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martes, 10 de abril de 2012
OTRO VERANO - UN CUENTO DE AMALIA JAMILIS
A veces nos sucede en medio de un solo de guitarra de Grapelly, aunque también me acuerdo de una vez que pusieron "Cotton tail", con Ermelín, y debió tratarse sin duda de una asociación de ideas, porque en el "Cheyenne" nunca hubo nada de Ermelín, pero igual Bayón y yo nos miramos un rato en silencio, y era que yo me acordaba del snipe, de la mujer que vigilaba la máquina tragamonedas, de la casita de San Clemente, y antes que nada, de la línea horizontal de la playa, que Belén, enfundada en su malla verde, tan ceñida, no interrumpe como antes, no puede ahora interrumpir .
Yo me acuerdo Bayón, de tu casa de San Clemente, con aquel olor persistente a laurel, que tal vez venia de la ligustrina, y que combinado con las ráfagas saladas, inundaba las habitaciones. Me acuerdo del snipe -medio arruinado- que por aquel entonces tenías y que después tu viejo, que para eso es el dueño de la Herboquimica del Sud y puede -te lo cambió por un lightning, con el cual hicimos regatas y también, algo después, para olvidamos un poco- un viaje al Uruguay con Funes y Mazzini.
Me acuerdo sobre todo de tu prima Belén, que vino a Pinamar, ya bastante quemada queriendo que le enseñásemos el manejo del snipe, insistiendo en que debíamos mostrarle el sitio donde tomábamos sol: un foso detrás de unos pinos, junto a un sendero de despojos, que olía fuertemente a resina.
Fuimos nosotros quienes le enseñamos a armar sus primeros cigarrillos y a amar las grandes formaciones de nubes y las masas de eucaliptus que se funden con el cielo.
Fuiste vos Bayón, el que un día empezó a mirarla como a un juguete, como algo más que un juguete. Yo, al principio, también me creía que era un juguete, con esa mata de pelo rojo, como licor derramándose sobre sus hombros. Con su cara redonda e infantil, con un vago sabor a malicia ya juegos de chicos. Después el asunto se puso serio.
Navegábamos los tres en el snipe, manejando por turno, sintiendo a nuestras espaldas las luchas fraguadas, cortadas por risas, por bruscos silencios, viendo de soslayo el humo de tus eternos cigarrillos negros, Bayón, la malla verde cubriendo un cuerpo apenas ondulado.
Por las noches nos íbamos a vagabundear por ahí, sintiendo una ligera nostalgia por el snipe, amarrado junto al muelle, viendo emerger en las esquinas la sombra azul de prusia de un pino. Entonces nos metíamos en el primer café con máquina tragamonedas, preferíamos ostensiblemente el "Cheyenne". Había allí discos de la primera época de Coltrane, de Grapelly, de Chet Beker. La patrona; una mujer de ojos eternamente hipnotizados, seguía con pasión de entendida los ritmos, y nosotros la mirábamos con un ligero pudor .
Era como un juego, pero a esa altura ya sabíamos que no era un juego, y la quisimos a Belén. La quise sin habilidad, con torpeza de muchacho que tiene miedo. Vos también Bayón, extendido con nosotros en el foso, junto a los pinos, mientras el sol nos tostaba vuelta y vuelta, la quisiste, soñando con un estanque con hojas de ceibo y achiras, y ella y vos juntos. Sé que la quisiste y que soñabas con eso, sé que yo soñaba.
El foso era profundo, Un foso amarillo y profundo, de arenas doradas, que relucían con un extraño color ocre, cerca del mediodía. Entonces Belén se adormecía, cansada de navegar y de jugar con el perro del bañero.
Era preciso despertarla y sacudirla fuertemente y ver otra vez sus ojos selváticos, olvidados de la vida.
Decidimos que se lo dirías, que le hablarías de ese sentimiento doloroso de quererla. Para que ella, sin pensarlo, contestara luego lo único que no debió contestar, aquello que finalmente nos impulsaría a la acción.
Fue un día nublado, con corvinas que parecían talladas debajo del agua. Los pescadores nos saludaban desde lejos, desde las lanchas con grandes gritos, agitando las gorras.
Mucho después supe -me lo dijiste abruptamente Bayón, sabiendo que esos instantes algún día habrían de dolerme muy hondo- que ella se te rió en la cara. Que le hablaste de tu amor que era el mío y que se rió con largas carcajadas. Que dijo que no, que muchas gracias; que para eso todavía había mucho tiempo, muchos años. y esa risa se te clavaba, se me clavó como un gran alfiler rojo. Entonces fue que nos decidimos. Porque no tuvimos durante ese largo verano otra cosa que el doble dolor de amarla, y sabíamos que de alguna manera misteriosa ese sentimiento iba a marcarnos para toda la vida.
Aquella mañana fuimos como otras mañanas a ver subir las aguavivas, esos húmedos cuerpos sin forma. -Mejor vayamos a tomar sol -insistía Belén-. Vos, Bayón, me acuerdo, me miraste.
-Todavía no -le contesté-. Vale la pena mirar las aguavivas. Parecen cuarzo.
-Es por el sol -dijiste vos.
-Eso, sol -dijo Belén-. Quiero tostarme, tomar sol. Entonces fuimos al foso. A lo lejos se oían voces. Las de los pescadores que regresaban a la playa. La del bañero llamando al perro. Vos, fríamente, encendiste un cigarrillo. Belén estiró las piernas, esas piernas largas que nos hacían pensar en una bailarina o en una gimnasta. Yo miré hacia la playa, soñando con su quietud amodorrada, con nuestra espera.
Nos observamos, Bayón, y sé que pensaste como yo que éramos cobardes, que estábamos desesperados, que estábamos locos. Que después, para el otoño, cuando volviésemos a Buenos Aires, no podríamos recordar esa franja de playa sin un escalofrío. Igual agarramos las palas, que la noche anterior habíamos ocultado bajo los despojos del camino. Igual arrojamos sobre el cuerpo quieto, estirado perezosamente, los primeros grandes puñados de arena, y vimos como se agitaba primero, quería luego erguirse y caía abatido después. Cómo la arena seguía cubriendo la malla, las largas piernas, el pelo color caoba, hasta tapar el foso por completo.
No te miré Rayón. No pude mirarte. Estaba cansado y tenía los ojos cerrados; un silencio implacable empezaba a crecer dentro de mí.
El mismo silencio que, a veces, en medio de un solo de guitarra de Grapelly o de Reinhardt, nos reúne de nuevo con la línea horizontal de la playa, con el cuerpo adolescente, enfundado en una malla verde, unas largas piernas, un pelo rojo, como licor derramado sobre sus hombros. Otro verano.
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Hermosas metáforas para un cuento negro.
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