ANOTACIONES DE HARRY HALLER
Sólo
para locos
El
día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había
malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de
vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había
tenido dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad;
había tomado unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran
engañar; me había dado un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable;
había recibido tres veces el correo y hojeado las cartas, todas sin
importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia respiratoria, dejando hoy
por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de paseo una hora y
había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de preciosos
cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el
estar tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un
día encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino
simplemente uno de estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde
hace mucho tiempo los corrientes y normales; días mesuradamente agradables,
absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de
cierta edad; días sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin
verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los cuales puede meditarse
tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la cuestión de si no
habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los Estudios
y sufrir un accidente al afeitarse.
El
que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los
del maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y
convirtiendo, por arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una
satisfacción en un tormento, o aquellos días de la agonía del espíritu,
aquellos días terribles del vacío interior y de la desesperanza, en los cuales,
en medio de la tierra destruida y esquilmada por las sociedades anónimas, nos
salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la humanidad y la llamada
cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata, concentrado
todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el que
haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos
días normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará
junto a la amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el
periódico de la mañana, que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha
erigido en ninguna parte ninguna nueva dictadura, ni se ha descubierto en
política ni en el mundo de los negocios ningún chanchullo de importancia
especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de su lira enmohecida
para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y casi
placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y
mediocre, como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia
pesadez de este aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de
agradecer, se parecen los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado
dios de la mediocridad y el hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo
amortiguado.
Es
algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos
días llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor
ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora
bien, conmigo se da el caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad
precisamente esta semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta
intolerablemente odiosa y repugnante, y tengo que refugiarme desesperado en
otras temperaturas, a ser posible por la senda de los placeres y también por
necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado una temporada sin
placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los
llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan
doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría
a la cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir
dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable
temperatura de estufa. Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de
sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada,
superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo
alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí mismo,
de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos
generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el
soñado billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo
a varios representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más
odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta
autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués,
esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y
corriente.
En
tal disposición de ánimo terminaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y
llevadero. No lo terminaba de la manera normal y conveniente para un hombre
algo enfermo, entregándome a la cama preparada y provista de una botella de
agua caliente a modo de imán; sino que insatisfecho y asqueado por mi poquito
de trabajo y descorazonado, me calcé los zapatos, me embutí en el abrigo,
dirigiéndome a la calle rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la
hostería del Casco de Acero lo que los hombres que beben llaman «un vaso de
vino«, según un convencionalismo antiguo.
Así
bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la
tierra extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una
decentísima casa de alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo
mi celda. No sé cómo es esto, pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo
solitario del mundo de la pequeña burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas
burguesas. Esto debe ser un viejo sentimentalismo por mi parte. No vivo en
palacios ni en casas de proletarios, sino siempre exclusivamente en estos nidos
de la pequeña burguesía, decentísimos, aburridísimos e impecablemente cuidados,
donde huele a un poco de trementina y a un poco de jabón y donde uno se asusta,
si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puerta de la casa o si se entra con
los zapatos sucios. Me gusta sin duda esta atmósfera desde los años de mi
infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva, sin
esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos.
Así
es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria,
ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar
y burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden,
limpieza, decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene
siempre algo emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi
cuarto, donde todo esto termina, donde entre los montones de libros me
encuentro las colillas de los cigarros y las botellas de vino, donde todo es
desorden, abandono e incuria, y donde todo, libros, manuscritos, ideas, está
sellado e impregnado por la miseria del solitario, por la problemática de la
naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un nuevo sentido a la vida
del hombre que ha perdido el que tenía.
Y
entonces pasé junto a la araucaria. En efecto, en el primer piso de esta casa
desemboca la escalera en el pequeño vestíbulo de una vivienda, que sin duda es
aún más impecable, más limpia y más lustrosa que las demás, pues este modesto
vestíbulo reluce por un cuidado sobrehumano, es un brillante y pequeño templo
del orden. Sobre el suelo de parqué, que uno no se atreve a pisar, hay dos
elegantes taburetes, y sobre cada taburete una gran maceta; en una crece una
azalea, en la otra una araucaria bastante magnífica, un árbol infantil sano y
recto, de la mayor perfección, y hasta la última hoja acicular de la última
rama reluce con la más fresca nitidez. A veces, cuando me creo inobservado, uso
este lugar como templo, me siento en un escalón sobre la araucaria, descanso un
poco, junto las manos y miro con devoción hacia abajo a este jardín del orden,
cuyo aspecto emotivo y ridícula soledad me conmueven el alma de un modo
extraño. Detrás de este vestíbulo, por decirlo así, en la sombra sagrada de la
araucaria, barrunto una vivienda llena de caoba reluciente, una vida llena de
decencia y de salud, de levantarse temprano y cumplimiento del deber, fiestas
familiares alegres con moderación, visitas a la iglesia los domingos y
acostarse a primera hora.
Con
fingida alegría me puse a trotar sobre el asfalto de las calles, húmedo por la
niebla. Las luces de los faroles, lacrimosas y empeñadas, miraban a través de
la blanda opacidad y absorbían del suelo mojado los difusos reflejos. Mis años
olvidados de la juventud se me representaron; cuánto me gustaban entonces
aquellas noches turbias y sombrías de fines de otoño y del invierno; cuán ávido
y embriagado aspiraba entonces el ambiente de soledad y melancolía, correteando
hasta media noche por la naturaleza hostil y sin hojas, embutido en el gabán y
bajo lluvia y tormenta, solo ya en aquella época también, pero lleno de
profunda complacencia y de versos, que después en mi alcoba escribía a la luz
de la vela y sentado sobre el borde de la cama. Ahora ya esto había pasado,
este cáliz había sido apurado, y ya no me lo volverían a llenar. ¿Habría que
lamentarlo? No. No había que lamentar nada de lo pasado. Era de lamentar lo de
ahora, lo de hoy, todas estas horas y días que yo iba perdiendo, que yo en mi
soledad iba sufriendo, que ya no traían ni dones agradables ni conmociones
profundas. Pero, gracias a Dios, no dejaba también de haber excepciones: a
veces, aunque raras, había también horas que traían hondas sacudidas y dones
divinos, horas demoledoras, que a mí, extraviado, volvían a transportarme junto
al palpitante corazón del mundo. Triste y, sin embargo, estimulado en lo más
íntimo, procuré acordarme del último suceso de esta clase. Había sido en un
concierto. Tocaban una antigua música magnífica. Entonces, entre dos compases
de un pasaje pianístico tocado por oboes, se me había vuelto a abrir de repente
la puerta del más allá, había cruzado los cielos y vi a Dios en su tarea, sufrí
dolores bienaventurados, y ya no había de oponer resistencia a nada en el
mundo, ni de temer en el mundo a nada ya, había de afirmarlo todo y de entregar
a todo mi corazón.
No
duró mucho tiempo, acaso un cuarto de hora; volvió en sueños aquella noche, y
desde entonces, a través de los días de tristeza, surgía radiante alguna que
otra vez de un modo furtivo; lo veía a veces cruzar claramente por mi vida
durante algunos minutos, como una huella de oro, divina, envuelta casi siempre
profundamente en cieno y en polvo, brillar luego otra vez con chispas de oro,
pareciendo que no había de perderse ya nunca, y, sin embargo, perdida pronto de
nuevo en los profundos abismos. Una vez sucedió por la noche que, estando
despierto en la cama, empecé de pronto a recitar versos, versos demasiado
bellos, demasiado singulares para que yo hubiera podido pensar en escribirlos,
versos que a la mañana siguiente ya no recordaba y que, sin embargo, estaban
guardados en mí como la nuez sana y hermosa dentro de una cáscara rugosa y
vieja. Otra vez tomó la visión con la lectura de un poeta, con la meditación
sobre un pensamiento de Descartes o de Pascal; aún en otra ocasión volvió a
surgir, estando un día con mi amada, y a conducirme más adentro en el cielo.
¡Ah, es difícil encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que
llevamos, en medio de este siglo tan contestadizo, tan burgués, tan falto de
espiritualidad, a la vista de estas arquitecturas, de estos negocios, de esta
política, de estos hombres! ¿Cómo no había yo de ser un lobo estepario y un
pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno
de cuyos placeres me llama la atención? No puedo aguantar mucho tiempo ni en un
teatro ni en un cine, apenas puedo leer un periódico, rara vez un libro
moderno; no puedo comprender qué clase de placer y de alegría buscan los
hombres en los hoteles y en los ferrocarriles totalmente llenos, en los cafés
repletos de gente oyendo una música fastidiosa y pesada; en los bares y varietés
de las elegantes ciudades lujosas, en las exposiciones universales, en las
carreras, en las conferencias para los necesitados de ilustración, en los
grandes lugares de deportes; no puedo entender ni compartir todos estos
placeres, que a mí me serían desde luego asequibles y por los que tantos
millares de personas se afanan y se agitan. Y lo que, por el contrario, me
sucede a mí en las raras horas de placer, lo que para mí es delicia, suceso,
elevación y éxtasis, eso no lo conoce, ni lo ama, ni lo busca el mundo más que
si acaso en las novelas; en la vida, lo considera una locura. Y en efecto, si
el mundo tiene razón, si esta música de los cafés, estas diversiones en masa,
estos hombres americanos contentos con tan poco tienen razón, entonces soy yo el
que no la tiene, entonces es verdad que estoy loco, entonces soy efectivamente
el lobo estepario que tantas veces me he llamado, la bestia descarriada en un
mundo que le es extraño e incomprensible, que ya no encuentra ni su hogar, ni
su ambiente, ni su alimento.
Cuánta nostalgia de mis tiempos de colegio,con este libro,uno de tantos que me sumía en profundas reflexiones a esa corta edad,donde el espíritu se revoluciona y se cuestiona un sinfín de cosas.
ResponderEliminarGracias por publicar.
Maravillosa forma de ver el interior introspectivo de Hesse.
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