En medio de un enjambre de muchachas, desnuda Madame Edwarda sacaba la lengua.
Ella era, para mi gusto, encantadora. La elegí: ella se sentó cerca de mí.
Apenas tuve tiempo de responder al mozo: tomé a Edwarda que se abandonó:
nuestras bocas se juntaron en un beso enfermo.
La sala estaba abarrotada de hombres y de mujeres y tal fue el desierto donde el juego se prolongó. Un
instante su mano se deslizó, y yo me quebré de pronto como un vidrio, y temblé
en mis pantalones; sentí a Madame Edwarda, de quien mis manos contenían las
nalgas, ella misma al mismo tiempo desgarrada; y en sus ojos más grandes, dados
vueltas, el terror, en su garganta un largo estrangulamiento. Me acordé que
había deseado ser infame o, más bien, que hubiera sido necesario, de toda
fuerza, que eso ocurriera. Adivinaba risas a través del tumulto de las voces,
las luces, el humo. Pero nada contaba ya. Apreté a Edwarda en mis brazos, ella
me sonrió: enseguida, transido, volví a sentir en mí un nuevo choque, una suerte
de silencio cayó sobre mí de lo alto y me heló. Era elevado en un vuelo de
Ángeles, que no tenían cuerpos ni cabezas, hechos de deslizamientos de alas,
pero era simple: me volví desgraciado y me sentí abandonado como se lo está en
presencia de Dios. Era peor y más loco que la embriaguez. Y ante todo sentí una
tristeza ante la idea de que esta grandeza, que caía sobre mí, me robaba los
placeres que yo contaba con Edwarda. Me encontré absurdo: Edwarda y yo habíamos
cambiado dos palabras. Experimenté un instante de gran malestar. No hubiera
podido decir nada de mi estado: ¡en el tumulto y las luces, la noche caía sobre
mí! Quise atropellar la mesa, tirarlo todo: la mesa estaba empotrada, fijada en
el suelo. Un hombre no pudo soportar nada más cómico. Todo había desaparecido,
la sala y Madame Edwarda. Sólo la noche...
... Escuché otra voz, proveniente de una fuerte y bella mujer, honorablemente
vestida:
- Hijos míos, pronunció la voz hombruna, hay que subir.
La segundona tomó mi dinero, me levanté y seguí a Madame Edwarda cuya desnudez
tranquila atravesó la sala. Pero el simple pasaje de en medio de las mesas
abarrotadas de muchachas y clientes, ese rito grosero de la “dama que sube”,
seguida por el hombre que le hará el amor, no fue en ese momento para mi más que
una alucinante solemnidad: los talones de Madame Edwarda sobre el suelo
embaldosado, el contoneo de ese largo cuerpo obsceno, el acre olor de mujer que
goza, humeando para mí, de ese cuerpo blanco... madame Edwarda iba delante de
mí... en nubes. La indiferencia tumultuosa de la sala a su felicidad, a la
gravedad mesurada de sus pasos, era consagración real y fiesta florida: la
muerte misma era de la fiesta, en eso de que la desnudez del burdel llama al
cuchillo del carnicero.
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