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martes, 25 de octubre de 2011

EL TERRON DISOLVENTE por Elvio Gandolfo

Yo casi me había olvidado de Fiambretta. Pobre tipo, con un apellido así. Pero Rodríguez estaba hablando de los viajes que hace por el interior, cuando en medio de los datos sobre restaurantes de la ruta, sobre aventuras totalmente inverosímiles con mujeres "casadas" (como solía agregar, con un dejo reverenciar inútil a esta altura del partido), de los pueblos y pequeñas ciudades que recorría, a lo largo de la ruta 9, mencionó a Fiambretta. Lo corté en seco:
- ¿Fiambretta, dijiste?
- Sí, él. ¿Te acordás? Ahora vive en las afueras de Cañada de Gómez.
Cómo no me iba a acordar. Siempre consideré que cargar con el apellido había impedido que él, Fiambretta, llegara a la fama, a la consagración que tanto se merecía. Habíamos hecho Biología juntos, y aun después de que yo abandoné para dedicarme al curro de los rulemanes, nos seguíamos viendo. Uno de nuestros entretenimientos favoritos era ir a ver una película a un cine de Corrientes (detestábamos Lavalle) y después quedarnos charlando hasta la madrugada en un boliche de Callao, lleno de mesas de billar, hasta que salían los diarios.
De lo que más hablábamos era del cosmos, de la vida aquí y en otros mundos, de los misterios de la célula. O sea que el que hablaba era Fiambretta, no yo. Para darles una idea del talento del hombre: una noche (y recuerdo como si fuera hoy que era en 1952), Fiambretta, en medio de un delirio sobre el efecto de las enzimas, me dice, como al pasar:
-... porque en el código está todo, ¿entendés?, todo, en una doble hélice. Fijate - y me la dibujó en una servilleta.
Años después dos giles (o tres, nunca recuerdo bien) iban a sacarse el Nobel con lo que él había descubierto de taquito, desinteresado, con el pucho colgando de la boca como cortada a cuchillo, y las manos caídas entre las piernas, en el pequeño laboratorio que había instalado en el altillo de la casa de la tía, en Caballito. Eso para que tengan una idea de lo que valía Fiambretta. Un crack, realmente un crack.
Así que cuando el gordo Rodríguez lo nombró, lo corté en seco. Me contó que el flaco estaba muy gastado, viviendo en una especie de casa solariega abandonada, en la que había ocupado dos piezas.
- Después de todo creo que el flaco está mejor que nosotros - dijo Rodríguez, quejumbroso -. Se asoma a las ventanas ¿y qué ve? Un maizal (o un trigal, no me acuerdo bien) que se pierde en el horizonte. ¿Te das cuenta, viejo? ¿Acá qué ves si te asomás a la ventana? Caños de escape, pibes que te manguean, y una que otra mina bastante bien, no te lo voy a negar.
En medio del aburrimiento de la mesa, donde temas como las mujeres, la política, el último aumento de transporte o de las tarifas se sucedían con la regularidad de las fases lunares, oír hablar de Fiambretta me hizo recordar con nostalgia las interminables charlas de Callao, donde palabras como "big-bang", "esteroides" o "remolino cuántico" nos mantenían con los ojos abiertos como platos hasta que salía el sol. Le dije a Rodríguez que cuando fuera por Cañada de Gómez (que para mí era como decir Venus) le mandara un abrazo a Fiambretta.
Tres semanas después Rodríguez entra al boliche, mete la mano en el portafolios lustradito que siempre lleva, y me da un sobre.
- De parte de Fiambretta - me dice -. Le dio un alegrón al flaco que te acordaras de él. Antes de Cañada de Gómez, pasé por Roldán: voy a ver a un cliente y en vez de él, me abre la mujer. Estaba sola...
Mientras Rodríguez me acunaba con los cuentos eternos, abrí el sobre, usando la parte de atrás de la cucharita del café. La carta del flaco era breve:

"Querido Pancho:
Tenés que venir. Sos el único que puede entenderlo. A mí no me dan las ganas ni la plata para ir a Baires. Vení. Estoy siempre. Un abrazo.
Fiambretta"

Me conmovió, les juro, me conmovió. "Sos el único que puede entenderlo", decía. Tenía razón el flaco. ¿Quién iba a entender, en un lugar como Cañada de Gómez, viejo? ¿Alguien podía haber oído hablar alguna vez de aceleradores taquiónicos? A lo más que llegarían era a leer La Chacra, los que tuvieran guita.
Pensé en largarme a Cañada de Gómez esa misma noche. Total, era viernes. Pero preferí demorar un poco, saboreando el recuerdo de Fiambretta. El sábado de noche me fui a ver una película solo, después me metí en el bar de Callao. Antes de entrar me compré la última Muy Interesante. La hojeé pensando qué habría dicho Fiambretta sobre cada uno de los artículos. Cuando llegaron los diarios, compré Clarín y me fui a casa. Al salir el sol me dormí como un bendito.
Durante la semana se me dieron bien las ventas. Así que el viernes me tomé un ómnibus en Retiro y me fui para Cañada de Gómez, contento realmente. Por las dudas le llevaba el Muy Interesante a Fiambretta. El viaje me puso eufórico. Cada cosa que veía me dejaba sin respiración. Cuando ya estábamos llegando a Cañada, ¿qué veo por la ventanilla? Un chancho, un chancho enorme, negro, vivo, lo juro. En mi puta vida había visto un chancho fuera de las ilustraciones de Billiken. Cuando me bajé en Cañada, me sentía al borde del éxtasis.
No me costó casi nada encontrar la casa de Fiambretta. Todos sabían dónde vivía "el flaco raro". Cuando llegué estaba regando las lechugas de un canterito. Soltó la regadera por el aire (no sé si aluciné, pero el chorro al saltar hizo un pequeño arcoiris), caminó hacia mí, y me abrazó, un poco parco, un poco reticente. Era el mismo Fiambretta de siempre, un poco más calvo, y con el pelo que le quedaba blanco del todo, pero con el mismo pucho colgando de los labios, con el humo haciéndole cerrar un ojo.
Cuando entramos le di la revista. Como si yo no existiera, la hojeó página por página, por arriba, mientras murmuraba:
- Superconductores... Biochips... Boludos... No aprenden más.
Después me agradeció. A su modo, me agasajó: trajo queso picante y un salame grueso de la cocina, y una botella de vino suelto. Comimos, bebimos, charlamos. Hacia la noche, mientras me limpiaba las muelas con un piolín, empecé a sentirme cansado. No sabía bien si irme o quedarme, Fiambretta no había hablado del asunto. A esa altura tenía los ojos como platos, como en el bar de Callao, pero en la noche silenciosa de Cañada de Gómez, o más bien de los suburbios de Cañada de Gómez, con apenas un par de grillos haciendo barullo afuera, el flaco me daba un poco de miedo.
Entró a la cocina a hacer un poco de café. Cuando volvió, me animé:
- Oíme, Fiambretta - le dije -. ¿De qué hablabas en la carta?
- ¿Qué carta?
- La que le diste a...
- Ya sé, a Rodríguez, a Rodríguez. Sí... - se quedó petrificado, con un ojo cerrado y el otro dirigido al techo - ¡Ah, ya sé! Lo que sólo vos podés entender... je-je, je-je, ya vas a ver, mañana.
Después del café me dijo que tenía un catre ("limpito, nuevo, no lo usó nadie", aclaró delicadamente) y me invitó a dormir en su casa. Acepté: total podía irme el sábado a mediodía y estar de regreso antes de la última vuelta de los cines.
- Mañana te despierto bien temprano - dijo Fiambretta mientras me tendía un par de sábanas y una frazada gruesa -. Es la mejor hora.
Confieso que dormí poco. El catre era estrecho, los dos grillos seguían compitiendo afuera y yo me preguntaba qué me esperaba al amanecer. ¡Cantaron gallos, al amanecer cantaron gallos, como en las películas! Casi lloro, viejo, eso me mató. Y al ratito nomás entró Fiambretta.
Traía unos panes con grasa recién hechos y un mate listo. Desayunamos, mientras el sol despuntaba. Después Fiambretta limpió las migas, guardó el mate en la cocina y me miró, serio:
- Pancho, ahora vamos a ir al laboratorio - me dijo, como si hablara de ir a la iglesia. Hizo una pausa, después movió la mano - Seguime - dijo.
La casa era amplia, chata, llena de cuartos, la mayoría estaban abandonados. Pero hacia el fondo de un largo y ancho corredor se veía una puerta pintada al aceite, destacándose en la luz lechosa que dejaba entrar el techo de vidrio. Fiambretta sacó una llave, empujó, y me hizo espacio para que entrara. No era nada del otro mundo. Más grande que el altillo de la tía, pero con muchos objetos idénticos: el microscopio y el telescopio, los tubos de ensayo, los diales indicadores de tres o cuatro aparatos. Todo estaba limpio y ordenado.
Fiambretta no tocó nada. Se dirigió a un escritorio de madera en el que se veían libretas de notas y varios tipos de marcadores y bolígrafos.
Se sentó, y me indicó una silla.
- Pancho, lo que te voy a decir te va a sonar a locura, pero no me cortes hasta que termine - dijo -. Y después te hago una prueba para demostrarte lo que te digo.
Lo que me dijo Fiambretta era totalmente demencial. Que nosotros, Cañada de Gómez, Buenos Aires, el bar de Callao y hasta las películas, no existían. Que vivíamos engañados, drogados. "Mirá, Pancho", dijo Fiambretta, "no sé si estará en el agua o en el aire, pero todos aquí nacemos con una especie de LSD que se nos asienta en los receptores de serotonina en el momento mismo de nacer, ¿entendés?". Yo no entendía un carajo. Por suerte Fiambretta hablaba tranquilo, sin alterarse, así que prestarle atención no me costaba nada. Me dijo que no se atrevía a afirmar que ocurriera lo mismo en Estados Unidos, o en Java, "eso es asunto de ellos y yo no te puedo afirmar lo que no investigué". Y siguió enumerando todo lo que era falso, inexistente según él: la Bombonera y el Monumental, radichetas y peronistas, Gardel y Monzón. A esa altura yo pensaba: "Este parece Borges", y medio me estaba durmiendo.
Pero Fiambretta hizo un gesto dramático, terminando la enumeración: "¿La central atómica de Atucha? Tampoco existe, viejo". Al parecer, para él eso era definitivo. Dio dos pasos, corrió una cortina, y la luz del sol, ahora bastante fuerte, inundó el laboratorio. Parpadeé. Era como había dicho Rodríguez: un maizal maduro que se extendía hasta el horizonte. Me quedé con la boca abierta: era hermoso, en mi vida había visto tantos choclos juntos. Pero Fiambretta seguía con su rollo. Me di cuenta de que sostenía un frasquito en la mano, y terminaba una frase:
... inhibe la acción del LSD genético, o lo que sea. Ves la realidad como es, y no como te la pintan tus sentidos, Pancho.
En la otra mano tenía un terrón de azúcar. Dejó caer dos gotas sobre él, me lo tendió.
- El efecto dura apenas treinta segundos, hasta ahora no pude lograr más - se avivó de que yo tenía miedo de que me envenenara -. Tomá, tomá, no seas cagón.
Apoyé el terrón sobre la lengua, sentí cómo se disolvía: al mismo tiempo, afuera, se fue disolviendo el maizal. Lo que se perdía hasta el horizonte, un instante después, era un mar de pequeños tallos metálicos, articulados, que cliqueteaban, cliqueteaban como una fábrica de rulemanes. El cielo era bajo, como un techo, y creaba una perspectiva extraña, sofocante. Con el rabillo del ojo capté el marco de la ventana, y era de algo vivo, pardo, que latía. "La puta que lo parió", pensé, aterrado. Hubo algo que no quise hacer: mirarme las manos, o mirar a Fiambretta. Seguí con los ojos fijos en el ex-maizal: por lo menos el cliqueteo me sonaba familiar. Siempre he tenido una conciencia muy nítida del tiempo: "nueve... ocho...". Cuando se terminó de disolver el terrón, en un pase que no podría describir, reapareció el maizal, sentí el sol calentándome la mano, el cielo sin fondo. Solté el aire. Fiambretta se reía:
- Te cagaste, Pancho, ¿eh? je-je, je-je. Viste la realidad, Pancho, qué le vas a hacer.
No tenía ganas de ponerme a discutir con Fiambretta. Le aguanté la charla un rato más. No le planteé que el líquido podría ser el LSD, que a lo mejor lo que vi en los treinta segundos era una alucinación segunda. Tenía ganas de borrarme, cuanto antes. Lo que más me jorobaba era que le creía al flaco. Seguimos charlando hasta el mediodía, Fiambretta siempre con el pucho colgando, sin darle importancia a nada, contándome los otros experimentos en que estaba metido. "El de la alucinación quería que lo vieras vos nomás, porque los demás pueden rayarse fiero, ¿entendés?, y no quería terminar en cana. Pero lo viste, ¿eh?, lo viste je-je." Le dije que sí con un movimiento de cabeza.
Me acompañó hasta la ruta, a parar el ómnibus que me llevaba a Rosario. Ahí podía hacer combinación. Ya cuando lo veíamos a lo lejos, sobre la plateada cinta del camino, como en las películas de Chaplin, le hice a Fiambretta una pregunta que me seguía jodiendo desde la mañana:
- Oime, Fiambretta - le dije -. Suponete que es como vos decís, que lo que vimos es la realidad, que ahí somos distintos, y todo es distinto.
- Sí, te sigo - dijo Fiambretta.
- Ahí, el maizal, el sol, lo que se mueve, ¿sigue siendo Argentina? ¿Ahí seguimos siendo argentinos, Fiambretta?
Fiambretta me miró como sin entender. Apartó el ojo abierto hacia la ruta, calculando la distancia a la que había llegado el ómnibus.
- Yo que sé, Pancho - me dijo, con voz neutra. Y alzó la mano para parar el ómnibus, mientras me daba una palmada en la espalda.
Cuando estuve acomodado en el asiento, viendo desfilar los árboles y los campos, después las casas y el puente de Cañada de Gómez, me dije que ése era el problema de esta época, el desinterés, el desánimo, la falta de emociones, viejo. 

                                                                       

FERROCARRILES ARGENTINOS por Elvio GAndolfo

Estévez es bajo, robusto, compacto. Quien lo ve caminar por las calles del centro sentado en el asiento de un ómnibus le da alrededor de 35 años. Es la edad que tiene. Hace 15, 20 años, quiso ser escritor. Soñaba con poner en marcha historias breves o largas que tomaran impulso lentamente y luego se desarrollaran sin parar, de un modo natural, hasta llegar a un punto final inevitable como el destino.
Estévez nunca escribió nada. Pero nunca se sintió frustrado. Porque a partir de los 18 años empezó a viajar con frecuencia a Buenos Aires, y después de los primeros cinco o seis viajes, eligió siempre el tren. Los viajes de cuatro horas y media, incluidos los diez o quince minutos de espera en la estación de Rosario, que solía pasar esperando hasta el último minuto para subir, salvo que un viento frío barriera los andenes de la estación Norte, reemplazaron sin que él lo supiera la necesidad interior que tuvo durante la adolescencia de narrar, de escribir historias.
porque en cuanto la locomotora comenzaba a arrastrar lentamente los vagones y el techo de la estación Norte terminaba y Estévez veía los autos circular bajo el puente de las vías, y después los baldíos con una lámpara solitaria y apagada durante el día, las casas progresivamente más bajas, los barrios pobres, el campo, el propio viaje en tren reemplazaba con ventaja todo relato posible. O, para expresarlo mejor, era todo relato posible. La marcha lenta al principio y progresivamente más veloz de la locomotora hacía que el mundo formado por los vagones de primera, de segunda y pullman tomara impulso y estuviera lanzado después en una historia que se desarrollaba repetida, naturalmente, hasta detenerse en un punto de  llegada, la gran estación de Retiro en Buenos Aires, tan inevitable como un destino.
A Estévez le gustaba leer policiales. Como en las policiales, parte del viaje -o el relato- era pura fórmula: inevitablemente pasaba el vendedor de gaseosas y sandwiches, impidiendo dormir a todo el mundo con su pregón: inevitablemente, pero sólo en algunas épocas, pasaba también el mozo del coche-comedor que anotaba reservas para la cena o el almuerzo; inevitablemente el tren se detenía en San Nicolás primero y en Miguelete después (así como en la vida o en las historias hay momentos de calma, de reflexión pero que nada tienen que ver con el punto final de arribo); inevitablemente el baño de caballeros del vagón estaba ocupado o roto, o bastante sucio. Pero también como en toda policial, lo que importaba eran los detalles que variaban: el compañero o la compañera de asiento primero, y del coche-comedor después, los ocupantes de los demás vagones, o el clima que se desplegaba como un telón más allá de las ventanillas: nubes, cielo azul, lluvia torrencial o mansa.
Desde que a los 18 años comenzó a viajar bastante en tren cuando debía ir a rendir cuenta de las ventas de prendas de lana a Buenos Aires, después de conseguir la concesión de la zona centro de Rosario, hasta hoy, en que cualquiera que lo vea en un ómnibus o en el andén de la estación Norte o incluso negociando una partida de pulóveres en una boutique del centro le da 35 años, Estévez ha viajado en tren como quien viaja en una historia. Más aun: a partir de los 25, en que los viajes se hicieron definitivamente regulares (dos veces por mes), Estévez abandonó progresivamente el gusto o el vicio de leer policiales, a tal punto una cosa reemplazaba la otra.
Siempre había admirado, por ejemplo, y sobre todo cuando la policial no era un libro sino una película, el sentido del ritmo: exigía que hubiera detrás de los hechos y los personajes un compás firme, regular, casi inadvertido que pudiera, sin romper su estructura básica, acelerarse o disminuir según las situaciones, como aumenta o disminuye -esta vez en la vida- el latido de un corazón según los momentos- Y el tren, a diferencia del ritmo totalmente caótico por momentos y aburrido en otros de un motor de ómnibus, tenía ese ritmo, cuando las pesadas ruedas metálicas pasaban sobre las junturas de los rieles y establecían una percusión que se enlentecía en las curvas o en las paradas, y se aceleraba en los tramos rectos, o llegaba casi a la angustia cuando en épocas de descuido de los muy viejos ferrocarriles Argentinos el maquinista debía tomar con suma lentitud un tramo donde las vías habían quedado debilitadas por una inundación que les había quitado la grava entre los durmientes, o hacía tiempo que cuadrillas de control no pasaban a ajustar los gruesos bulones y ver que todo estuviera en orden.
Para Estévez, en realidad, viajar en tren, más que subirse siempre a un mismo cuento, una misma historia, es subirse cada vez a un capítulo levemente distinto de una novela. Por eso recuerda pocas veces un viaje particular. Más bien han quedado fijos en su memoria momentos que no sabría ubicar con precisión en una época o en un viaje determinado, así como de todas las novelas policiales que ha leído le han quedado apenas fugaces detalles de un personaje o un entorno: la casa del lago donde se cometió un asesinato, un rufián melancólico que tironea nervioso de una cadenita, una mujer bella que de pronto es quebrada por la fatalidad y deja caer un boleto de tren sin que el lector sepa con exactitud qué le ha provocado tanta angustia, al llegar en un sobre anónimo, sin ningún mensaje que lo acompañe.
Hay sin embargo un viaje que estévez recuerda con precisión, tal vez porque entonces los detalles fueron más fuertes que la estructura, que el ritmo de las ruedas contra las junturas, que los rasgos de pura fórmula. Era una época poco común en cierto sentido: había una dictadura. Y decimos "en cierto sentido", porque las dictaduras no son tan infrecuentes como pudiera crerse en el país de Estévez, donde circulan como historias de más o menos vagones sobre su inmenso territorio los trenes de los Ferrocarriles Argentinos.
Aunque esa vez Estévez y sus compañeros de vida en aquel país advertían oscuramente que era una dictadura distinta a las demás: basta con precisar que el tren en el que Estévez regresaba de Buenos Aires llevaba apenas tres vagones, cuando la cantidad promedio había sido hasta poco antes de entre diez y quince. Aquí debemos aclarar algo: Estévez nunca viajó en los vagones pullman. No porque no pudiera costearlo, dado que la empresa le pagaba el viaje, sino porque consideraba que aquellos asientos acolchados, aquel aire acondicionado, aquella pequeña banda de ayudantes que le llevaban a uno el maletín, le limpiaban el asiento o le preguntaban si estaba cómodo, no tenían -para Estévez- absolutamente nada que ver con lo que significaba viajar en tren. "Es algo" pensaba Estévez, esta vez muy consciente, "Tan desabrido y tonto como viajar en un podrido avión."
De modo que Estévez estaba viajando en un tren muy corto -y por lo tanto extravagante, poco común- en medio de una dictadura argentina que la gente palpaba distinta a las demás, en un vagón de primera, que suele tener asientos un poco más cómodos que los de segunda (aunque menos clima comunitario) y menos que los de pullman (aunque son más personalizados).
Los dos hechos que hicieron que Estévez terminara por separar ese viaje de los demás en su memoria son de tipo exactamente opuesto: el primero inexplicable, el segundo, en cambio, mucho más asimilable a una historia. Es más: a Estévez nunca le ha costado contar en rueda de amigos o conocidos el segundo. En cambio nunca narró a nadie el primero, por que fue para él tan impenetrable que advierte oscuramente que es una historia sin principio ni destino, una especie de nudo gordiano secreto, relacionado con lo que hizo memorable a aquella dictadura dentro de la cual -rodeado por la cual- el tren de Ferrocarriles Argentinos en que iba Estévez desarrollaba su marcha sobre los rieles.
De todos modos, fue así: ocurrió que una mujer joven, con un niño en brazos, subió en Retiro equivocada al tren en el que iba Estévez. Ella tenía pasaje para Córdoba, para un tren que estaba estacionado en otra plataforma. La mujer se angustió mucho al principio, y su angustia hizo que casi todo el pasaje del vagón de primera, incluido Estévez, sintiera compasión por ella e insistiera una y otra vez en que todo se resolvería. Después de todo, el pasaje a Córdoba salía más caro -el doble- que el de Rosario, y por lo tanto la mujer tenía pleno derecho económico a viajar en el tren equivocado.
La tensión creció un momento cuando la puerta del vagón se abrió y aparecieron un par de inspectores que -como suele ocurrir con frecuencia notable en los Ferrocarriles Argentinos- eran un inspector flaco y un inspector gordo, y, también como suele ocurrir, el gordo era el que exhibía más poder; en otras palabras, el que pedía y cortaba los boletos. El pasaje entero del vagón se irguió un poco, algunos con los ojos clavados en la mujer con el niño, o en los dos inspectores otros, o pasando de una a los otros la mayoría. Es más: no bien los inspectores entraron, hubo comedidos que comenzaron a explicarles el problema, mientras la mujer se limpiaba con el dorso de la mano las lágrimas que amenazaban con empezar a caer, y el niño -de dos o tres años- permanecía absorto en un trance infantil de serenidad absoluta.
Contrariamente a lo que podía esperarse, el inspector gordo resultó bonachón, comprensivo. Se acercó a la mujer y se informó en detalle de su problema. Allí empieza lo que Estévez no puede explicarse, tal vez porque él mismo formó parte de lo que ocurrió más de lo que hubiera deseado y eso le impide tener la imparcialidad de un observador. A pesar de que el pasaje entero comprendía y compadecía a la mujer, y de que el inspector también la comprendía y compadecía, la decisión final, legal, que el pasaje del vagón no llegó a discutir con la suficiente energía como para impedirla (aunque hubo veladas críticas en los rincones al inspector, y hasta a la pareja de inspectores), la decisión final fue que la mujer debía descender en un punto intermedio del recorrido y de la noche, en un andén vacío y desprovisto de una población que lo rodeara, instalado allí simplemente, en medio de la pampa, para que después la mujer hiciera lo que pudiera: conseguir un auto que la acercara a un punto civilizado, empezar a caminar en medio de la noche sin destino fijo, o sentarse a llorar. En otras palabras, protagonizar una de esas historias que Estévez odiaba, sin principio, sin desarrollo claro, sin final, sin rieles, sin ritmo.
El inspector, después de aclararle a la mujer con su voz comprensiva, bonachona, que no perdería dinero, porque el pasaje podía ser utilizado en otro viaje semejante, se dirigió hacia la locomotora para avisar al maquinista la breve detención. Y unos veinte minutos después, en medio de comentarios ahora sí soliviantados, hasta violentos, contra las reglas tan estúpidas como las que obligaban a una mujer con un niño a quedar sola, a la buena de Dios en medio de la nada, el tren se detuvo brevemente, apenas el tiempo de dejar que la mujer llegara a la escalerilla metálica y descendiera, para después seguir su camino.
Estévez, apoyado en el borde un poco sucio de la ventanilla, vio cas¡ en primer plano a la mujer -que no parecía demasiado asustada- iluminada por los focos del pequeño andén solitario; sin una sola casa alrededor, probalbe apostadero para cargar agua o combustible, sin que hubiera al menos una luz tranquilizadora tras las ventanillas, que indixara la presencia de un encargado, un guardabarreras, alguien en suma. Después la vio alejarse lentamente -siguió su imagen con un moroso movimiento de cabeza, acompañando el del tren- hasta que andén y mujer fueron tragados por la noche como un pequeño escenario con una sola actriz.
La asociación del andén desértico con el teatro, Estévez la recuerda cada vez que recuerda el viaje, porque motivó en realidad la segunda parte, la comprensible, la que no tuvo inconvenientes en narrar más tarde. Frente a él, porque era un asiento doble, iba una mujer delgada, alta, veterana pero aún bella, con un tapado de piel poco frecuente en aquellos años. Cuando Estévez dejó de mirar por la ventanilla, en medio del clima curiosamente solidario que la pequeña tragedia había provocado en el pasaje (aunque de una solidaridad que de nada sirvió para impedirla), dijo una frase tonta: "qué barbaridad", "esa mujer sola en medio de la noche", "podrían haber hecho otra cosa", o algo por el estilo. La mujer, a su vez, se puso a hablar con Estévez de modo lento, sereno pero interesado, como si lo conociera desde hacía años.
le contó que -como él- viajaba con frecuencia en tren a Buenos Aires, aunque desde hacía menos tiempo: apenas dos años. mientras Estévez iba descubriendo en la conversación que la mujer era mucho más inteligente y sensible de lo que él había supuesto a partir de su tapado de piel (por un estúpido prejuicio social ), la mujer le contó que hacía dos años la fábrica de muebles del marido se había fundido, como se habían fundido tantos cientos de fábricas de muebles y de todo tipo de objetos en todo el país por aquellos años, y que ella había tenido "que sacar pecho y encargarse del hogar". Había desenterrado un título de abogada, había conseguido un empleo en los tribunales de Buenos Aires, y desde entonces era la que permitía que la familia siguiera económicamente en pie.
A Estévez le extraño que la mujer no lo dijera con orgullo sino con cierta pena y tanteó delicadamente el motivo. Lo que le preocupaba a la mujer era que el marido se sentía resentido con la situación: después de haber sido el laborioso pater familias que traía cotidianamente el sustento, deambulaba ahora solo y sin propósito en la vida por los cuartos de la casa, cada vez más deprimido, tal vez imaginando inexistentes aventuras de su mujer en Buenos Aires.
Estévez se conmovió por lo que la mujer le contaba, aunque se dio cuenta de que en buena medida estaba descargando parte de la emoción contenida cuando ocurrió lo de la otra mujer, la del niño, la del andén en la noche, y comenzó a hablar con un tono tan lento, personal e íntimo como ella. Mientras lo hacía, no dejó de tomar en cuenta que la mujer se desabrochaba poco a poco el tapado, y que un momento después se lo abría, en una mezcla de reacción objetiva ante el cambio de clima del vagón -de pronto hacía más calor, tal vez porque había empezado a funcionar la calefacción, que tan mal suele funcionar en los Ferrocarriles Argentinos-, pero tambien en parte por el calor mismo del dialogo.
Relajado yo por completo, confidencial, Estévez llegó a decirle a la mujer que muchos años atrás, cuando muchacho, había pensado en ser escritor, en narrar historias que atraparan al lector.
La reacción de la mujer fue inesperada, pero en última instancia comprensible: se irguió bruscamente al oír la confesión, y con ojos brillantes, acuosos, que le quitaban muchos años de encima a su rostro, le dijo que ella por su parte siempre ( y recalcó por segunda vez: "siempre") había querido ser actriz. Pero había vivido desde niña en San Nicolás, que era una ciudad pequeña, sin llegar a tener la oportunidad de seguir después de sus primeros escarceos con el teatro liceal, por que decidió dedicarse al estudio de leyes, y allí estaba, manteniendo a la familia y un tanto deprimida porque el marido circulaba por las habitaciones vacías, con las manos en los bolsillos.
A esa altura, Estévez disfrutaba plenamente de la situación. Sobre todo porque en ingún momento se le ocurrió imaginar que la conversación con la mujer del tapado podía terminar en una relación, apresurada o no, de tipo sentimental o erótico. A eso lo ayudaba, por su parte, el hecho de que fueran los dos rodando sobre las ruedas deun tren, rodeados por el ritmo gratuito y persistente que imprimían las junturas de los rieles a las pesadas ruedas de metal. Pero sobre todo porque esa historia de la mujer del tapado, sin que él lo supiera, iba a recordarla siempre en el futuro como la parte explicable del viaje, no para ocultar sino indisolublemente ligada a la otra, la sumergida, la inexplicable, la de la mujer que se equivocó de tren -quería ir a Córdoba y se subió al de Rosario-, que se quedó perdida e intraducible -como tantas otras cosas de aquella época- en un pequeño, solitario, nocturno andén de los Ferrocarriles Argentinos.
                                      por Elvio Gandolfo

INVENTARIO Por Jacques Prévert



Una piedra
dos casas
tres ruinas
cuatro sepultureros
un jardín
flores

una rata de albañal

una docena de ostras un limón un pan
un rayo de sol
un escenario marino
seis músicos
una puerta con felpudo
un señor condecorado con la legión de honor

otra rata de albañal

un escultor que esculpe Napoleones
la flor que se llama caléndula
dos enamorados en un gran lecho
un recaudador de impuesto una silla tres pavos
un eclesiástico un forúnculo
una avispa
un riñón flotante
una caballeriza para caballos de carrera un hijo indigno dos frailes dominicos tres langostas un traspuntín
dos rameras un tío Cipriano
una Mater Dolorosa tres padres chochos dos cabras del señor Seguin
un tacón Luis XV
una butaca Luis XVI
un aparador Enrique II dos aparadores Enrique III tres aparadores Enrique IV
un cajón suelto
un ovillo de hilo dos horquillas un señor de edad
una Victoria de Samotracia un contador dos ayudantes de contador un hombre de mundo dos cirujanos tres vegetarianos
un caníbal
una expedición colonial un cabalo entero una media pinta de buena sangre una mosca tsé-tsé
una langosta a la americana un jardín a la francesa
dos patatas a la inglesa
un par de impertinentes un lacayo un huérfano un pulmón de acero
un día de gloria
una semana de bondad
un mes de María
un año terrible
un minuto de silencio
un segundo de descuido
y...

cinco o seis ratas de albañal

un niño que llega llorando a la escuela
un niño que sale riendo de la escuela
una hormiga
dos pedernales
diecisiete elefantes un juez de instrucción en vacaciones sentado en una silla plegadiza
un paisaje con mucha hierba verde
una vaca
un toro
dos bellos amores tres grandes armonios un ternero a la Marengo
un sol de Austerlitz
un sifón de agua de Seltz
un vino blanco con limón
un Pulgarcito un gran perdón un calvario de piedra una escala de cuerda
dos hermas latinas tres dimensiones doce apóstoles mil y una noches treinta y
dos posiciones seis partes del mundo cinco puntos cardinales diez años
de buenos y leales servicios siete pecados capitales dos dedos de la mano diez gotas antes de cada comida treinta días de arresto quince de
ellos en el calabozo cinco minutos de entreacto
y...

muchas ratas de albañal


                                        Foto Ilustración: Anja Millen Imagery

EL GATO Y EL PÁJARO por Jacques Prévert



Un pueblo escucha desolado
el canto de un pájaro herido.
Es el único pájaro del pueblo
y es el único gato del pueblo
que lo ha devorado a medias.
Y el pájaro cesa de cantar
el gato cesa de ronronear
y de relamerse el hocico.
Y el pueblo le hace al pájaro
maravillosos funerales.
Y el gato que está invitado
marcha detrás del pequeño ataúd de paja
donde el pájaro muerto está estirado
llevado por una niñita
que no deja de llorar.
Si hubiera sabido que eso te daba tanta pena,
le dice el gato,
me lo hubiera comido del todo
y después te hubiera contado
que lo había visto volarse
volarse hasta el fin del mundo
allá donde es tan lejos
que nunca se vuelve.
Tu hubieras tenido menos pena
Simplemente tristeza y aflicción
Nunca hay que hacer las cosas a medias.
 
                                             Foto Ilustración: Anja Millen Imagery

jueves, 13 de octubre de 2011

La verdad de lo sucedido en Esteban Echeverría

En el día de ayer según medios de información y de la policía, comunicaron el estallido de un par de garrafas en el barrio 9 de abril en el partido bonaerense de Esteban Echeverría.
El estallido habría producido el derrumbe de varias viviendas y algunas personas  muertas, además de  un boliviano y un paraguayo.
Según un vecino de la zona, que sacó una foto, manifestó que vio una bola de fuego caer del firmamento y luego producirse la explosión.
En este trabajo de investigación presentaremos pruebas que contradicen lo expresado por medios de información y los medios oficiales.

Luego de enterarnos de este hecho sucedido en el conurbano bonaerense, decidimos ir a entrevistar a una de las personas en la argentina que maneja información sobre este tema, para proteger la  misma y la identidad de nuestro contacto no develaremos su nombre. Comencemos por hablar de las pistas de Nazca (expreso el hombre X), en ese lugar se encontró al único Maya rubio en una posición que aparentaba conducir algún tipo de objeto volador no identificado hasta el momento, esta información no fue publicada en ningún medio, por lo que no es extrañar que se oculte esta explosión con teorías tontas, como que fue una garrafa o un horno de barro, o bien que pudo haber sido una pava en el fuego sin agua que al recalentarse produjo tal catástrofe.

-periodista. Pero entonces UD cree que las versiones oficiales son mentiras para tapar algo grande.¿como ser extraterrestre?
-hombre X: Por supuesto y no dude que esta metida la CIA y la KGV, no es la primera vez que esto ocurre.
-periodista: Ahora que tiene que ver la pista de Nazca con esto?
-Hombre X: Ya lo explique hace un rato con lo del hombre maya que conducía lo que hoy conocemos como OVNIS.
-Periodista: Pero tenemos entendido que no era un maya sino un hombre que tenía puesta una malla. Malla de baño. Tipo de las que usaba Tarzán, eso podría decirnos que el mítico personaje de Tarzán de los monos era un extraterrestre?
- Hombre X: Puede ser, hay un ato no menor, también oculto pero esta vez por la inteligencia inglesa es la verdadera identidad de la mona chita que no era mona ni chita era un robot al servicio de Tarzán.

-Periodista: Esta aseverando que el maya era Tarzán y la mona chita no era quien conocemos hoy?
-Hombre X: Exactamente, ya descubrimos que el maya era Tarzán, ahora sabemos y tengo las pruebas de que la mona chita era un robot asistente de Tarzán.
-Periodista: Podría explicarlo porque sigo sin entender.
-Hombre X: Tarzán era un agente del Scotland yard y el robot fue fabricado a pedido de ellos por los pilotos rusos, se dio una imagen de simio para no levantar sospechas.
-Periodista: como obtuvo esta información Hombre X?
-Hombre X: En uno de mis viajes a la Antártida observe que los niños viajaban a sus vidas pasadas a través del Reiki y ellos me comentaron esto y me enseñaron a viajar, también podes decir que flipper era un submarino espía de los marines, para descubrir los secretos de Mundo marino.

-PERIODISTA: Entonces podemos decir que Tarzán era un gorilon, disfrazado de superhéroe para explotar a los negros…
-Hombre X: y no solo eso, Tarzán acaparó para la corona británica la exportación de bananas pero también tenía la misión secreta de observar el cielo africano para detectar los viajes interestelares de objetos no identificados.
De hecho observó el pasaje de varios de ellos que fueron comunicados con el famoso Tam Tam de los tambores aborígenes a la ciudad del cabo Rosty, en Arizona quién con su inseparable amigo rin tin tin que al igual que chita no era mona este no era perro sino un robot hallado en el desierto junto a un OVNI caído.
Lo cual nos deja a las claras que ni Tarzán era lo que nos vendieron ni rin tin tin tampoco y eso sin tocar al llanero solitario y su amigo toro. Ninguno de los dos eran seres humanos sino gente provenientes del mundo exterior que venían a poner justicia en la tierra.

-Periodista. Sus declaraciones son polémicas, pero como llegamos a entender lo sucedido el día de ayer?
-Hombre X: Atando cabos llegue a la conclusión que todo esto nos viene afectando desde el momento en que Elvis se mudo a la Argentina y hoy tiene un parri-pollo llamado Rock de la cárcel en la zona de Morón, el ingreso de este hombre a nuestro país a través de un submarino fabricado por los alemanes y presentado en la sinprode, el submarino hizo base en Mar del Plata, desde ahí Elvis Hoy lleva el nombre de Elvio Pedro Levis que también tiene acciones en la conocida marca de indumentaria informal, tomo el tren y se asentó en Morón.
Esto hizo que se abran los chakras de nuestra nación y esta energía atraiga a la vida del mas allá.
-Periodista: Esta confirmando que el hecho del día de ayer fue consecuencia del parri-pollo del señor Elvio Pedro Levis de morón?
-Hombre X: Así es también debemos tener en cuenta que esta manifestación en nuestro país es cubierta por la CIA, ya que dicen que el área 51 no existe, investigando encontré que las bases militares del país de America del norte son 101 como los dálmatas de Disney pero en su cuenta van del numero 1 hasta el 50 y luego continua con la base 52, van dejando pistas que luego de un profundo trabajo de investigación encontramos cosas que nos llaman la atención.

-Periodista: ¿por ejemplo cuales?
-Hombre X: Las famosas cavas de la provincia de buenos Aires, en realidad no son lo que nos dicen ser sino que son lo que no nos dicen ser. ¿No se si me explico?
-Periodista:¿????????
-Hombre X. De donde proviene la palabra cavas viene de cavar y quienes las cavaron……NADIE, nadie de esta tierra. Son producto de o resultado de implosiones realizadas por los arquitectos de Nazca y Rivadavia en tiempos inmemoriales para borrar todo vestigio de su presencia en la tierra.
-Periodista: Pero las fuentes oficiales ¿lo saben?
-HombreX: Por supuesto que lo saben pero lo ocultan pues la información es la que maneja al mundo y esa información la tienen solo ellos…bueno y yo.
-Periodista: Hablando de historia o de personajes históricos, se decía que el famoso Fidel Pintos, en sus monólogos indescifrables ocultaba mensajes interestelares y otra pregunta el Chan Chan de Juan Darienzo tiene algo que ver con las implosiones..?

-Hombre X: Puedo confirmar que estoy trabajando en los mensajes de Fidel Pintos para descifrarlo pero existen algunas oraciones que me llaman la atención, pero no vienen al caso, es cierto que el Chan Chan de Juan Darienzo, que en realidad se llama John Davis y vive en California trabajando como  exterminador de plagas…. Si, están directamente relacionados, si nos fijamos en los videos el dedo índice dirigía hacia el lugar donde debía realizarse la implosión, y debían esperar hasta ese preciso momento que los planetas se alinean, ahora también podemos descubrir que la película El día de la independencia es un documental de lo sucedido.
-Periodista. Esta aseverando que esta película es cierta?
-Hombre X: Si he analizado junto a Chiche Genblung y el Dalai lama estas imágenes y descubrimos que es una serie de fotografías montadas una tras otra formando la continuidad del movimiento, y fuero extraídas de la casa de Fabio Zerpa cuando el Gordo casero fue a tomar el te, lo único que podemos decir es que en esa película existe un solo error.
-Periodista: cual error?
-Hombre X: que el piloto es de color y bien sabemos que estas personas no cuentan con la sabiduría para controlar una maquinaria de ese tipo a no ser que se trate de un extraterrestre. Pero no , luego del análisis de las imágenes descubrimos que el protagonista real de ese hecho era el mismo Juan Darienzo o sea John Davis.

-Periodista. ¿Puedo hacerle un par de preguntas personales sin delatar su identidad?
-Hombre X: como no. Adelante.
-Periodista: Ud. De que vive?
.- Hombre X: esta bien la pregunta pues lo mío e un hobby. Para poder sobrevivir trabajo en una empresa distribuidora de energía eléctrica.
.-Periodista: hace mucho que trabaja allí
-Hombre X: si hace muchos años, pase por muchos sectores de trabajo y ya me estoy por jubilar.
-Periodista. La otra pregunta es la siguiente: Porque les tiembla las manos?
A mi las manos no me tiemblan…laten como la bombonera.
Yo cuando era joven trabajaba en un boliche en Quilmes city y una noche fue a tocar Juan Darienzo y de el saque ese temblor característico que acompaña su chan chan y que yo utilizo cuando escribo en la comp..

-Periodista: bueno culminando nuestra entrevista. Que conclusiones podemos sacar de lo sucedido el día de ayer?
-Hombre X: Luego de investigar, solo puedo decir que aparentemente la bola de fuego no existió y la explosión fue consecuencia de una garrafa mal instalada.

                                                    Autor: DAVID PETERSON

ADA .-. Por GERTRUDE STEIN



Barnes Colhard no dijo que no lo haría pero no lo hizo. Lo hizo y después no lo hizo, ni siquiera lo pensó nunca. Sólo pensó en algún momento que podría llegar a hacer algo.

Su padre el Sr. Abram Colhard hablaba de esto con todas las personas y muchas de estas personas hablaban de esto con Abram Colhard y él siempre las escuchaba.

Después Barnes se enamoró de una chica muy agradable y ella no quería casarse con él. Él lloró entonces, su padre el Sr. Abram Colhard le consoló y se fueron de viaje y Bames prometió que haría lo que su padre quería que estuviera haciendo. No hizo aquella cosa, creyó que haría otra cosa, no hizo la otra cosa, su padre el Sr. Colhard no quería que hiciera la otra cosa. En realidad, no hizo nada entonces. Cuando fue mucho mayor se casó con una chica muy rica. Él había pensado que quizá no la pediría que se casara con él pero su hermana le escribió diciendo que aquello sería una buena cosa. Se casó con la chica rica y ella creía que él era el hombre más maravilloso y alguien que lo sabía todo. Barnes nunca se gastó más de lo que era la fortuna que él y su esposa tenían entonces, que es como decir que ellos no se gastaron más de lo que tenían y esto fue una sorpresa para muchos que conocían su historia y lo de casarse con una chica con una fortuna tan inmensa. Él tuvo una vida feliz mientras estuvo viviendo y una vez muerto su esposa e hijos lo recordaron.

Él tenía una hermana que también tuvo bastante éxito siendo un ser viviente. Su hermana fue alguien que llegó a ser más feliz de lo que la mayoría de la gente llega a ser viviendo. Llegó a ser una persona totalmente feliz. Doblaba en edad a su hermano. Había sido una muy buena hija para con su madre. Ella y su madre se habían contado siempre historias muy bonitas la una a la otra. A muchos ancianos les encantaba oírla contar estas historias a su madre. A todas las personas que conocieron alguna vez a su madre les caía bien su madre. Muchas sintieron más tarde que no a todo el mundo le cayera bien la hija. A muchas sí les caía bien la hija pero no a todas las personas igual que a todas las personas les había caído bien la madre. La hija era encantadora en el interior de su ser, no todas las personas lo veían por el exterior de su ser, pero indudablemente algunas personas sí lo veían. Ella a veces sí pensó que a su madre la agradaría una historia que no le agradaría a su madre, cuando más tarde su madre estuvo más enferma la hija sabía que algunas historias que ella podía contar no le agradarían a su madre. Su madre murió y en realidad en general en conjunto la madre y la hija habían compartido una con la otra historias que las habían hecho muy felices.

La hija entonces llevó la casa de su padre y cuidó a su hermano. Había muchos familiares viviendo con ellos. A la hija no le gustaba que vivieran con ellos y a ella no le gustaba que murieran con ellos. A la hija, la habían llamado Ada como a su abuela quien tenía una forma deliciosa de oler las flores y de comer dátiles y azúcar, no le gustaba nada en ese momento igual que no le gustaba tanto lo de morir y no le gustaba la vida que estaba llevando entonces. De vez en cuando algún viejo caballero le contaba historias deliciosas. En general entonces nadie en su vida le contaba bonitas historias. Ella le dijo a su padre el Sr. Abram Colhard que a ella no le gustaba nada ser un ser viviente entonces. Él nunca dijo nada. Ella tuvo miedo entonces, ella era una persona que necesitaba historias encantadoras y que se las contaran felizmente y no tener esa cosa de estar siempre temblando. Entonces todas las personas que podían vivir con ellos estaban muertas y quedaron entonces el padre y el hijo un hombre joven entonces y la hija que llegaba a ser ésa entonces. Su abuelo les había dejado algún dinero a cada uno de ellos. Ada dijo que ella iba a usarlo para marcharse de ellos. El padre no dijo nada entonces, entonces dijo algo y ella no dijo nada entonces, entonces los dos no dijeron nada y entonces fue cuando ella se marchó de ellos. El padre se puso muy tierno entonces, ella era su hija entonces. Él la escribía cartas tiernas entonces, ella le escribía cartas tiernas entonces, ella nunca volvió a vivir con él. Él quería que ella volviera y ella le escribía cartas tiernas entonces. A él le gustaban las cartas tiernas que ella le escribía. Él quería que ella viviera con él. Ella le contestaba escribiéndole cartas tiernas y contándole historias realmente bonitas en ellas. Él no escribió y después él volvió a escribir y hubo un poco de espera y después él escribió cartas tiernas otra vez y otra vez.

Ella llegó a ser más feliz que cualquier otra persona que estuviera viviendo entonces. Es fácil creer esto. Ella le estaba contando a una persona, que estaba amando cada historia que era encantadora. Una persona que estaba viviendo estaba casi siempre escuchando. Una persona que estaba amando estaba casi siempre escuchando. Esa persona que estaba amando estaba casi siempre escuchando. Esa persona que estaba amando estaba contando lo de ser una persona que entonces estaba escuchando. Esa persona estando amando estaba entonces contando historias que tenían un principio y una mitad y un final. Esa persona era entonces alguien que estaba siempre totalmente escuchando. Ada era entonces alguien y todo su estar viviendo entonces alguien que totalmente contaba historias que eran encantadoras, totalmente escuchando historias que tenían un principio, una mitad y un final. Temblar era vivir enteramente, vivir era amar enteramente, una persona era entonces la otra persona. Indudablemente esta persona estaba amando a esta Ada entonces. E indudablemente Ada durante todo su estar viviendo entonces fue más feliz viviendo que cualquier otra persona que pudiera, estuviera, esté, o pueda estar jamás viviendo.

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO (FRAGMENTO) Marcel Proust



Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: «Ya me duermo» . Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido, los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aun más quizá para mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía, y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos, por donde un viandante marcha de prisa hacía la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su , recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno.
            Apoyaba blandamente mis mejillas en las hermosas mejillas de la almohada, tan llenas y tan frescas, que son como las mejillas mismas de nuestra niñez. Encendía una cerilla para mirar el reloj.
            Pronto serían las doce. Este es el momento en que el enfermo que tuvo que salir de viaje y acostarse en una fonda desconocida, se despierta, sobrecogido por un dolor, y siente alegría al ver una rayita de luz por debajo de la puerta. ¡Qué gozo! Es de día ya. Dentro de un momento los criados se levantarán, podrá llamar, vendrán a darle alivio. Y la esperanza de ser confortado le da valor para sufrir. Sí, ya le parece que oye pasos, pasos que se acercan, que después se van alejando. La rayita de luz que asomaba por debajo de la puerta ya no existe. Es medianoche: acaban de apagar el gas, se marchó el último criado, y habrá que estarse la noche enteró sufriendo sin remedio.
            Me volvía a dormir, y a veces ya no me despertaba más que por breves instantes, lo suficiente para oír los chasquidos orgánicos de la madera de los muebles, para abrir los ojos y mirar al calidoscopio de la oscuridad, para saborear, gracias a un momentáneo resplandor de conciencia, el sueño en que estaban sumidos los muebles, la alcoba, el todo aquel del que yo no era más que una ínfima parte, el todo a cuya insensibilidad volvía yo muy pronto a sumarme. Otras veces, al dormirme, había retrocedido sin esfuerzo a una época para siempre acabada de mi vida primitiva, me había encontrado nuevamente con uno de mis miedos de niño, como aquel de que mi tío me tirara de los bucles, y que se disipó .fecha que para mí señala una nueva era. el día que me los cortaron. Este acontecimiento había yo olvidado durante el sueño, y volvía a mi recuerdo tan pronto como acertaba a despertarme para escapar de las manos de mi tío: pero, por vía de precaución, me envolvía la cabeza con la almohada antes de tornar al mundo de los sueños.
            Otras veces, así como Eva nació de una costilla de Adán, una mujer nacía mientras yo estaba durmiendo, de una mala postura de mi cadera. Y siendo criatura hija del placer que y estaba a punto de disfrutar, se me figuraba que era ella la que me lo ofrecía. Mi cuerpo sentía en el de ella su propio calor, iba a buscarlo, y yo me despertaba. Todo el resto de los mortales se me aparecía como cosa muy borrosa junto a esta mujer, de la que me separara hacía un instante: conservaba aún mi mejilla el calor de su beso y me sentía dolorido por el peso de su cuerpo. Si, como sucedía algunas veces, se me representaba con el semblante de una mujer que yo había conocido en la vida real, yo iba a entregarme con todo mi ser a este único fin: encontrarla; lo mismo que esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado. Poco a poco el recuerdo se disipaba; ya estaba olvidada la criatura de mi sueño.
            Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno, como un aro, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Al despertarse, los consulta instintivamente, y, en un segundo, lee el lugar de la tierra en que se halla, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar; pero estas ordenaciones pueden confundirse y quebrarse. Si después de un insomnio, en la madrugada, lo sorprende el sueño mientras lee en una postura distinta de la que suele tomar para dormir, le bastará con alzar el brazo para parar el Sol; para hacerlo retroceder: y en el primer momento de su despertar no sabrá qué hora es, se imaginará que acaba de acostarse. Si se adormila en una postura aún menos usual y recogida, por ejemplo, sentado en un sillón después de comer, entonces un trastorno profundo se introducirá en los mundos desorbitados, la butaca mágica le hará recorrer a toda velocidad los caminos del tiempo y del espacio, y en el momento de abrir los párpados se figurará que se echó a dormir unos meses antes y en una tierra distinta. Pero a mí, aunque me durmiera en mi cama de costumbre, me bastaba con un sueño profundo que aflojara la tensión de mi espíritu para que éste dejara escaparse el plano del lugar en donde yo me había dormido, y al despertarme a medianoche, como no sabía en dónde me encontraba, en el primer momento tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez, primitiva, tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y hallábame en mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo .y todavía no era el recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en donde podría estar. descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada, porque yo solo nunca hubiera podido salir; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y la imagen borrosamente entrevista de las lámparas de petróleo, de las camisas con cuello vuelto, iban recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi personalidad.
            Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean, acaso es una cualidad que nosotros les imponemos, con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestra pensamiento frente a ellas.