturaleza acude al llamado de las masas movilizadas y el acto queda dialécticamente consumado.
                                                                        SONEO II
La Tipa confronta heavyduty al Tipo. Lo sienta en la cama, se cruza de piernas a su lado y, con impresionante fluidez y meridiana claridad, machetea la opresión milenaria, la plancha perpetua y la cocina forzada, compañero. Distraída por su propia elocuencia, usa el brassiere de cenicero al reclamar enfática la igualdad genital. Bajo el foco implacable de la razón, el Tipo confiesa, se arrepiente, hace firme propósito de enmienda e implora fervientemente la comunión. Emocionados, juntan cabezas y se funden en un largo beso igualitario, introduciendo exactamente la misma cantidad de lengua en las respectivas cavidades bucales. La naturaleza acude al llamado unisex y el acto queda equitativamente consumado.
SONEO III
La Tipa se viste. Le lanza la ropa al Tipo, aún atrincherado en el baño. Se largan del motel sin cruzar palabra. Cuando el Torino rojo metálico del ’69 se detiene en la De Diego para soltar su carga, sigue prendida la fiesta patronal con su machina de cabalgables nalgas. Con la intensidad de un arrebato colombiano y la perseverancia somociana, con la desfachatez del Sha, el Tipo reincide vilmente. Y se reintegra a su rastreo cachondo, al rosario de la interminable aurora de qué meneo lleva esa mulata, oye baby, qué tú comes pa estal tan saludable, ave maría, qué clase e lomillo, lo que hace el arroz con habichuelas, qué troj de calne, mami, si te cojo...

EL DESPERTAR DE IRMA SHAIMBERG (un cuento de Patricia Suarez)

Todavía no había enrojecido el cielo, cuando Irma Sheinberg despertó. No había llegado la madrugada, y el rocío no había caído aún sobre las tres desoladas macetas con petunias. De modo que cuando Irma Sheinberg despertó, sofocada, amitad de un deseo y en medio de la noche, sintió que todo había terminado. Entrevió la noche, prieta, pesada, sobre el jazmín que nunca había florecido, y la oscuridad, la noche era como un animal ululante que la reclamara. El sueño que he  tenido, dijo, porque a algo había que culpar. Le pareció que un hámster, un ratoncito, giraba eternamente en su ruedita, en la noche, y no quiso acordarse del hamster. Odiaba hasta la palabra hamster.  Ella decía criceto. Decía criceto, decía canalla, decía devenir, decía acto amoroso, decía el fin, para no nombrar las cosas que temía. Era una extraña pasión por el eufemismo. Sentía, le pareció sentir el chirrido de la ruedita, a través de la noche, que prorrumpía del silencio hacia ella. Que había sido como un sueño, pensó Irma. Que acababa de despertarse. Que no era la elegida de Dios.
 Se incorporó como pudo, incapaz de llegar a la cocina, arrastrándose por la habitación como por las arenas del desierto. Cuando se levantó, en la cama quedó un hoyo profundo. Respiró con fuerza para calzarse las chinelas. El vientre, la gordura, le impedían tocarse las puntas de los pies. Pasó delante del espejo, sin mirarse, temiendo encontrarse con un monstruo, con el regreso de un muerto vivo. Llevaba una mano abierta sobre el pecho, para captar la desaceleración de su corazón. Extrañaba, al tocarse, no encontrar los arcos férreos de su corpiño. Los arcos que usaba se templaban, seguramente, para ella, en un astillero. Si los fundía, podría construir con ellos la quilla de un barco.
 En la oscuridad, tanteó las paredes. Tropezó con el piano, que yacía a sus pies igual que un buey muerto. La madera del piano la golpeó en la canilla y el sonido que partió, de la carne macerada, le pareció la primera nota de una overtura. Podría ponerme a escribir, dijo, y se frotó los ojos ardidos, invadidos por la arenilla del desvelo. Apuntó mentalmente la idea que acababa de concebir. Una nota grave, densa, y luego el grito de la soprano, uno de esos gritos que hacen estallar los cristales, un grito sostenido, incesante. La sangre bullió por la zona golpeada e Irma, masajeándose, desistió de la idea; del reino entero de las ideas.
 Siguió, como un destino, hacia la cocina. Abrió las alacenas con fuerza. Vió, con tristeza, infinitas latas apiladas. Las pilas de comida enlatada eran como dientes en una sonrisa. Atrapó una cualquiera, para desdentarla. Era una lata de sardinas. Nereida, leyó. Y sonrió, casi se puso de buen humor, de imaginarse a sí misma, semidesnuda, bamboleando sus desnudeces a través de las olas del mar, montada en una sardina. Hincó el abrelatas y lo hizo girar: verdaderamente parecía una cimitarra. Tres pescaditos míseros, hundidos en aceite, hincharon sus agallas. Eran tres lápices de colegio, de esos que se usan para trazar las primeras letras. Irma metió el dedo, se embadurnó de aceite. Sin mirarlos, los echó a la basura, airosa y con asco a la vez, como si las devolviera al mar. Como si alguna de las esmirriadas sardinas fuera a saltar de entre los residuos para ofrecerle un tesoro a cambio de su buena voluntad. Y ella respondería, convencida: No, no, riquezas no. La mejor,  lo que yo quiero es ser la mejor. Y claro, entonces el pez se partiría de risa, Imposible, imposible, qué estupidez, le diría el pez, y le enseñaría sus dientes puntiagudos porque ella le había hecho el favor no a una flacucha y feérica sardina, sino a una palometa. Ojalá se pudran, dijo Irma con indignación. Buscó otra lata. Atún. Lo despanzurró con la cimitarra. Lo echó con rabia sobre un pan. El atún no tenía sabor a nada. Peor: tenía el sabor de la nada. Pena le daba masticar esos filamentos que no parecían pertenecer a un pez. Sino a una nereida. Se la había engullido antes de volcar la primera lágrima. Y antes de llorar, con pulmones e hipos, con todo lo que se aprende viendo a las gruesas primas donnas, le pareció volver a sentir el traqueteo indecible, casi podría decir en Do Menor, que es el tono de la desgracia, del hámster, el criceto, en su ruedita, girando en la madrugada que iba a ser, dando vueltas en redondo, hasta echar a volar. Después, Irma Sheinberg empezó a llorar.
 Durante el llanto, Irma no se asombró de que la noche no acabara, que no llegara el fin y empezara a clarear, y la claridad cayera, a mansalva, sobre las mustias petunias del balcón. No se extrañó, y no pensó que al día siguiente, en unas horas nomás, tendría que lidiar con la insipidez y la torpeza de los alumnos y arremetería contra el piano como contra un búfalo del Colorado. No pensó en las aspirinas que tendría que tomar para que no se le hincharan los párpados, la cara, como una calabaza, como siempre se le inflamaba por el llanto. Menos todavía le preocupó que sus alumnos susurraran que ella era alcohólica ante la presencia absoluta, acaparadora, de sus ojos turbios. Que uno, Berutti, por ejemplo, fuera a decir: Grapa, la Maestra toma grapa. Encima le decían Maestra. Y ella, para corregirlo, debiera alzar su voz ronca, llamándolo al orden: Berutti, Preludio de la Gota de Agua de Chopin. Lo oigo.  Encima Chopin. Tristeza había traído a su vida el piano. ¿Piano? La noria.
 Se forzó, dijo: Me voy a poner a escribir. Arrastrando las chinelas, trajo el papel pautado. El sonido de las chinelas contra el piso era el jadeo de un perro. Apartó el plato, los restos del sandwich de atún, o del cadáver de la nereida, según se mire, y se acodó en la mesa. El lápiz tambaleó en su mano. Anotó el tono, garrapateó el clave. Trató de precisar, escuchar la voz de la soprano en un menisma infinito. Alto, alto, por encima de los capiteles, de las torres, de los nidos de las cigüeñas. Alto, tan  alto la soprano.
 Entonces, Irma dudó. Cayó de nuevo en la languidez. Recordó sus sueños, el sueño, el primero. La Escalera y la Voz, y ella que es elegida por la Voz para hallar sitio en la Escalera. Ese sueño, el primero, la indujo, la torció en el error, o no, tal vez no fue un error creer que estaba destinada, consagrada, a la música. Que Dios la había elegido a ella, verdaderamente, a Irma Sheinberg.  Y tal vez ni siquiera fue un sueño, sino una ocurrencia que ella tuvo. Se le ocurrió que podía ser la elegida de Dios, que sería su instrumento, que se consagraría a Él a través de la música.
 Querría que no crecieras, le dijo una vez la madre. Había llovido toda la noche, y todavía seguía lloviendo. Apenas distinguían , a través de la ventana, la copa de la acacia, a lo lejos. Envuelta en un torbellino de gotas, en la lluvia. Quisiera que no crezcas, Irma, repitió la madre, que no crezcas más. Que no pase nada, que ni el tiempo pase.
 Irma se levantó. Puso el agua a hervir. Buscó una botella de whisky, de esas destiladas por Mr Grant en Dufftown. Se sirvió medio vaso. Observó, durante un lento cuarto de hora el líquido amarillo. Le pareció oir las campanadas, cuatro o cinco, con ese aire definitivo que daban las campanadas de la catedral. Un aria. Podría escribir un aria, cantado por un arzobispo, que baja a todo correr por la escalera de caracol del campanario, alzándose la sotana, cada vez más rápido, para no oírlas doblar. Preparó el café. Mientras lo hacía, echó un trago de whisky en su garganta. No la quemó. estaré muerta, pensó Irma, ya no siento nada. revolvió la taza de café innumerables veces. La cucharita dió vueltas hasta el mareo. Tomó el café, mareada, como el hámster, el criceto. El hámster que ella había liberado en el invierno, en el cordón de la vereda, desesperada, para no verlo ya más, nunca más, dar vueltas sin ton ni son en su ruedita. Te vas, le ordenó cuando lo puso en una alcantarilla, Te vas a ver un poco de mundo por ahí. Me cansa tu cara de rata, me cansa tu presencia, tu manía. Afuera, al mundo.  El animalito observó en redondo, desorientado. Frunció el hocico, se paró en dos patas. Chilló. El chillido cortó la noche como el filo de una cuchilla. Después huyó, sin dirección, cuesta abajo.
 Ojalá no se haya muerto, deseó Irma mientras mojaba una galleta dulce en el café. La galleta estaba un poco vieja; verdaderamente: tenía sabor a musgo. Supuso que ya nadie la vendría a buscar para hacer el papel de sílfide en un ballet. Sacó el merengue de la heladera. La luz de la heladera era azul y fría, mas penetrante que la de la mañana. Mojó los dedos en el merengue, y los chupó uno a uno, los diez, como a paragüitas de chocolate. Qué tristeza, dijo, y después se acordó dónde estaba la ricota. La había escondido, en el placard, detrás de las medias de nylon, para no tentarse y comer a deshoras. Había escondido una torta entera de ricota. Qué desastre, murmuró, y corrió a buscarla. La llevó, con alboroto, a la cocina. Escribió “Irma” con la punta del cuchillo. La cortó. Comió algunos pedazos. No, Dios no la había llamado. O si la había llamado, la misión ya había finalizado. Se terminó esta misma noche cuando ella despertó. Se terminó con las dos suites que escribió, con el concierto para piano y la media docena de nocturnos. Los nocturnos eran como su propia vida: con la mano izquierda se tocan los arpegios, y con la derecha, la melodía. Así, ella creía que por las noches hablaba con Dios. Que Dios le dictaba los compases. Que tenía sublimes discusiones, como melopeas, con Dios. Que Dios, en sueños, la llamaba Irma. Porque Dios no podía menos que tutear a una de sus criaturas preferidas. Y durante el día, bueno, durante el día Irma Sheinberg daba clases. Sin embargo, nunca se había preguntado por qué, si Dios la había elegido, si había hecho a su música perfecta, le vadaba la gloria. Tal vez, ella, Irma Sheinberg, no le gustaba a Dios. Le había caído mal desde siempre. Y Él decidió engañarla, como sólo Dios puede estafar a sus criaturas: inculcándoles la idea de la perfección absoluta.  Qué estupidez, suspiró Irma, segura, por otra parte, de que su misión, la música, había terminado. Que Dios venía a relevarla. O a liberarla, quizá.
 Encontró dos porciones de pizza en un rincón de la heladera. La media aceituna que adornaba la pizza le pareció un escarabajo. Algo inmundo, ahogado en el queso. No, mamá, se acordó que le contestó asu madre la tarde de aquella lluvia, Te prometo que no voy a crecer nunca. La madre le sonrió, y, en una caricia, le desordenó el flequillo. Tenía el pelo largo y ruliento y su cabello, para el peine, era como un país inconquistable. Tenía dientes largos, también, y por eso su padre le decía que parecía una marmota, que tenía cara de marmota. Agotada, subió los pies a un banquito. Permaneció con las piernas estiradas, un buen rato, y se vió a sí misma como un maravilloso puente colgante. Las cosas rezumaban en su vientre, cálidas. Dijo, Bueno, no es una catástrofe, tampoco. Es como en las tortugas. O crecen o se mueren. Qué se le va a hacer. Habrá que ver un poco de mundo.
 Irma se levantó, aspiró aire profundamente. Le parecía que iba a llorar, pero en realidad tenía sueño. Cuando se acostó le llegó desde la cocina el goteo de la canilla mal cerrada. Aguzó su oído, y comprobó que ya nada giraba, interior en la ruedita. Que ahora, por fin, podría ser ella misma. Entretanto, se quedó dormida.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

EL CUENTO COMO SISTEMA LÓGICO - Por Guillermo Martinez



Hay elementos en la estructura del cuento -posiblemente la brevedad, la rigurosidad- que llevan fácilmente a la tentación de enunciar reglas para el género y a imaginar posibles clasificaciones y decálogos. La suerte común que corren estos intentos es que o bien son demasiado vagos y generales como para tener algún interés o bien dejan escapar, cualquiera sea la cantidad de axiomas considerados y de precauciones tomadas, un exponente de cuento perfectamente legítimo y admirable que se burla de la ley. Y de la misma manera que en el libro "Las cien formas de decir NO a la prueba de amor", la respuesta número cien es SI, en todo decálogo del cuento la máxima número diez parece condenada a ser, como sugirió Abelardo Castillo: no tomen las nueve anteriores demasiado en serio.
   Esta insuficiencia de todos los intentos de formalización puede conducir a la opinión teórica rápida y aliviada de que no hay en realidad preceptos a tener en cuenta a la hora de acometer un cuento. Y sin embargo, y esto lo sabe cualquiera que se haya puesto seriamente a la prueba, a poco de empezar se descubre que las leyes que uno creyó haber echado por la puerta volvieron por la ventana. Son leyes escurridizas, intangibles, que se reconocen en ejemplos particulares pero no se dejan abstraer con mucha generalidad ni enunciar fácilmente. Menciono dos que me parecen particularmente profundas. La primera la sugiere Borges por oposición en un párrafo en el que trata de establecer la distinción entre cuento y novela. Borges pasa por alto la diferencia más inmediata y superficial de la extensión y observa que lo que caracteriza a la novela es que la atención está centrada en los personajes, que lo que importa en una novela, por sobre todo, es la evolución de los personajes. En los cuentos lo primordial es la trama, los personajes sólo tienen importancia como nodos de esa trama y pierden, por lo tanto, grados de libertad.
   La segunda la enuncia Ricardo Piglia en sus "Tesis sobre el cuento", en un artículo aparecido en "Clarín" hace algunos años. Dice allí que todo cuento es la articulación de dos historias, una que se cuenta sobre la superficie y otra subterránea, secreta, que el escritor hace emerger de a poco durante el transcurso del cuento y sólo termina de revelar por completo en el final. Esta idea coincide con la imagen más frecuente que tengo yo del cuentista: un ilusionista que desvía la atención del público con una de sus manos mientras realiza su acto de magia con la otra. Un mérito adicional de esta aproximación es que permite mirar al cuento no como un objeto terminado, listo para los desarmaderos de los críticos, sino como un proceso vivo, desde su formación.
   Una ligera variación sobre esta idea permite pensar al cuento como un sistema lógico. La palabra "lógica", deslizada en un contexto artístico, no debería provocar necesariamente sobresaltos: la lógica -que no debe confundirse con los rígidos silogismos del secundario ni con el fragmento binario que usa la matema'tica- ha probado ser una materia muy maleable. Desde el momento histórico en que el joven estudiante Lobachevsky, a principios de 1800, niega el quinto postulado de la geometría euclidiana creyendo que llegará a un absurdo y se asoma en cambio a un nuevo mundo geométrico, perfectamente extraño, pero perfectamente consistente, una revolución silenciosa estalla en el pensamiento humano. Desde entonces diferentes disciplinas y ramas del pensamiento se han dado su propia lógica. Así, el Derecho formaliza y trata de automatizar sus criterios de evidencia y validez, la matemática empieza a razonar con lógicas polivalentes, la psiquiatría hace ensayos para modelar la lógica de la esquizofrenia y los lavarropas incorporan la lógica difusa.
   Qué es en definitiva un sistema lógico? Es un conjunto de presupuestos iniciales y una serie de reglas de deducción -pueden pensarse como reglas de juego- que permiten pasar con "legitimidad" de los presupuestos iniciales a enunciados nuevos. La variedad y diversidad de las lógicas depende fundamentalmente de las reglas de deducción elegida. En la lógica intuicionista, por ejemplo, no se admiten las demostraciones por reducción al absurdo y en la lógica trivalente se puede afirmar y negar a la vez sin escándalo una misma proposición.
   Mirados de cerca, también los cuentos operan y proceden dentro de este esquema. En efecto, todo cuento empieza, igual que las películas de terror, creando una ilusión de cierta normalidad, en el estado -digamos- del sentido común. Pero desde el principio, por definición, este estado está amenazado veladamente, dentro del pacto tácito entre el autor y el lector de que "algo va a pasar". Las primeras informaciones, que pueden parecer casuales, son aceptadas dentro de ese contexto de normalidad. Es decir, al principio del cuento la lógica de la ficción coincide -o quizá deba decir se disimula- bajo la lógica usual del sentido común.
   En nuestro esquema los presupuestos iniciales son estas primeras informaciones que se disponen como las piezas de ajedrez sobre un tablero al principio de la partida. Pero por supuesto estos datos iniciales, que para el lector pueden aparecer más o menos intercambiables o aleatorios, no son cualesquiera para el escritor: lo que es contingente en la lógica inicial es necesario en la lógica de la ficción; le hacen falta al escritor en uno u otro sentido para un segundo orden que por el momento sólo él conoce. Este segundo orden está regido por otra lógica y todo el acto de prestidigitación, el juego de manos del cuentista, consiste en la transmutación y en la sustitución de la lógica inicial de la normalidad por esta segunda lógica ficcional que se va adueñando poco a poco de la escena y a partir de la cual debe deducirse el final -si las cosas han salido bien- como una fatalidad y no como una sorpresa. De este modo la idea de Piglia de las dos historias puede sustituirse por la idea -menos exigente y por eso, más general- de dos órdenes lógicos posibles, o más precisamente, de una lógica única que se desdobla en dos en el transcurso del cuento*.
   Hablé hasta aquí del escritor como un manipulador de lógicas más o menos astuto; pero también -a veces- el escritor es un artista. No hace mucho -y para volver a la imagen del ilusionista- vi en un programa de televisión a un viejo mago argentino al que le falta una mano, haciendo un show con cartas en Las Vegas. Estaba sentado en una mesa, con su única mano desnuda extendida sobre el tapete verde y rodeado completamente de personas que vigilaban desde todos los ángulos su rutina. La prueba era simple. Arrojaba de a una, boca arriba, seis cartas sobre la mesa, con los colores intercalados: rojo negro, rojo negro, rojo negro. Las recogía tal como habían quedado y cuando volvía a arrojarlas los colores se habían juntado: rojo rojo rojo, negro negro negro. No puede hacerse más lento, decía entonces. O quizá sí... quizá pueda hacerse más lento. Arrojaba entonces otra vez las cartas, más despaciosamente: rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. Las recogía, y los colores habían vuelto a juntarse: rojo rojo rojo, negro negro negro. Y entonces se sonreía para sí y repetía otra vez esa frase: No puede hacerse más lento... o quizá sí, quizá pueda hacerse más lento. Este sería entre los escritores el artista: un ilusionista con una sola mano que siempre puede decir, bajo todos los ojos: o quizá sí, quizá pueda hacerse más lento.

Publicado en revista V de Vian Febrero de 1998


CRÓNICAS DE MOTEL -Por Sam Shepard-





Me encontré con la doble de la Estrella
al abrirse hacia los lados la puerta del ascensor
y yo salía
y ella entraba
a las cuatro de la madrugada
y vi que estaba absolutamente pirada
le pregunté qué había tomado
dijo 6 Valium y Vino Blanco
porque hoy era el último día de rodaje
y le pareció que había que celebrarlo
jodiendo con algún tío del equipo
y colocándose
porque éste era su pueblo
y ella iba a quedarse
mientras nosotros nos íbamos
y la tortura de no ser más que una doble
dejada atrás
en un pueblo en el que le dolía haber nacido
estaba destrozándola ahora
de verdad
y eso hizo que volviera a avergonzarme
de trabajar como actor en una película
y provocar ilusiones tan estúpidas
de modo que me la llevé a mi habitación
sin planes respecto a su cuerpo
y ella se sintió desesperadamente decepcionada
intentó arrojarse por la ventana
y le dije que no valía la pena
no es más que una película estúpida
no tan estúpida, dijo ella, como la vida

EXTRACTO DE MOVIMIENTO PERPETUO DE Augusto Monterroso

                                ONIS ES ASESINO
 
Nuestro idioma parece ser particularmente propicio para los juegos de palabras. Todos nos hemos divertido con los de Villamediana (diamantes que fueron antes/ de amantes de su mujer); con los más recatados, si bien más insulsos (di, Ana, ¿eres Diana?), de Gracián, quien, hay que reconocerlo, escribió un tratado bastante divertido, la Agudeza y arte de ingenio, para justificar esa su irresistible manía; con los de Calderón de la Barca (apenas llega cuando llega a penas), etcétera. Es curioso que sea difícil recordar alguno de Cervantes. Muchos años después Arniches (imagínate, mencionarlo al lado de éstos) llega a la cumbre. Como es natural, nosotros heredamos de los españoles este vicio que, entre los escritores y poetas o meros intelectuales, se convierte en una verdadera plaga. Hay los que suponen que entre más juegos de palabras intercalen en una conversación (principalmente si ésta es seria) los tendrán por más ingeniosos, y no desperdician oportunidad de mostrar sus dotes en este terreno. Es dificilísimo sacar a un maniático de éstos de su error. Personaje digno de La Bruyére, no hay quien no lo conozca. A dondequiera que vaya es recibido con auténtico horror por el miedo que se tiene a sus agudezas, que sólo él celebra o que los demás le festejan de vez en cuando para ver si se calma. ¿Lo visualizas y te ríes? Pues tú también tendrías que releer un poco tu Horacio.

Son más raros los que llevan sus hallazgos a lo que escriben, aunque, por supuesto, mucho más soportables. Shakespeare aterra con sus juegos de palabras a los traductores (su merecido, por traidores), quienes no tienen más remedio que recurrir a las notas de pie de página para explicar que tal cosa significa también tal otra y que ahí estaba el chiste. Proust, tú sabes, los dosifica majestuosamente. En las traducciones de Proust las notas casi desaparecen: cuando habla de las preciosas radicales no se necesita ser muy lista para darse cuenta de que está aludiendo a las preciosas ridículas de Molière. Joyce lleva las cosas a extremos demoniacos, por lo cual no se traduce Finnegan's Wake. Entre nosotros, recuerdo, han sido buenos para esto Rubén Darío:

Kants y Niestzches y Schopenhauers

ebrios de cerveza y azur
iban, gracias al calembour
a tomarse su chop en Auer's

y más cerca aún, Xavier Villaurrutia:

Y mi voz que madura

y mi bosque madura
y mi voz quemadura
y mi voz quema dura.

Pero lo anterior no tiene casi nada que ver con que Onís sea asesino, o con que amen a Panamá, o con que seamos seres sosos, Ada.

Ahora te lo explico. La otra noche me encontré al señor Onís, hijo del señor Onís, en una reunión de intelectuales. En cuanto me lo presentaron le dije viéndolo fijamente a los ojos: ¡Onís es asesino! Cuando noté que, aterrado, estaba a punto de decirme que sí, de confesarme algo horrible, me apresuré a explicarle que se trataba de un simple palindroma. Qué gusto sentí al notar que el alma le volvía al cuerpo. Recuerda que palindromas son esas palabras o frases que pueden leerse igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, según declara valientemente la Academia de la Lengua, aunque llamándolas palíndromos, como si no fuera mejor del otro modo. Los vimos en la escuela: ANILINA. DÁBALE ARROZ A LA ZORRA EL ABAD. ANITA LAVA LA TINA, etcétera.

Y es aquí donde los asesinos de salón que hacen juegos de palabras para acabar con las conversaciones se encontrarían con una verdadera dificultad. Pruébenlo. Hace ya varios años nos entregábamos a este inocente juego (lo más que requiere es un poco de silencio y mirar de cuando en cuando al techo con un papel y un lápiz en la mano) un grupo de ociosos del tipo de Juan José Arreola, Carlos Illescas, Ernesto Mejía Sánchez, Enrique Alatorre, Rubén Bonifaz Nuño, algún otro y yo. Durante tardes enteras o noches a la mitad tomábamos nuestros papelitos, trabajábamos silenciosos y allá cada vez nos comunicábamos con júbilo nuestros hallazgos.

Estas cuatro o cinco cuartillas quieren ser un homenaje y un reconocimiento al talento (entre otros) para el palindroma de Carlos Illescas, positivo monstruo de este deporte, quien de pronto levantaba la mano, pedía silencio y decía, como hablando de otra cosa: Aman a Panamá, o Amo la paloma, o sea AMAN A PANAMÁ O AMO LA PALOMA por cualquier lado que los mires o quieras amarlos; mientras nosotros, yo por lo menos, nos debatíamos repitiendo ROMA AMOR ROMA AMOR, para que él nos saliera al rato con algo tan humillante como esto: ADELA, DIONISO: NO TAL PLATÓN, O SI NO, ID A LEDA, lo que acababa de sumirnos en la desesperación y la impotencia.

Posteriormente leímos los famosos que el gran mago Julio Cortázar trae en “Lejana”, de Bestiario:

Salta Lenin el atlas
Amigo, no gima
Átale, demoniaco Caín, o me delata
Anás usó tu auto, Susana.

Y recordábamos uno muy pobre o muy tímido de Joyce o que Joyce usó:

Madam, I'm Adam

y alguno que otro del idioma inglés (no muy bueno para esto según entiendo):

A man, a plan, a canal: Panamá.

Más tarde Bonifaz Nuño aportó la declaración anti-sinestésica:

Odio la luz azul al oído

y Enrique Alatorre el existencialista:

¡Río, sé saeta! Sal, Sartre, el leer tras las ateas es oír;

y Arreola:

Etna da luz azul a Dante;

en tanto que Illescas, como diligente araña, sacaba sus hilitos de tejer y destejar:

Somos laicos, Adán; nada social somos;

o el admonitorio

Damas oíd a Dios amad;

o el acusatorio

Onís es asesino;

o el preventivo y definitivo y ahora en plan de suave melodía de égloga virgiliana:

Si no da amor alas, sal a Roma, Adonis.

Después venían otros suyos sumamente extraños, ya dentro de la embriaguez en que se pierden los sentidos (que es la buena) y África y Grecia se abrazan en misterioso contubernio, como

Acata, sale, salta, acude, saeta afromorfa;
ateas educa, Atlas el as ataca.

o lo que él llamaba palindroma de palindromas:

Somos seres sosos, Ada; sosos seres somos,

en el que cada palabra es también palindroma; o el palindroma ad infinitum:

O sale el as o… el as sale… o sale el as… o;

o, por fin, el palindroma político, en el que alguien pregunta: “¿Qué es la OIT (Organización Internacional del Trabajo)?”, y se le responde:

Tío Sam más OIT,

para rematar con algo que ya no le creíamos porque somos naturalmente desmemoriados y eso de Evemón se nos hacía sospechoso:

¿No me ve, o es ido Odiseo, Evemón?

y nos tenía que explicar que Evemón no era otro que Tésalo (ah, así sí), padre de Eurípilo (claro), como fácilmente se podía ver en Ilíada II, 736, V, 79; VII, 167; VIII, 265; y XI, 575

Ahora yo tengo que confesar que jamás pude ni he podido posteriormente hacer o encontrar un solo palindroma que vaya más allá de los ya dados por la madre naturaleza: oro, ara, ama, eme, etc., excepto uno que me costó horas de esfuerzo pero tan escatológico, para vergüenza mía, que me apresuro a ponerlo aquí: ¡Acá, caca! Sospecho que Mejía Sánchez tampoco, pues finalmente, cuando empezamos, por incapacidad manifiesta, a buscar un nuevo género, o sea los falsos palindromas (ejemplo: Don Odón, que suena pero no es), salió con uno falsísimo pero que a todos en un momento dado nos pareció auténtico, pues en esos días se hablaba del Premio Nobel para Alfonso Reyes:

Alfonso no ve el Nobel famoso,

que no se lee de atrás para adelante ni de broma; en tanto que Illesca, algo cansado de su facilidad, aceptaba con entusiasmo mi modesta proposición de estructurar una larga frase en español que leída de derecha a izquierda, dijera lo mismo, pero en inglés, o en el idioma que en ese momento le pareciera mejor, o más difícil.