Sí, dije sin pensarlo demasiado. La situación no daba para andar desaprovechando oportunidades. Además no me habían dado la posibilidad de elegir. Me atajaron en la puerta y sin mediar con mi opinión, me engrilletaron al tobillo.
Desde ese día me sucede algo curioso y a la vez
aterrador. Cada mañana, cuando me defino entre el sueño y la realidad, me
pregunto qué día es. Es inmediato, instantáneo. En cuanto siento que comienzo a
alcanzar la superficie de la vigilia, me viene la pregunta con la velocidad de
un rayo.
“¿Qué día es hoy?”
Al abrir los ojos la pregunta ya tiene una respuesta,
que por lo general me frustra y decepciona. Nunca es ese día que estoy
esperando. Siempre es un día más. Digo más y no menos, porque cada uno de ellos
se va acumulando como los granos de un reloj de arena desde aquel día en que
dije sí.
No era tan tremendo al comienzo. Dentro del marco histórico
en que se desarrollaba mi vida, la propuesta no iba a tardar mucho en llegar.
Pero quizás ese fue el problema principal. No fue una propuesta. Fue algo
determinante. Para antes de que yo llegara, alguien había dado el sí por mi. La
afirmación, hoy creo que de forma involuntaria, fue un mero hecho burocrático.
Negarme hubiese significado el destierro.
Continué, de cierto modo con mi vida, pero regalando
la mitad de ella. ¿Por cuánto? Por no saber decir que no y por no seguir los
sueños de la juventud.
Y ese día, que de alguna forma estoy siempre esperando,
nunca llega. Es otro el día en que me levanto de la cama y como un autómata
comienzo a realizar las tareas asignadas. Un día tras otro. Todos iguales. Son
otros días que no pertenecen a mi vida verdadera. Soy lo que me hacen hacer,
por un tiempo determinado hasta que ya no les soy útil y deciden otorgarme el
permiso de volver a acostarme y dormir. Hasta la mañana siguiente.
Me pregunto por el día en que estoy viviendo, para
poder tener algún rasgo distintivo entre uno y otro. Nombrarlos me ayuda a
diferenciarlos. Saber que yo soy, existo, y no pertenezco a la imaginación
dañina de alguien más. Muchas veces me siento así. Estoy purgando una condena
por algún mal que otro cometió en un tiempo y espacio diferente. No quiero, me
niego a creer que esta es mi realidad.
Posiblemente esa respuesta, tan inconsciente dentro del
estado en que se confecciona, sea el motivo por el cual no decido terminar con
todo. Mientras haya respuesta, tengo la esperanza que ese día que espero
llegue.
Lo peor es que fue todo por nada. Asesiné, con aquel
sí, a un futuro que si bien nada prometía, por lo menos tenía el beneficio de
la incertidumbre. Ahora son todas certezas. Tristes certezas. Está todo
escrito, cronometrado como un plan sistemático, que concluye con un presagiado
final. Me consuela saber, a diferencia de las personas que me rodean, que sólo
estoy viviendo un fugas pestañeo de luz entre dos oscuridades infinitas.
Lo que más lamento, es que todo fue por un puñado de
monedas. Tres monedas falsas que auguraban un prospero porvenir. Hoy las
monedas son más y siguen aumentando, pero el porvenir nunca llega. Ese día,
nunca llega. No hay dinero que pueda comprar la libertad que añoro. Tampoco
existe la cantidad suficiente para alcanzar la felicidad perdida. Que en su
momento no era felicidad, pero que el tiempo y este yugo, se han encargado en
transformarla en tal. Tres monedas, todo por tres monedas y un sí. Y las
oportunidades comenzaron a caerse como las fichas de un dominó. Pasaban los
días, los años y las fichas caídas eran cada vez más. Más cosas en el ropero,
más cosas debajo de la cama. Con el tiempo los sueños se cubrieron con el polvo
de lo cotidiano. Y en cada mañana comenzó a aparecer el:
“¿Qué día es hoy?”
Eso se pregunta una voz en mi interior antes de
despertar. Se trata de aquel que pudo escapar del sí que me hicieron dar, que
me hicieron decir. Quien formula la pregunta me ve desde algún lado, desde otra
realidad. Me ve como un otro que ya no soy yo. Ve en lo que me convertí y sabe
la pregunta que me hago todos los días. Trato de eliminarlo, de silenciarlo con
una respuesta que se repite semana a semana. Pero él conoce el futuro, al igual
que yo lo intuyo, y mis contestaciones ni siquiera lo perturban. Mientras
tanto:
“¿Qué día es hoy?” Como cada mañana, antes de abrir
los ojos, desde hace tantos años.
Podría haber terminado esto hace mucho tiempo, cuando
comenzó a ser una carga insoportable. Pero no lo hice, esperando que el destino
se tuerza radicalmente y que aquel sí de hace años, se transforme en algo
anecdótico. Puedo confirmarlo: el destino no se tuerce. Ni por sí sólo, ni por
nuestro esfuerzo por hacerlo. No se manejan variables infinitas dentro de las
oportunidades lógicas de cada vida. Sólo son dos, y de eso depende saber decir
sí, o saber decir no. Hoy que puedo dar un cierre de una vez y para siempre,
definitivamente, el vaso con cicuta está vacío. Alguien fue más astuto, rápido
y decidió dejar de preguntarse ¿Qué día es hoy?
Pero qué culpa tenía yo de no haber estado en el
momento justo en el lugar indicado? Vinieron, propusieron, decidieron y dije
que sí y la pregunta se comenzó a formular cada mañana. Como un grito de
auxilio. Como una espera perpetua.
Así fue como resigné todo, por voluntad ajena y sin
peros. Por una secuencia que se repite desde que dije sí, desde que pronuncio
en mi interior el día en el que vivo.
Maldigo esta costumbre, maldigo a quien grita “¿Qué
día es?”, maldigo el momento en que dije sí. Hoy no aguanto, no resisto más, no
soporto la continuidad de los días, su parecido mimético, su simetría
inconfundible. Esa pregunta todas las mañanas, sin sentido, sin modificar nada.
Mi respuesta incondicional, mi sí perpetuo que me desgasta con cada minuto que
pasa. Que me hace esperar que llegue ese día. Ese día, en que olvide qué día es,
o que no tenga importancia saberlo. Ese día sin nombre en donde pueda
retroceder hasta ese momento en donde todo comenzó, donde la pesadilla se hizo
carne, para así recuperar el pasado muerto de sueños ahogados y silenciar
definitivamente a la pregunta diaria de “¿Qué día es hoy?”
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