Pero una palabra tuya bastará para sanarme”
La voz de Gabriel tenía ganas de hacerse noche cuando por fin habló. Recuerdo mi cara entre las manos, como si la juntura de escombros fuera a desparramarse así porque sí, como si desperdigar la nostalgia fuera maravilloso. Dame duro, dije, estoy triste; soy una especie de florcita mal cortada.
Y la voz de Gabriel era un poema
insoportable. Y la voz de Gabriel
resplandecía.
Era el pacto con el diablo, había que
comérsela a tirones, absorber las palabras rojas, azules. Una belleza a punto
de estallar en veinte mil pedacitos de infierno para después bajar a lo amado.
La voz de Gabriel era Gabriel. Tenía
en su mesita de luz el libro de Marguerite Duras que nunca le regalé y que leía
cuando todo el dolor del mundo no era suficiente y había que morirse más. Dame
duro, dije, estoy triste. Te lo digo así, poné tus lunares en una cajita y mandalos
a mi casa, también tu cuello y tu boca.
Gracias.
Dame duro, abrime las madres que no
soy y entrá, con tu voz, desde tu faringe, tu garganta, tu entraña.
Y la voz de Gabriel, que era Gabriel,
me abrió la madre, el grito profundo desde ninguna parte hacia todos los
lugares señalados del cuerpo, ancló su barquito de papel en el pecho, y lamió
para justificar la herida.
Yo me quedaba siempre del lado de la
inmortalidad, diciendo las cosas que se dicen, andando en los espejos para
vernos, desmadrada madre que me cuida de mí,
madre de la yo que busca escucharlo,
y es tan difícil protegerme de
hacerme el amor cuando es noche o día y la cama es un festejo, o un amasijo de
pájaros,
y qué felicidad morirse así.
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