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miércoles, 27 de noviembre de 2013

UN CORAZÓN DE ORO Por Boris Vian



 
 
Aulne caminaba pegado a la pared y cada cuatro pasos miraba hacia atrás con gesto receloso. Acababa de robar el corazón de oro del padre Mimile. Por supuesto, se había visto forzado a destripar un poco al pobre hombre, y, en particular, a hundirle el tórax a golpes de podadera. Pero, cuando hay de por medio un corazon de oro, no es cuestión de pararse en barras en cuanto a procedimientos.

Cuando hubo caminado trescientos metros, se quitó de manera ostentosa su gorra de ladrón y, tirándola a una alcantarilla, la reemplazó por el sombrero flexible de un hombre honrado. Su paso se hizo más seguro. Sin embargo, el corazón de oro del padre Mimile, todavía caliente, no cesaba de molestarle, porque seguía latiéndole desagradablemente en el bolsillo. Además, le hubiera gustado contemplarlo con tranquilidad, pues era un corazón que, con sólo verlo, ponía a cualquiera casi en la obligación de delinquir.

Ciento veinte brazas más adelante y aprovechando una alcantarilla de dimensiones superiores a las de la anterior, Aulne se desembarazó de la porra y de la podadera. Ambos instrumentos estaban recubiertos de cabellos pegados y de sangre, y como a Aulne le gustaba hacer las cosas cuidadosamente, seguro que también abundaban de huellas digitales. Sin embargo, conservó, sin tocarla la misma indumentaria, por completo salpicada de sangre pegajosa, pues, dado que a los viandantes no les suele caber en la cabeza que un asesino vista como todo el mundo, tampoco era cuestión de infringir el código del medio.

En la parada de taxis eligió uno bien vistoso y reconocible. Se trataba de un antiguo Bernazizi, modelo 1923, con asientos de imitación esterilla, trasero puntiagudo, conductor tuerto y parachoques de atrás medio caído. Los colores frambuesa y amarillo de la capota de satén rayado añadían al conjunto un toque inolvidable. Aulne pasó a su interior.

-¿Dónde le llevo, burgués? -preguntó el chófer, un ruso ucraniano a juzgar por su acento.

-Dé la vuelta a la manzana... -respondió Aulne.

-¿Cuántas veces?

-Todas las que sean necesarias hasta que la bofia nos eche el ojo encima.

-¡Ah, ah! -reflexionó el taxista de manera audible-. Bueno... bien... veamos... Como posiblemente me será difícil llegar a marchar con exceso de velocidad ¿qué le parece si circulo por la izquierda? ¿Eh?

-Correcto -aceptó Aulne.

Bajó a tope la capota y se sentó lo más estirado posible para que pudiera verse con facilidad la sangre que adornaba su indumentaria. Eso, combinado con el sombrero de hombre honrado que lucía, haría evidente a cualquiera que tenía algo que ocultar.

Cuando llevaban dadas doce vueltas, se cruzaron con uno de los poneys de caza matriculados con la contraseña de la policía. El caballito estaba pintado de gris metálico y la ligera carreta de mimbre que arrastraba llevaba en los laterales el escudo de la ciudad. Tras olfatear el Bernazizi, el animal relinchó.

-La cosa marcha -comentó Aulne-. Se disponen a darnos caza. Circule ahora por la derecha. Tampoco es cuestión de que nos arriesguemos a llevarnos a un chaval por delante.

A fin de que el poney pudiera seguirles sin fatigarse, el chófer redujo al mínimo la velocidad de marcha. Impasible, Aulne le dirigía. Así, enfilaron hacia el barrio de los altos edificios.

Un segundo poney, también pintado de gris, se reunió en seguida con el primero. En el interior de la carreta se encontraba un policía con uniforme de gala. De un vehículo a otro, y señalando a Aulne con el dedo, ambos funcionarios se ponían de acuerdo a voces, mientras que los poneys trotaban acompasadamente, levantando mucho las patas y moviendo la cabeza como suelen hacer los pichones.

A la vista de un edificio de aspecto propicio, Aulne dio orden al taxista de parar. A continuación, saltó con ligereza sobre la acera pasando por encima de la portezuela del automóvil, a fin de que los polis pudieran distinguir claramente las manchas de sangre sobre su indumentaria.

Acto seguido se metió en el edificio, llegándose a la escalera de servicio.

Sin apresurarse, subió hasta el último piso.

En él estaban los cuartos de la servidumbre. El suelo del pasillo, enladrillado con baldosas hexagonales, le trastornaba la vista. Podía elegir entre dos caminos: hacia la derecha o hacia la izquierda. El de la izquierda daba al patio interior, por donde se ventilaban los cuartos de baño, y acababa en un pequeño retrete. Se internó en él allí. Un tragaluz bastante alto empezó a chorrear de improviso delante de él. Una escalera hermosa como un sol estaba colocada al fondo. En aquel preciso momento, Aulne comenzo a oír resonar los pasos de los polizontes en la escalera. Sin pensarlo dos veces, se encaramó con presteza al tejado.

Una vez allí, respiró profundamente para recobrar el aliento antes de la inevitable persecución. El aire tragado en gran cantidad le sería de mucha utilidad para la bajada.

Corrió por la suave pendiente del tejado construido al estilo de Mansard[1]. Se detuvo al borde del empinado voladizo y, girando sobre sí mismo, dio la espalda al vacío. A continuación, se agachó y se ayudó con las manos para aterrizar sobre ambos pies en el canalón.

Recorrió aquel saliente de cinc casi vertical al muro. Abajo, el pavimentado patio parecía minusculo, con cinco cubos de la basura, todos ellos bien alineados, un viejo escobón que semejaba un pincel y un cajón casi repleto de desperdicios.

Sería preciso descender a lo largo del muro exterior y penetrar en uno de los cuartos de baño del edificio contiguo, es decir, aquellos cuyas ventanas se abrían en la pared de enfrente. Para ello podían utilizarse los garfios clavados en los muros de todo patio interior. Colocando los pies en alguno de ellos, trataba de aferrarse con las dos manos al alféizar de la ventana elegida, y acto seguido subir el cuerpo a pulso. El oficio de asesino no resulta, en verdad, nada descansado. Aulne se lanzó por los herrumbrosos barrotes.

Arriba, los polizontes armaban todo el bullicio posible corriendo en círculo sobre el tejado y pisando con sus zapatones. De ese modo, cumplían estrictamente con el plan-piloto de sonorizacion de persecuciones establecido por la Prefectura.

 

2

 

La puerta estaba cerrada, pues los padres de Brise-Bonbon (Masca-Caramelos) habían salido, y Brise-Bonbon se bastaba para guardar la casa él solito. A los seis años no queda tiempo para aburrirse en un apartamento en el que siempre hay a mano jarrones por romper, cortinas por quemar, alfombras por manchar y tabiques que se pueden decorar con huellas digitales de todas las tonalidades, interesante forma de aplicación de los colores reputados como no peligrosos en el sistema de Bertillon[2]. Ni si se dispone, por añadidura, de un cuarto de baño, de grifos que funcionan, de cosas que flotan y, para mondar los tapones... de la navaja de afeitar del padre, una hermosa y afilada hoja.

Al oír ruidos en el patio interior al que daba el cuarto de baño de su casa, Brise-Bonbon abrió del todo los entreabiertos batientes de la ventana para ver mejor. Ante sus narices, dos grandes manos de hombre vinieron a aferrarse al reborde del vano de piedra. Congestionada por el esfuerzo, la cabeza de Aulne acabó por aparecer ante los interesados ojos del niño.

Quizá el perseguido había sobrevalorado sus capacidades gimnásticas, lo cierto es que no pudo subir a pulso al primer intento. Como las manos aguantaban bien donde las había puesto, se dejó caer a lo largo de toda la extensión de los brazos con intención de recobrar el aliento.

Con mucha dulzura, Brise-Bonbon levantó la navaja de afeitar que tenía bien agarrada, y pasó la afilada lámina sobre los nudillos blancos y tensos del asesino. Las manos de éste, en verdad, eran muy carnosas.

El corazón de oro del padre Mimile tiró de Aulne hacia abajo con todas sus fuerzas cuando las manos le comenzaron a sangrar. Uno a uno, los tendones fueron saltando como las cuerdas de una guitarra. A cada tajo, resonaba una débil nota. Finalmente, quedaron sobre el alféizar diez falangetas exangües. De cada una manaba todavía un hilillo purpúreo. Por su parte el cuerpo de Aulne rozó la pared de piedra, rebotó en la cornisa del entresuelo y vino a dar con sus huesos en el cajón de los desperdicios. Bien podía quedarse allí: los traperos se encargarían de él a la mañana siguiente.

 


 

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