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domingo, 1 de junio de 2014

EL HOMBRE DE MI VIDA - Por SILVIA CRISTINA TRAVI -



Muchas veces, recordando, no entendía por qué me había apartado de aquel camino, ni estaba segura de que las consecuencias de lo que había hecho fueran responsabilidad de mi melliza, Helena. Yo no dejaba, sin embargo, de cargarle la culpa a sus espaldas. Hablo del verano del cincuenta, en una pequeña localidad de Corrientes, esos sitios donde las personas conviven con la naturaleza.
                 Teníamos dieciocho años y en aquellos lugares no abundaban paseos para jóvenes; sólo el bosque, el río, el puente y alguna quinta de los alrededores.
                 Yo estaba de novia con un vecino, Mauro. Ese día habíamos ido al monte los tres, mi hermana, él y yo. El follaje sesgaba los haces de luz, la savia recorría la turgencia de las hojas, las plantas enrojecían sus terminaciones. El bosque en celo daba un orgiástico concierto.                                            

                Corríamos por el sendero, alborotados, como emulando un cortejo.

                De las dos yo era la más timorata; ella seducía con sutileza, sonreía y miraba con aparente inocencia. Helena y Mauro se llevaban de maravilla y, a mí, en cierto modo, eso me alegraba. 
                Yo sentía a mi hermana en cada uno de mis poros. Casi fundidas una con la otra, las vivencias parecían ser  de una sola; yo era más intelectual, pero  tenía pánico al contacto sexual. Por eso  demoraba  el matrimonio, con la excusa de la virginidad. Ella, en cambio, creaba un tacto espeso, sin dilemas. Soterrada,  erotizaba todo el  ambiente. No era secreto, ellos se gustaban. De todos modos, ambas creíamos que lo que ocurriera en la piel de una lo viviría la otra, pero nos vigilábamos,  nos amábamos con odio y no nos dábamos tregua.
               Paseábamos y salí, como por un impulso, del sendero. Me adelanté para embriagarme del perfume violáceo de un jazmín. Hice unos diez metros y estaba perdida, desorientada, en la fronda. Tropecé, caí, me levanté y ya buscaba  entre las ramas algún claro. Entonces los vi.
               El fragor del canto salvaje se  desataba  en su celo; el filo de los leños lastimaba mi piel. Sólo quería salir de allí. Caí de nuevo y me golpeé la frente. Sentada al pie de algún árbol, palpé la herida. Era leve y tibia como un bálsamo rojizo; unté con el fluido mis ojeras. Recorrí mi cuerpo  muy de a poco, deslizando  las yemas de los dedos  alrededor de los pechos y sobre el pubis;  imaginaba la ofrenda musical de los jadeos,  el olor del hombre como venido de la tierra.  Estaba saqueando el placer  de mi hermana ; al mismo tiempo, tocarme, para mí, era humillante. Me estaba quedando sola,  mientras el resto de los hombres y mujeres se amaban.
              Lloré, lloré hasta que, exhausta, me quedé dormida. Soñé que era un caballo. Galopaba atravesando un trópico fecundo, de lianas y guacamayos;  luego,  una selva fría y neblinosa; por último, los restos de arbustos incendiados, donde las distancias se vaciaban. Yo estaba dentro de un útero de basalto, como si, tan áspera en el deleite, hubiera sido concebida en aquella aridez. Tenía los ojos libres y veía un árbol caído; lo asfixiaba una raíz parásita; aun así, rebrotaba  de la madera un hijuelo en busca del sol. Seca y provisoria, emergí de la roca. Mi escudo, la castidad, seguía intacto.   
              Cuando desperté, había transcurrido mi historia, no sabía yo si  en un segundo o en una eternidad.  
              Todavía lloraba cuando encontré el camino.  Volví a la casa y ya era una mujer vieja. No quiero recordar más, de nada sirve.           

            Ahora, pasado el tiempo, veo las cosas de otro modo. Admito que me alejé para dejarlos solos. Puedo decir que Mauro es mío porque lo conservo en mi fantasía, donde manejo las cosas a mi antojo. No necesito el ímpetu urgente del varón, la penetración, el goce posesivo;  preferí que ella lo soportara.  Conozco los fantasmas de mi propio amor. Por no haberlo tenido él será siempre el hombre de mi vida.

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