jueves, 26 de abril de 2012

DIAMELA ELTIT -Extracto de Los Vigilantes-

Amanece mientras te escribo. Tu desconfianza aumenta aún más las fronteras que se extienden entre nosotros. Se ha dejado caer un frío considerable. Un frío que se vuelve cada vez más tangible en este amanecer y no cuento con nada que me entibie. Ah, pero no es posible que lo entiendas porque tú, que no te encuentras expuesto a esta miserable temperatura, jamás podrías comprender esta penetrante sensación que me invade. Deberás responderme con urgencia. Como lo temía, tu hijo fue expulsado hoy de la escuela. Recuerda que te pedí de manera insistente, y, en ocasiones, desesperada, que hicieras los arreglos necesarios para intentar impedir esa resolución. Ahora es demasiado tarde. El cielo empieza a ponerse infinitamente azul, un azul que presagia la llegada conmovedora de un sol macilento que ya sé, sólo vendrá a iluminar aún más el frío que nos circunda.
..... Tu hijo aún duerme. Duerme como si nada hubiera sucedido, pues cuenta con la certeza de que tú seguirás con distancia nuestro hostil derrotero. Pero, esta vez, deberás entender este dilema que también te pertenece, porque si no lo haces, nuestra aflicción te tocará y la tranquilidad que rodea tu vida quedará inutilizada para siempre.
..... Me parece que el cielo hoy será arrogante y extenso. Mientras que tu hijo soporta el frío con una extrema liviandad, yo sufro como si hubiera sido atacada por una peste malsana. Nunca he logrado una apariencia para resistirlo y en estos instantes llego a pensar que, tal vez, mi piel fue perversamente diseñada para los inviernos.
..... Las últimas heladas me han devastado con rigor, llevándome hacia un malestar que vulnera las leyes de cualquier enfermedad. Tu hijo, en cambio, aunque trémulo, conserva la constancia de la alegría en sus juegos solitarios, cruzados por sus sorprendentes carcajadas. Se ríe abiertamente durante aquellas horas en las que me resguardo buscando un sueño que me alivie del frío. Te solicité que se lo dijeras, te advertí en cuánto me perturbaban sus juegos. No lo hiciste. En unos momentos me hundiré entre las gastadas cobijas de mi lecho y te aseguro que tu hijo se despertará únicamente para privarme del descanso que requiero.
..... Eso es todo. Piensa que permanezco a la espera del gesto que corrija el conjunto de mis inquietudes. Ah, piensa también en el frío que penetra por cada uno de los intersticios de la casa.
..... Pero, ¿cómo te atreviste a escribirme unas palabras semejantes? No comprendo si me amenazas o te burlas. ¿En qué instante tu mano propició unas acusaciones tan injustas? Estás equivocado, la expulsión de tu hijo fue completamente acertada y me parece cruel que insinúes que fui yo la que lo indujo a buscar una salida de la escuela. Fue una acción de tu hijo del todo personal y yo, si me hubiera visto enfrentada al conflicto de los administradores de la escuela, habría tomado idéntica medida. Ah, qué agravios tuyos debo recibir. Ahora, además del frío, me hieren tus injurias ante las que no demuestras la menor contemplación. Te insisto; la expulsión representó un tibio castigo frente a una falta que me parece imperdonable. Pero, ¿cómo puedes acusarme de desear que tu hijo abandone su educación? En estos momentos, temo que ni siquiera conozcas a tu propio hijo y te niegues a entender que su actuación estuvo provista de una gran dosis de maldad. Lo que hizo sobrepasó todos los límites y yo me vi enfrentada a un conocimiento que me ha dejado demasiado avergonzada.
..... Afuera está plagándose de una extrema turbulencia. Estoy cierta de que el cielo, en esta noche, muestra una dispersión poco frecuente. Es como si las distintas oscuridades se protegieran al interior de la siguiente y, a la vez, intentaran separarse. Se trata de una noche abrumadora e indecisa. No quiero volver a recibir de ti ninguna expresión inoportuna o que pretendas dudar de una decisión que es ineludible. Jamás te solicité que ejercieras un pronunciamiento ante la expulsión, ni menos que calificaras mis conductas. En realidad, ahora comprendo que tu carta fue escrita por el solo placer de provocar mis iras. Pero a mí lo único que me moviliza es la necesidad de una respuesta a la enorme disyuntiva con la que ahora convivimos. Temo a la llegada de la luz del día. Tu hijo se despierta con la luz y me persigue con sus juegos y sus inminentes carcajadas. Esos ruidos inhóspitos atraviesan las puertas tras las que me protejo para prevenirme de sus enfermizos sonidos.
..... Tú no sabes cómo, temblando de frío, descompuesta por el sueño, me cubro con las manos los oídos hasta provocarme daño. Ah, no entiendes lo que significa habitar con sus desconcertantes carcajadas . Ahora exijo que retires tus palabras y sólo te limites a darme una respuesta. Comprendo que mi tono te resulte imperativo, pero de esa dimensión es el conflicto al que me enfrento.
..... En el curso de esta noche pareciera que el cielo propiciara una catástrofe. Nunca había presenciado una apertura similar. Es inútil que intentes una estratagema, no quieras convencerme de que la palidez de tu hijo se está volviendo progresivamente malsana. El mal que anuncia está sólo contenido en tus perniciosos juicios. Limítate a escribir, con la sensatez que espero, una solución para esta tragedia que me resulta interminable.


..... Durante toda la noche mi corazón me ha hostilizado sin cesar. A lo largo de estas horas, me he sentido diminuida, atacada por un cansancio verdaderamente perturbador. Prisionera de distintas angustias, aún en la más leve, hube de ansiar una pronta muerte. Pero no podía adivinar que me esperaban más castigos, los que se manifestaron en algunos fugaces sueños de mutilaciones. En mis breves sueños, un cuerpo destrozado descansaba entre mis manos. Ah, imagínate, yo era la causante de esa muerte y, sin embargo, no sabía cual destino correspondía dar a los restos. No sé cómo sobrevivo a ese sueño en donde me vi, maravillada, sosteniendo a unos despojos mutilados de los cuales yo era responsable. Mi corazón me ha humillado toda la noche. El corazón late, late, late, pero el mío fue, en esta noche, irregular. Latió con una desarmonía espantosa. Mi corazón se ha comportado de una manera hiriente que no estoy en condiciones de responder a las preguntas que me haces.
..... Sé que esta mala noche se la debo a mi vecina. Mi vecina me vigila y vigila a tu hijo. Ha dejado de lado a su propia familia y ahora se dedica únicamente a espiar todos mis movimientos. Es una mujer absurda cuyo rencor la ha sobrepasado para quedar librada a la fuerza de su envidia. Mi vecina sólo parece animarse cuando me ve caminar por las calles en busca de alimentos. Me enfrento entonces a sus ojos que me siguen descaradamente desde su ventana, con un matiz de malicia en el que puedo adivinar los peores pensamientos. Sale después hacia afuera y hasta sería posible asegurar que algunas veces me ha seguido. Tú sabes que poseo un fino sentido cuando me siento acechada. Podría testificar que ella ha ido tras mis pasos en mi único recorrido a través de la ciudad. Ahora sé que mi vecina, a pesar del frío, va de casa en casa y estoy cierta de que soy el motivo de sus viajes y la razón de sus conversaciones. Su mirada es definitivamente tendenciosa y puedo prever cómo el mal se desliza por mi espalda, se despeña por mi espalda dejándome arañada por crueles difamaciones. Ah, no entiendo desde cuál de sus incontables odios ha escogido hacer de mí su contendiente.
..... Sabes pues que soy vigilada por mi propia vecina. Las preguntas que me haces, sólo duplican en mí la vigilancia. El que tu hijo no asista a la escuela no augura que habitemos de una manera indecorosa. Te advertí que este momento llegaría. Si tú no lo detuviste, ¿por qué pues debo entonces obedecer tus órdenes? Permanecemos, nos quedamos por tu voluntad en una ciudad que enloquece de manera progresiva. Mi vecina me vigila y vigila a tu hijo y cuando anochece puedo escuchar su llanto desesperado. Llora por que su vida occidental se le ha dado vuelta, porque el frío se ha dado vuelta y, por su contagio, esta noche hasta mi corazón se ha sublevado.
..... Tu hijo y yo pasamos este tiempo comprometidos en un ritmo que no merece el menor reproche y no veo por qué habría de hacerte una cuenta detallada de cómo pasamos el día. Pero, en fin, has de saber que nuestras horas transcurren burlando el frío que está alcanzando un cuerpo realmente monstruoso. Tu hijo lo esquiva ejecutando sus juegos y lo soslaya con el fragor de sus estruendosas carcajadas. Yo velo el día y vigilo el paso de la noche. Pero ¿cómo hacerte comprender que mi vecina me fustiga de manera vergonzosa? Deja pues de abrumarme con argumentos que no tienen el menor asidero. Tu hijo fue expulsado de la escuela por su comportamiento y debemos permanecer reducidos en la casa. ¿Qué es lo que en realidad temes? ¿Qué mal podría amenazar a quienes viven encerrados entre cuatro paredes?

DOSSIER FOTOGRÁFICO de RICHARD AVEDÓN (TERCERA Y ÚLTIMA PARTE)




Nadja Auermann

Suzy Parker with Robin Tattersall

FRAGMENTO DEL LIBRO DE MANUEL de JULIO CORTÁZAR

 
Sos una chica formidable, dijo Oscar metiendo toda la cara en el pelo de Gladis, vos misma no sabes lo formidable que sos. No tengo la menor idea, dijo Gladis sorprendida de veras, pero no me despeines por favor, hay un artículo terrible del reglamento interno. Te quiero mucho y sos formidable, insistió Oscar, y cómo le hubiera gustado ponerla del lado de la luna llena, decirle eso que no sabía cómo decirle porque Gladis se hubiera quedado mirándolo, algo como tené cuidado cuando des el salto, o ahí arriba está lleno de vidrios rotos, ¿no los ves brillar?, realmente estaba un poco neura porque la cosa se volvía obsesiva, era idiota y hasta peligroso, sobre todo la idea de dar el salto, de trepar a la tapia llena de vidrios y ganar el camino de tierra, dejar atrás el asilo, de ver nada menos que a Gladis entre las muchachitas enloquecidas huyendo de a dos o de a tres, clamando y alentándose, sosteniéndose para escalar la tapia, la negrita se había quitado el camisón para echarlo sobre los vidrios, pasen por aquí, yo me tiro primero, dale la mano a Marta, no ves que no alcanza, espera que yo me trepo primero, vaya  a saber si había luna llena esa noche, en realidad fue  la oscuridad lo que les dio la chance de huir, parece, ya no me acuerdo bien pero por qué, entonces, voy a tener que cuidarme, hermano.—Esta noche quiero estar con vos —dijo Oscar—, supongo que me dejarán tranquilo hasta mañana después de la emocionante ceremonia. ¿Qué pasa en París, vos ya tenés hotel allá o qué?—Nosotras las otesdelér llevamos una vida sumamente morigerada —explicó Gladis muerta de risa—, de manera que el caballero se buscará un hotel por su cuenta. Recibió ronroneando el beso en la oreja, la caricia que resbalaba bajo la blusa, sintió toda separación de aguas, hijita querida, es que sólo los ingenuos creen que se corta con cuchillo, que esto queda aquí y esto allá. Desde luego no entendes una palabra de lo que te estoy diciendo, polaquita.

—Cómo querés que te entienda —murmuró Ludmilla acercándose y metiéndome las manos en el pelo hasta que sus uñas me rascaron como a un gato, cosa que siempre me ha producido un placer extremo—, si empezás a hablar al final del túnel, pájaro espantoso. Y sin embargo mira si soy inteligente, yo creo que te sigo y que no necesitas sacar el mapa  Michelin.

—En sí no es difícil, Ludlud, estaba pensando que el problema de elegir, que es cada vez más el problema de este roñoso y maravilloso siglo con o sin el maestro Sartre para ponerlo en música mental, reside en que no sabemos si nuestra elección se hace con manos limpias. Ya sé, elegir es mucho aunque uno se equivoque, hay un riesgo, un factor aleatorio o genético, pero en definitiva la elección en sí tiene un valor, define y corrobora. El problema es que a lo mejor, y estoy pensando en mí, cuando yo elijo lo que creo una conducta liberatoria, un agrandamiento de mi circunstancia, a lo mejor estoy obedeciendo a pulsiones, a coacciones, a tabúes o a prejuicios que emanan precisamente del lado que quiero abandonar.

—Blup —dijo Ludmilla que siempre decía eso para alentarme.

—¿No estaremos, muchos de nosotros, queriendo romper los moldes burgueses a base de nostalgias igualmente burguesas? Cuando ves cómo una revolución no tarda en poner en marcha una máquina de represiones psicológicas o eróticas o estéticas que coincide casi simétricamente con la máquina supuestamente destruida en el plano político y práctico, te quedas pensando si no habrá que mirar de más cerca la mayoría de nuestras elecciones.

—Bueno, más que mirarse el ombligo como estás haciendo vos, lo que habría que intentares una especie de superrevolución cada vez que se dé el caso, y estoy de acuerdo en que seda todos los días.

—Claro que sí, Lud, pero habría que mostrar mejor esa infiltración de lo abolido en lo nuevo, porque la fuerza de las ideas recibidas es casi espantosa. Lonstein, que como sabes ha hecho un arte de la masturbación aunque creo que nunca te habló del asunto, me mostraba un texto científico Victoriano con la descripción de los síntomas del niño pajero, que es exactamente la que nos hacían nuestros padres y maestros en la Argentina de los años treinta. Cara ojerosa, piel amarillenta, palabra tartamudeante, manos húmedas, mirada débil y evasiva, etcétera; el cuadro persiste seguramente hoy en la imaginación de mucha gente, aunque la mutación generacional no tardará en liquidarlo. Lonstein se reía porque no solamente él no respondió jamás a ese cuadro entre los once y los quince años, sino porque   se acuerda muy bien de que en ese entonces se consideraba una excepción milagrosa y estaba contentísimo de que su viejo no pudiera pescarlo por ese lado; es decir que si te fijas bien, en él había finalmente una aceptación del cuadro clínico tradicional que lo llevaba a imaginar su caso como una excepción privilegiada.

—Yo una vez a los once años me masturbé con un peine —dijo Ludmilla—. Carajo, casi acaba mal, debo haber estado loca.

—Los peines son para que los niños buenos les pongan un papel de seda y entonen alegres melodías, no se te olvide. Y ya que estamos en la sexología, el libro en cuestión alude a otra cosa que siempre me llamó la atención en las novelas libertinas de Sade para abajo, y es la historia de la supuesta eyaculación en las mujeres/¿Eyaculación en las mujeres?/Eso, querida, se diría que nunca leíste Juliette o su numerosa progenie.-

-Sí, bueno, no Juliette, no porque no la conseguí, pero sí Justine.

-Es lo- mismo en bastante menos, pero también allí las mujeres eyaculan, y las razones profundas de esta convicción compartida por todas las eminencias médicas de la época es otro problema que toca a la discriminación sexual y a la primacía de un mundo masculino que se vuelve modelo a imitar, y así la mujer acepta o acaso inventa una eyaculación propia que a su vez el hombre da por supuesta desde el momento que es él quien impone el modelo./Las cosas que sabes./Yo no, un tal Steven Markus que es un águila, pero no se trata de eso sino que un día hablando con un violinista francés amigo de confidencias libidinosas, me contó de una de sus amantes, una caucásica misteriosa llamada Basili que, y me dijo que hacía el amor con tal frenesí que al final eyaculaba de una manera que le dejaba los muslos completamente empapados./Blup./Date cuenta, ese muchacho sabía mucho más que yo de mujeres y sin embargo parecía creer que Basili que era tan sólo la manifestación suprema de algo que él daba por supuesto en todas ellas. No me animé a plantearle el problema pero ya ves cómo ciertas creencias pueden saltar la barrera y seguir actuando del lado opuesto, nada menos que en un tipo que se las sabe todas. Me pregunto si las cosas que quisiera cambiar en mí no las estoy queriendo cambiar sin que en el fondo nada cambie gran cosa, si cuando creo elegir algo nuevo mi elección no está regida secretamente por todo lo que quisiera dejar atrás.

—En todo caso elegís, y cómo —dijo Ludmilla, y se la sentía como un trapito que se va plegando en dos, en cuatro en ocho. La besé y le hice cosquillas, la apreté hasta que protestó, siempre pensando, siempre hablando, siempre Andrés duplicado, salido de él mismo, besándome, haciéndome cosquillas, apretándome hasta que protesto, siempre pensando, siempre hablando, escúchame, Ludlud, ya sé que todo esto es Francine, escúchame,  Ludlud, yo salgo a buscar, necesito salir a buscar, entonces Francine o aquel viaje a Londres en que te dejé plantada porque tenía que estar solo, pero todo estaría en saber si realmente busco, si salgo a buscar de veras o si no hago más que preferir mi herencia cultural, mi occidente burgués, mi pequeño individuo despreciable y maravilloso.

—Ah —dijo Ludmilla—, ahora que lo decís yo no creo que vos hayas cambiado gran cosa desde que empezaste a salir, como decís. Más bien al revés, entonces quod eramdemostran-dum, toma.

—Hm —dijo Andrés buscando la pipa, lo que en él era siempre una técnica dilatoria—.¿Por qué entonces has cambiado vos?

—Porque me decepcionas, porque sos inautèntico, porque en el fondo sabes muy bien que no querés cambiar nada, que esa pipa será siempre tu pipa y guay del que se meta con ella,y al mismo tiempo estás dispuesto a hacer pedazos esta casa de la misma manera que estarás haciendo pedazos la de Francine, porque cada golpe allí o aquí repercute viceversa sin que necesitemos telefonearnos para saber las novedades.

—Sí —dijo Andrés—, sí, Ludlud, pero son dos casas, y siguiendo tu metáfora trata de comprenderme, dos casas son dieciséis ventanas y no ocho, son un gusto diferente de las salsas, una luz que mira al norte y otra al oeste, esas cosas.

—A vos en todo caso no te está sirviendo de mucho tu ubicuidad y tus dieciséis ventanas, vos mismo lo estás sospechando, pero entre tanto hay cosas que ya no serán nunca lo que fueron.

—Quise que comprendieras, esperé una especie de mutación en la forma de quererse y entenderse, me pareció que podíamos romper la pareja y que a la vez la enriqueceríamos, que nada tenía que cambiar en los sentimientos.

—Nada tenía que cambiar —repitió Ludmilla—. Ya ves que tu elección no quería cambiar nada profundo, era y es un juego, lujoso, una exploración alrededor de una palangana, una figura de danza y otra vez de pie en el mismo sitio. Pero en cada salto has roto algún espejo, y ahora salís con que ni siquiera estás seguro de que los rompes por cambiar algo. No hay mucha diferencia entre Manuel v vos.

—Una cosa es útil en esta conversación, polaquita, y es que vos la desacralizás rápidamente, la traes del lado de Manuel, por ejemplo. Tenés tanta razón, yo problematizo al cuete, y para peor dudo del problema mismo. No me tengas lástima, sabes. Ludmilla no dijo nada pero me pasó una vez más la mano por la cara, casi sin tocarme la piel, y era algo que precisamente se parecía tanto a la lástima. En fin, cómo saber cuál de las dos me tenía más lástima porque también Francine se quedaba mirándome de a ratos como alguien que quiere consolar y se dice que es inútil porque no hay ni siquiera desconsuelo, hay esa otra cosa sin nombre que yo no puedo dejar de buscar o de ser, y así da capo al fine.

martes, 10 de abril de 2012

OTRO VERANO - UN CUENTO DE AMALIA JAMILIS


A veces nos sucede en medio de un solo de guitarra de Grapelly, aunque también me acuerdo de una vez que pusieron "Cotton tail", con Ermelín, y debió tratarse sin duda de una asociación de ideas, porque en el "Cheyenne" nunca hubo nada de Ermelín, pero igual Bayón y yo nos miramos un rato en silencio, y era que yo me acordaba del snipe, de la mujer que vigilaba la máquina tragamonedas, de la casita de San Clemente, y antes que nada, de la línea horizontal de la playa, que Belén, enfundada en su malla verde, tan ceñida, no interrumpe como antes, no puede ahora interrumpir .
Yo me acuerdo Bayón, de tu casa de San Clemente, con aquel olor persistente a laurel, que tal vez venia de la ligustrina, y que combinado con las ráfagas saladas, inundaba las habitaciones. Me acuerdo del snipe -medio arruinado- que por aquel entonces tenías y que después tu viejo, que para eso es el dueño de la Herboquimica del Sud y puede -te lo cambió por un lightning, con el cual hicimos regatas y también, algo después, para olvidamos un poco- un viaje al Uruguay con Funes y Mazzini.
Me acuerdo sobre todo de tu prima Belén, que vino a Pinamar, ya bastante quemada queriendo que le enseñásemos el manejo del snipe, insistiendo en que debíamos mostrarle el sitio donde tomábamos sol: un foso detrás de unos pinos, junto a un sendero de despojos, que olía fuertemente a resina.
Fuimos nosotros quienes le enseñamos a armar sus primeros cigarrillos y a amar las grandes formaciones de nubes y las masas de eucaliptus que se funden con el cielo.
Fuiste vos Bayón, el que un día empezó a mirarla como a un juguete, como algo más que un juguete. Yo, al principio, también me creía que era un juguete, con esa mata de pelo rojo, como licor derramándose sobre sus hombros. Con su cara redonda e infantil, con un vago sabor a malicia ya juegos de chicos. Después el asunto se puso serio.
Navegábamos los tres en el snipe, manejando por turno, sintiendo a nuestras espaldas las luchas fraguadas, cortadas por risas, por bruscos silencios, viendo de soslayo el humo de tus eternos cigarrillos negros, Bayón, la malla verde cubriendo un cuerpo apenas ondulado.
Por las noches nos íbamos a vagabundear por ahí, sintiendo una ligera nostalgia por el snipe, amarrado junto al muelle, viendo emerger en las esquinas la sombra azul de prusia de un pino. Entonces nos metíamos en el primer café con máquina tragamonedas, preferíamos ostensiblemente el "Cheyenne". Había allí discos de la primera época de Coltrane, de Grapelly, de Chet Beker. La patrona; una mujer de ojos eternamente hipnotizados, seguía con pasión de entendida los ritmos, y nosotros la mirábamos con un ligero pudor .
Era como un juego, pero a esa altura ya sabíamos que no era un juego, y la quisimos a Belén. La quise sin habilidad, con torpeza de muchacho que tiene miedo. Vos también Bayón, extendido con nosotros en el foso, junto a los pinos, mientras el sol nos tostaba vuelta y vuelta, la quisiste, soñando con un estanque con hojas de ceibo y achiras, y ella y vos juntos. Sé que la quisiste y que soñabas con eso, sé que yo soñaba.
El foso era profundo, Un foso amarillo y profundo, de arenas doradas, que relucían con un extraño color ocre, cerca del mediodía. Entonces Belén se adormecía, cansada de navegar y de jugar con el perro del bañero.
Era preciso despertarla y sacudirla fuertemente y ver otra vez sus ojos selváticos, olvidados de la vida.
Decidimos que se lo dirías, que le hablarías de ese sentimiento doloroso de quererla. Para que ella, sin pensarlo, contestara luego lo único que no debió contestar, aquello que finalmente nos impulsaría a la acción.
Fue un día nublado, con corvinas que parecían talladas debajo del agua. Los pescadores nos saludaban desde lejos, desde las lanchas con grandes gritos, agitando las gorras.
Mucho después supe -me lo dijiste abruptamente Bayón, sabiendo que esos instantes algún día habrían de dolerme muy hondo- que ella se te rió en la cara. Que le hablaste de tu amor que era el mío y que se rió con largas carcajadas. Que dijo que no, que muchas gracias; que para eso todavía había mucho tiempo, muchos años. y esa risa se te clavaba, se me clavó como un gran alfiler rojo. Entonces fue que nos decidimos. Porque no tuvimos durante ese largo verano otra cosa que el doble dolor de amarla, y sabíamos que de alguna manera misteriosa ese sentimiento iba a marcarnos para toda la vida.
Aquella mañana fuimos como otras mañanas a ver subir las aguavivas, esos húmedos cuerpos sin forma. -Mejor vayamos a tomar sol -insistía Belén-. Vos, Bayón, me acuerdo, me miraste.
-Todavía no -le contesté-. Vale la pena mirar las aguavivas. Parecen cuarzo.
-Es por el sol -dijiste vos.
-Eso, sol -dijo Belén-. Quiero tostarme, tomar sol. Entonces fuimos al foso. A lo lejos se oían voces. Las de los pescadores que regresaban a la playa. La del bañero llamando al perro. Vos, fríamente, encendiste un cigarrillo. Belén estiró las piernas, esas piernas largas que nos hacían pensar en una bailarina o en una gimnasta. Yo miré hacia la playa, soñando con su quietud amodorrada, con nuestra espera.
Nos observamos, Bayón, y sé que pensaste como yo que éramos cobardes, que estábamos desesperados, que estábamos locos. Que después, para el otoño, cuando volviésemos a Buenos Aires, no podríamos recordar esa franja de playa sin un escalofrío. Igual agarramos las palas, que la noche anterior habíamos ocultado bajo los despojos del camino. Igual arrojamos sobre el cuerpo quieto, estirado perezosamente, los primeros grandes puñados de arena, y vimos como se agitaba primero, quería luego erguirse y caía abatido después. Cómo la arena seguía cubriendo la malla, las largas piernas, el pelo color caoba, hasta tapar el foso por completo.
No te miré Rayón. No pude mirarte. Estaba cansado y tenía los ojos cerrados; un silencio implacable empezaba a crecer dentro de mí.
El mismo silencio que, a veces, en medio de un solo de guitarra de Grapelly o de Reinhardt, nos reúne de nuevo con la línea horizontal de la playa, con el cuerpo adolescente, enfundado en una malla verde, unas largas piernas, un pelo rojo, como licor derramado sobre sus hombros. Otro verano.

DOSSIER FOTOGRÁFICO - RICHARD AVEDON (2º PARTE)

Marilyn Monroe

Janis Joplin

Naomí Campbell

Lin Tang

Naty Abascal

DOSSIER ESPECIAL DE FOTOS DE JULIA MARGARET CAMERON




Charles Darwin




EXTRACTO DE SOBRE HÉROES Y TUMBAS Por ERNESTO SÁBATO

Durante algunos días esperó en vano. Pero por fin Chichín lo recibió con una seña y le dio un sobre. Temblando, lo abrió y desdobló la carta. Con la letra enorme, desigual y nerviosa que tenía, le decía, simplemente, que lo esperaba a las seis.
A las seis menos algo estaba en el banco del parque, agitado pero feliz, pensando que ahora tenía a quién contarle sus desdichas. Y a alguien como Alejandra, tan desproporcionado como para un pordiosero encontrar el tesoro de Morgan.
Corrió hacia ella como un chico, le contó lo de la imprenta.
—Me hablaste de un tal Molinari —dijo Martín—. Creo que dijiste que tenía una gran empresa.
Alejandra levantó su mirada hacia el muchacho, con las cejas en alto, demostrando sorpresa.
—¿Molinari? ¿Yo te hablé de Molinari?
—Sí, aquí mismo, cuando me encontraste dormido, ¿recordás? Me dijiste: seguro que no trabajas para Molinari, ¿recordás?
—Puede ser.
—¿Es amigo tuyo?
Alejandra lo miró con una sonrisa irónica.
—¿Te dije que era amigo mío?
Pero Martín estaba muy esperanzado en aquel momento para darle un significado recóndito a su expresión.
—¿Qué te parece? —insistió—. ¿Crees que pueda darme trabajo?
Ella lo observó como los médicos miran a los reclutas que se presentan para el servicio militar.
—Sé escribir a máquina, puedo redactar cartas, corregir pruebas de imprenta...
—Uno de los triunfadores de mañana ¿eh?
Martín enrojeció.
—Pero ¿tenés idea de lo que es trabajar en una empresa importante? ¿Con reloj marcador y todo eso?
Martín extrajo su cortapluma blanco, abrió su hojita menor y luego la volvió a cerrar, cabizbajo.
—No tengo ninguna pretensión. Si no puedo trabajar en el escritorio puedo trabajar en talleres, o como peón.
Alejandra observaba su traje raído y sus zapatos rotos.
Cuando Martín levantó por fin su mirada hacia ella, vio que tenía una expresión muy seria, con el ceño fruncido.
—¿Qué, es muy difícil?
Ella movió negativamente la cabeza.
Después dijo:
—Bueno, no te preocupes, ya encontraremos una solución.
Se levantó.
—Vení. Vamos por ahí un rato, me duele horriblemente el estómago.
—¿El estómago?
—Sí, me duele muchas veces. Debe ser una úlcera.
Caminaron hasta el bar de Brasil y Balcarce. Alejandra pidió en el mostrador un vaso de agua, sacó de su cartera un frasquito y echó unas gotas.
—¿Qué es eso?
—Láudano.
Atravesaron nuevamente el parque.
—Vamos un rato a la Dársena —dijo Alejandra.
Bajaron por Almirante Brown, doblaron por Arzobispo Espinosa hacia abajo y por Pedro de Mendoza llegaron hasta un barco sueco que estaba cargando.
Alejandra se sentó sobre uno de los grandes cajones que venían de Suecia, mirando hacia el río, y Martín en uno más bajo, como si sintiese el vasallaje hacia aquella princesa. Y ambos miraban el gran río de color de león.
—¿Viste que tenemos muchas cosas en común? —decía ella.
Y Martín pensaba ¿será posible?, y aunque estaba convencido de que a ambos les gustaba mirar río afuera, también pensaba que aquello era una nimiedad frente a los otros hechos profundos que lo separaban de ella, nimiedad        que nadie podía tomar en serio y menos que nadie la propia Alejandra, como —pensó— la forma risueña en que acababa de decir aquella frase: como esos grandes personajes que de pronto se fotografían en la calle, democráticamente, al lado de un obrero o una niñera, sonriendo y condescendientes. Aunque también podía ser que aquella frase fuera una clave de verdad, y que mirar ambos con ansiedad río afuera constituyese una fórmula secreta de alianza para cosas mucho más trascendentales. Porque ¿cómo podía saberse lo que ella realmente cavilaba? Y la miraba allá arriba, inquieto, como quien vigila a un equilibrista querido que se mueve en zonas peligrosísimas y sin que nadie pueda prestarle ayuda. La veía, ambigua e inquietante, mientras la brisa agitaba su pelo renegrido y lacio y marcaba sus pechos puntiagudos y un poco abiertos hacia los costados. La veía fumando, abstraída. Aquel territorio barrido por los vientos parecía apaciguado por la melancolía, como si esos vientos se hubiesen calmado y una bruma intensa lo cubriese.
—Qué lindo sería irse lejos —comentó de pronto—. Irse de esta ciudad inmunda.
Martín oyó penosamente aquella forma impersonal: Irse.
—¿Te irías? —preguntó con voz quebrada.
Sin mirarlo, casi totalmente abstraída, respondió:
—Sí, me iría con mucho gusto. A un lugar lejano, a un lugar donde no conociera a nadie. Tal vez a una isla, a una de esas islas que todavía deben de quedar por ahí.
Martín bajó su cabeza y con el cortaplumas empezó a escarbar el cajón mientras leía THIS SIDE UP. Alejandra, volviendo su mirada hacia él, después de observarlo un momento preguntó si le pasaba algo, y Martín, siempre escarbando la madera y leyendo THIS SIDE UP contestó que no le pasaba nada, pero Alejandra se quedó mirando y cavilando. Y ninguno de los dos habló durante bastante tiempo, mientras anochecía y el muelle iba quedándose en silencio: las grúas habían cesado en su trabajo y los estibadores y cargadores empezaban a retirarse hacia sus casas o hacia los bares del Bajo.
—Vamos al Moscova —dijo entonces Alejandra.
—¿Al Moscova?
—Sí, en la calle Independencia.
—Pero ¿no es muy caro?
Alejandra se rió.
—Es un boliche, hombre. Además, Vania es amigo mío.
La puerta estaba cerrada.
—No hay nadie —comentó Martín.
—Sharáp —se limitó a decir Alejandra, golpeando.
Al cabo de un rato les abría la puerta un hombre en camisa tenía el pelo lacio y blanco, el rostro bondadoso, refinado y tristemente sonriente. Un tic le sacudía una mejilla, cerca del ojo.
—Ivan Petróvich —dijo Alejandra, entregándole la mano.
El hombre la llevó a sus labios, inclinándose un poco.
Se sentaron junto a una ventana que daba al Paseo Colón. El local estaba apenas iluminado por una sórdida lamparilla cercana a la caja, donde una mujer gorda y baja, de cara eslava, tomaba mate.
—Tengo vodka polaco —dijo Vania—. Me trajeron ayer, llegó barco de Polonia.
Cuando se alejó, Alejandra comentó:
—Es un espléndido tipo, pero la gorda —y señaló hacia la caja—, la gorda es siniestra. Está tratando de que lo encierren a Vania para quedarse con esto.
—¿Vania? ¿No le dijiste Ivan Petróvich?
—Atrasado: Vania es el diminutivo de Ivan. Todo el mundo le dice Vania, pero yo le digo Ivan Petróvich, así se siente como en Rusia. Y además porque me encanta.
—¿Y por qué encerrarlo en un manicomio?
—Es morfinómano y tiene ataques. Entonces la gorda quiere aprovechar la volada.
Trajo el vodka y mientras servía les dijo:
—Ahora aparato anda muy bien. Tengo concierto para violín de Brahms ¿quiere que pongamos? Nada menos que Heifetz.
Cuando se alejó, Alejandra comentó:
—¿Ves? Es todo generosidad. Sabrás que fue violinista del Colón y ahora da lástima verlo tocar. Pero justamente te ofrece un concierto de violín y con Heifetz.
Con un gesto le señaló las paredes: unos cosacos entrando al galope en una aldea, unas iglesias bizantinas con cúpulas doradas, unos gitanos. Todo era precario y pobre.
—A veces creo que le gustaría volver. Un día me dijo: ¿No le parece que Stalin es dentro de todo un gran hombre? Y agregó que en cierto modo era un nuevo Pedro el Grande y que, al fin de cuentas, quería la grandeza de Rusia. Pero dijo todo esto en voz baja, mirando a cada rato hacia la gorda. Creo que sabe lo que dice por el movimiento de los labios.
Desde lejos, como no queriendo molestar a los muchachos, Vania hacía significativos gestos, señalando el combinado, como elogiando. Y Alejandra, mientras asentía con una sonrisa, le decía a Martín:
—El mundo es una porquería.
Martín reaccionó.
—¡No, Alejandra! ¡En el mundo hay muchas cosas lindas!
Ella lo miró, quizá pensando en su pobreza, en su madre, en su soledad: ¡todavía era capaz de encontrar maravillas en el mundo! Una sonrisa irónica se superpuso a su primera expresión de ternura, haciéndola contraer, como un ácido sobre una piel muy delicada.
—¿Cuáles?
—¡Muchas, Alejandra! —exclamó Martín apretando una mano de ella sobre su pecho—. Esa música... un hombre como Vania... y sobre todo vos, Alejandra... vos...
—Verdaderamente, tendré que pensar que no has sobrepasado la infancia, pedazo de tarado.
Se quedó un momento abstraída, tomó un poco de vodka y luego agregó:
—Sí, claro, claro que tenés razón. En el mundo hay cosas hermosas... claro que hay...
Y entonces, dándose vuelta hacia él, con acento amargo agregó:
—Pero yo, Martín, yo soy una basura. ¿Me entendés? No te engañes sobre mí.
Martín apretó una de las manos de Alejandra con las dos suyas, la llevó a sus labios y la mantuvo así, besándosela con fervor.
—¡No, Alejandra! ¡Por qué decís algo tan cruel! ¡Yo sé que no es así! ¡Todo lo que has dicho de Vania y muchas otras cosas que te he oído demuestran que no es así!
Sus ojos se habían llenado de lágrimas.
—Bueno, está bien, no es para tanto —dijo Alejandra.
Martín apoyó la cabeza sobre el pecho de Alejandra y ya nada le importó del mundo. Por la ventana veía cómo la noche bajaba sobre Buenos Aires y eso aumentaba su sensación de refugio en aquel escondido rincón de la ciudad implacable. Una pregunta que nunca había hecho a nadie (¿a quién habría podido hacérsela?) surgió de él, con los contornos nítidos y brillantes de una moneda que no ha sido manoseada, que millones de manos anónimas y sucias todavía no han atenuado, deteriorado y envilecido:
—¿Me querés?
Ella pareció vacilar un instante, pero luego contestó:
—Sí, te quiero. Te quiero mucho.
Martín se sentía aislado mágicamente de la dura realidad externa, como sucede en el teatro (pensaba años más tarde) mientras estamos viviendo el mundo del escenario, mientras fuera esperan las dolorosas aristas del universo diario, las cosas que inevitablemente golpearán apenas se apaguen las candilejas y quede abolido el hechizo. Y así como en el teatro, en algún momento el mundo externo logra llegar aunque atenuado en forma de lejanos ruidos (un bocinazo, el grito de un vendedor de diarios, el silbato de un agente de tránsito), así también llegaban hasta su conciencia, como inquietantes susurros, pequeños hechos, algunas frases que enturbiaban y agrietaban la magia: aquellas palabras que había dicho en el puerto y de las que él quedaba horrorosamente excluido (“me iría con gusto de esta ciudad inmunda”) y la frase que ahora acababa de decir (“soy una basura, no te engañes sobre mí”), palabras que latían como un leve y sordo dolor en su espíritu y que, mientras mantenía reclinada la cabeza sobre el pecho de Alejandra, entregado a la portentosa felicidad del instante, hormigueaban en una zona más profunda e insidiosa de su alma, cuchicheando con otras palabras enigmáticas: los ciegos, Fernando, Molinari. Pero no importa —se decía empecinadamente—, no importa, apretando su cabeza contra los calientes pechos y acariciando sus manos, como si de ese modo asegurase el mantenimiento del sortilegio.
—¿Pero cuánto me querés? —preguntó infantilmente.
—Mucho, ya te dije.
Y sin embargo la voz de ella le pareció ausente, y levantando la cabeza la observó y pudo ver que estaba como abstraída, que su atención estaba ahora concentrada en algo que no estaba allí, con él, sino en alguna otra parte, lejana y desconocida.
—¿En que estás pensando?
Ella no respondió, parecía no oír.
Entonces Martín reiteró la pregunta, apretándole el brazo, como para volverla a la realidad.
Y ella entonces dijo que no estaba pensando en nada: nada en particular.
Muchas veces Martín sentiría aquel alejamiento: con los ojos abiertos y hasta haciendo cosas, pero ajena, como manejada por alguna fuerza remota.
De pronto Alejandra, mirándolo a Vania, dijo:
—Me gusta la gente fracasada. ¿A vos no te pasa lo mismo?
El se quedó meditando en aquella singular afirmación.
—El triunfo —prosiguió— tiene siempre algo de vulgar y de horrible.
Se quedó luego un momento en silencio y al cabo agregó:
—¡Lo que sería este país si todo el mundo triunfase! No quiero ni pensarlo. Nos salva un poco el fracaso de tanta gente. ¿No tenés hambre?
—Sí.
Se levantó y fue a hablar con Vania. Cuando volvió, sonrojándose, Martín le dijo que él no tenía plata. Alejandra se echó a reír. Abrió su cartera y sacó doscientos pesos.
—Tomá. Cuando necesites más, decímelo.
Martín intentó rechazarlos, avergonzado, y entonces Alejandra lo miró con asombro.
—¿Estás loco? ¿O sos uno de esos burguesitos que piensan que no se debe aceptar plata de una mujer?
Cuando terminaron de comer fueron caminando hacia Barracas. Después de atravesar en silencio el parque Lezama tomaron por Hernandarias.
—¿Conoces la historia de la Ciudad Encantada de la Patagonia? —preguntó Alejandra.
—Algo, no gran cosa.
—Algún día te mostraré papeles que todavía quedan en aquella petaca del comandante. Papeles sobre éste.
—¿Sobre éste? ¿Quién?
Alejandra señaló el letrero.
—Hernandarias.
—¿En tu casa? ¿Y cómo?
—Papeles, nombres de calles. Es lo único que nos va quedando. Hernandarias es antepasado de los Acevedo. En 1550 hizo la expedición en busca de la Ciudad Encantada.