Un licor es un vino en pedo. Una cerveza, sí, puede ser
también. Se toma un caldo de uva o cereal y se lo emborracha con alcoholes
recios y se lo empacha de azúcar y se lo deja dormir la mona durante meses o
años y se lo despierta como a cualquier borrachín, a los sacudones y se lo
hierve y se lo suda y se lo hiela para sacarle la curda y la modorra.
Para que se alce con toda la furia del que no quiere
volver a la luz, con toda la luz que pueden reflejar unos ojos encandilados,
con la fuerza inusitada de los héroes y los locos, esa leche de fuego capaz de
sentar de culo a un oso de un solo sorbo.
Los grandes bebedores, peinados y con calzoncillos
limpios el día después, comparten con los valés de las casas mortuorias y los
figurines de cine negro el semblante de cera, los gestos rayados a punta y tajo
y una solemnidad casi fiera, muda y seca como disparo en el estómago. Ningún
hombre es más bello que después de dejar atrás los pellejos requemados y las
barbas y los hambres y las sedes de un naufragio.
La mentira es el licor del vino de la verdad. Pienso.
Ninguna de las bellas artes exige tanto esfuerzo y tiempo y talento y tortura.
Es que a la verdad le encanta andar en bolas y a los gritos, chispeada,
mamadita hasta ahí y que mi plata no vale y esas bravuconadas de pito corto, de
gritón de la vereda de enfrente. Mentira y verdad y química y por qué se
preguntarán. Será que me pidieron que escriba algo para poner acá y me dio
fiaca revolver entre lo ya dicho y para qué si soy de tranco corto y al final siempre
escribo sobre lo que me pasa cuando me pasa y ya.
No le creo a Bukowski. Nunca le creí. Leí la máquina de
follar -sí, traducido al gallego- a los doce y se me hacían esos paréntesis que
se nos hacen a los piamonteses, eso que otros llaman comisuras, esas comillas
de no te creo ni jota viejo turro pero qué bien que mentís y la gran puta. No
le creo a Hemingway, ni a Faulkner, Fante, Dante o a Shakespeare como no le
creo al Walsh ni a la Walsh
o al que se esconde detrás de un Quirón para mentirme un horóscopo que siempre
acierta y menos a mí que ni talento ni tortura ni tiempo ni esfuerzo pero me la
agarro con Chinaski y el poeta atrás del personaje porque ayer me dijo la
verdad.
La escena es un contrapunto entre el director del
documental que nunca debí ver y él, ambos dan su versión de un hecho que no
aporta a la causa, uno marca la melodía, el otro la percusión, apenas se
identifica el motivo, los finales se abren como dos aviones en un show de
acrobacia dejando tras de sí humos de distintos colores para volver a
enfrentarse y cruzarse en un punto hasta casi rozarse y estallar en mil pedazos
hacia el final de la anécdota en un cierre común, una coda a dos truenos en
donde el contador y el testigo recitan a coro la verdad más mentirosa del gran
personaje: yo soy el que escribe y en mi propia mierda soy el héroe.
Pero un embutido no es lo mismo que un entripado y el
párrafo anterior es solo la picada. Podría haber elegido el instante en que se
quiebra al final de la lectura de “The shower”, otro momento de verdad
indecente, impúdica, que piadosamente habría suprimido en caso de ser el
productor o habría puesto en juego puños, sueldo y muelas para excluirla en
caso de ser el montajista. Ese poema significa mucho para mí. El párrafo que le
arranca lágrimas de caña Piragüa, de ponche Capitán de Castilla o licor fino
Mariposa, las gotas más berretas del mundo, ese final es tan mío y de mis
propios lloros que me dieron ganas de resucitarlo y boxearlo por haberlo
ensuciado con ese llanto tan verdadero.
Se lo habría gritado al oído sordo de sopapos, se lo
habría escupido al rostro abollado con esquirlas de esa baba seca y con gusto a
clavos que te deja una pelea, hayas dejado los dientes en el suelo o no. Linda,
tú me has traído esto / cuando te lo lleves / hazlo lenta y suavemente / hazlo
como si estuviera muriéndome en sueños / en lugar de en vida / Amén. No
tenés derecho, te lo niego, a piñas a patadas y a mordiscones te lo niego.
Firmado: yo.
Una “torta de taza” se castellaniza como pirotín o
bocadito o bien magdalena -que le cabría por puta a la muy puta- pero yo elijo
“tortita” porque así las nombra mi Ofelia. Cupcake -en adelante “tortita”-
llamaba él a una que lo llevó y lo trajo del hocico, una del montón, una más de
todas las que como él mismo sabía y decía, como conjuro impotente, eran capaces
de aguantar el aliento a cenicero, a queso seco, a moho rancio de bolas viejas
para estar a la luz y al calor de las mejores mentiras del barrio, esas leches
y esos fuegos capaces de dejarlas sentadas en un charco de amor. Palabras como
lengüitas, como pequeñas pijas inmortales, a salvo de pastillas azules y tardes
grises y noches negras y finales rosados.
Son casi ocho segundos y confíen en mí: desperdicié
veinte años de mi vida matando y muriendo en guiones de quince a treinta.
Escucha el teléfono, lo confunde con el timbre, se levanta del sillón y el pedo
se le pasa antes de enderezar las rodillas e ir hacia la entrada. “¿Es Tortita?,
¿será Tortita?”. El entrevistador niega. La borrachera le vuelve como si nunca
lo hubiese abandonado. Como si fuese un amor y una bruma que no se queman con
el primer rayo de sol. Incombustible. Eterna. Bebe otro trago como si el
alcohol fuera el único líquido en el universo capaz de apagar ese y todos los
fuegos. “No, no es… a veces se pierde una semana y ya…”. Los vasos sobre las
mesas ratonas siempre suenan como una claqueta. Imagino la mirada del director
al cámara: un disparo limpio, una presa. Se imprime.
El patrón de este bar me invitó a poner algo sobre el
estaño, y aunque brindo a la salud de su inconsciencia, me veo en la obligación
de aclararle y por su intermedio a los presentes que hizo mal. Muy mal. No se
puede esperar de mí más que un algo a lo perdiz, ráfagas de palabras que corren
más de lo que vuelan y ovillan siempre los mismos ovillos con distintas hebras.
Por si no lo saben una perdiz huele a almohada tibia y
mojada de niño con fiebre cuando se la arrancás al perro y se te muere en la
mano y los restos de pólvora te pican en boca y nariz como granos de sal y el
campo es blanco de hielo y el aire huele a vidrio quebrado y a alambre mojado y
el culo se te acalambra de las ganas de mear y soltás el chorro y la escarcha
chisporrotea como la grasa que cae de las parrillas y la espuma sube por la
paja. Eso. Paja. Me dio paja hurgar entre otros delirios que hablan de
esperanzas y de esperas, de ilusiones de las ópticas y de las verdaderas, de
mentiras perfectas que no abundan.
Hace veinte y tantas horas que la imagen de un viejo
chupandín en camisa que jamás conoció la plancha con el gesto agriado por una
que no viene y si llega no está o ya se ha ido antes de restarle el cuerpo al
sofá o dejar un vacío en el hueco de la puerta. Digo que hace casi un día que
no. La sensación de haberme ensuciado con una verdad que podría haber esquivado
como a un sorete en la vereda. Eso.
A los ocho soñaba con reescribir Moby Dick y entre lo que
queda de ese sueño y lo que queda de mí cada tanto se da un diálogo de bordas
como el que Bradbury nos mintió entre los capitanes del Pequod y el Rachel. Que
Dios me perdone, Gardiner. Que Dios lo olvide, Ahab.
Sólo pude escribir sobre Henry Charles Junior, a las
piñas contra Charles Bukowski y Hank y Henry Chinaski por el cinturón doble de
la leyenda y la dignidad, a contrapelo de su heroísmo, de su estatua esculpida
en su propia mierda, doblado por un coñito del montón, la golosina más dulce
del universo.
Miento si digo que escribí solamente sobre él o ellos,
mis hermosos farsantes, tanto como si dijera que estoy mintiéndome aquí,
aprovechándome de la amabilidad de los dueños de casa en un dislate sobre la
organoléptica de los licores y los vinos que tanto bien y tanto daño nos hacen
a los que somos capaces de dejar los zapatos por un último vaso o los ojos por
un último renglón. La mentira es un vino en pedo. Me quedo pensando en eso
mientras ustedes disfrutan la resaca.
Gastón Ribba (1972, Villa María, Córdoba)
Ex creativo publicitario. Ex profesor de comunicación,
estrategia y propaganda. Ex periodista y productor de contenidos. Ex guionista.
Ex asesor de políticos y empresas. Está aprendiendo a escribir.
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