Una vez
intenté escribir un relato en el que mi padre y yo nos reuníamos en el cielo.
De hecho, una primera versión de este libro empezaba así. Yo tenía la esperanza
de llegar a ser en el relato un buen amigo suyo. Pero el relato se complicaba
perversamente, como suele pasar con los relatos cuando tratan de individuos
reales a quienes hemos conocido. Al parecer, en el cielo la gente podía tener
la edad que quisiera, siempre que hubiera vivido tal edad en la tierra. Así,
por ejemplo, John D. Rockefeller, el fundador de la Standard Oil, podía tener
cualquier edad hasta los noventa años. King Tut, cualquiera hasta los
veintinueve, y así sucesivamente. Me desilusionó, como autor del relato, el que
mi padre decidiese tener sólo nueve años en el cielo.
Yo, por
mi parte, había decidido tener cuarenta y cuatro: respetable, pero también muy
atractivo aún. Mi desilusión con mi padre se convirtió en vergüenza y rabia.
Era igual que un lémur, como lo son los niños a los nueve años, todo ojos y
manos. Tenía una reserva inagotable de lápices y cuadernos y andaba siempre
siguiéndome los pasos, dibujándolo todo e insistiendo en que admirase los
dibujos que acababa de hacer. Los recién conocidos me preguntaban a veces quién
era aquel chiquillo tan raro, y yo tenía que decir la verdad porque en el cielo
no se podía mentir: «Es mi padre.»
Los
abusones disfrutaban haciéndole sufrir, porque no era como los otros niños. No
se entretenía con las conversaciones de los niños ni con los juegos de los
niños. Así que le perseguían y le agarraban y le quitaban los pantalones y los
calzoncillos y los tiraban por la boca del infierno. La boca del infierno era
como una especie de pozo de los deseos sin cubo ni polea. Podías asomarte y oír
los alaridos desmayados de Hitler y Nerón y Salomé y Judas y gente así, allá, a
lo lejos, abajo, muy abajo. Yo me imaginaba a Hitler, que sufría ya el máximo
calvario, encontrándose periódicamente la cabeza cubierta con los calzoncillos
de mi padre.
Y
siempre que le robaban sus prendas, mi padre acudía corriendo a mí, rojo de
rabia. Y yo a lo mejor estaba con alguien a quien acababa de conocer y a quien
estaba impresionando con mi urbanidad... y aparecía mi padre, dando alaridos y
con el pajarito ondeando al viento.
Me
quejé a mi madre del asunto, pero me dijo que no sabía nada de él ni sobre él,
pues sólo tenía dieciséis años. Así que no me quedaba más remedio que
aguantarle, y lo único que podía hacer era gritarle de vez en cuando: «¡Por el
amor de Dios, papá, por qué demonios no quieres crecer!»
En fin,
el relato insistía tanto en ser desagradable, que dejé de escribirlo.
...
Entre
los cansinos huelguistas, tan amargados y marginados como los demás, al
parecer, había espías y agentes provocadores contratados y muy bien pagados, en
secreto, por la Agencia de Detectives Pinkerton. Esa agencia aún existe y
prospera, y es ahora una subsidiaria propiedad absoluta de la RAMJAC
Corporation.
Daniel
McCone tenía dos hijos, Alexander Hamilton McCone, que contaba por entonces
veintidós años, y John, de veinticinco. Alexander se había graduado
honrosamente en Harvard el mayo anterior. Era dulce, tímido, tartamudo. John,
el hijo mayor y el aparente heredero de la empresa, había abandonado sus
estudios en el Instituto de Tecnología de Massachusetts en el primer curso, y
había pasado a ser desde entonces el ayudante de más confianza de su padre.
Todos
los trabajadores, huelguistas y no huelguistas, odiaban al padre y a su hijo
John, pero reconocían que éstos sabían más en cuanto a moldear hierro y acero
que ninguna otra persona del mundo. En cuanto al joven Alexander: les parecía
afeminado y estúpido y demasiado cobarde hasta para acercarse a los hornos y
las fraguas y los martillos, donde se hacía el trabajo más peligroso. Los
obreros a veces le decían adiós con el pañuelo, para proclamar su futilidad
como hombre.
Cuando
Walter F. Starbuck, en cuya mente está esta leyenda, preguntó años más tarde a
Alexander por qué se le había ocurrido ir a trabajar a un lugar tan inhóspito
después de Harvard, teniendo además en cuenta que su
padre no había insistido en ello, tartamudeó una respuesta que, una vez
descifrada, decía así: «Yo creía entonces que un rico debía tener alguna idea
del sitio del que salía su riqueza. Fue un detalle muy juvenil por mi parte.
Las grandes riquezas deben aceptarse sin ponerse en entredicho o rechazarse de
plano.»
En
cuanto a los tartamudeos de Alexander antes de la Matanza de Cuyahoga eran poco
más que notas de adorno que expresaban su excesiva modestia. Nunca se quedaba
mudo más de tres segundos, con todos sus pensamientos aprisionados dentro.
Y, en
cualquier caso, no habría podido hablar mucho en presencia de un padre y un
hermano tan dinámicos. Aun así, su silencio era para ocultar un secreto que
cada día le daba más satisfacciones: empezaba a entender el negocio tan bien
como ellos; antes de que ellos anunciasen una decisión, él casi siempre sabía
cuál sería y cuál debería ser... y por qué. Nadie más lo sabía aún, pero, qué
demonios, él también era industrial e ingeniero.
***
Cuando
llegó la huelga de octubre, se le ocurrieron muchas posibles soluciones, aunque
no hubiese pasado por una huelga nunca. Harvard quedaba a un millón de
kilómetros de distancia. Nada de lo que allí había aprendido pondría en marcha
la fábrica de nuevo. Pero lo haría la Agencia de Detectives Pinkerton, y lo
haría la policía... y quizás la Guardia Nacional. Antes de que su padre y su
hermano lo dijeran, Alexander sabía que había muchos hombres en otras partes
del país lo bastante desesperados como para aceptar un trabajo casi a cualquier
precio. Cuando su padre y su hermano lo dijeron, Alexander aprendió algo más
sobre los negocios: había empresas, que se fingían con frecuencia sindicatos,
cuyo único negocio era reclutar a tales hombres.
A
finales de noviembre, las chimeneas de la fábrica eructaban humo de nuevo. A
los huelguistas ya no les quedaba dinero para el alquiler ni para la comida y
el combustible. Todo gran empresario de trescientas millas a la redonda había
recibido sus nombres, así que sabía lo alborotadores que habían sido. Su
dirigente nominal, Colin Jarvis, estaba en la cárcel, esperando juicio por una
acusación de asesinato amañada.
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