PRIMO LEVI - Si esto es un hombre-



El viaje
Me había capturado la Milicia fascista el 13 de diciembre de 1943. Tenía veinticuatro años, poco juicio, ninguna experiencia, y una inclinación decidida, favorecida por el régimen de segregación al que estaba reducido desde hacía cuatro años por las leyes raciales, a vivir en un mundo poco real, poblado por educados fantasmas cartesianos, sinceras amistades masculinas y lánguidas amistades femeninas. Cultivaba un sentido de la rebelión moderado y abstracto.
No me había sido fácil elegir el camino del monte y contribuir a poner en pie todo lo que, en mi opinión y en la de otros amigos no mucho más expertos, habría podido convertirse en una banda de partisanos afiliada a «Justicia y Libertad». No teníamos contactos, armas, dinero ni experiencia para procurárnoslos; nos faltaban hombres capaces y estábamos agobiados por un montón de gente que no servía para el caso, de buena fe o de mala, que subía de la llanura en busca de una organización inexistente, de jefes, de armas o también únicamente de protección, de un escondrijo, de una hoguera, de un par de zapatos.
En aquel tiempo todavía no me había sido predicada la doctrina que tendría que aprender más tarde y rápidamente en el Lager, según la cual el primer oficio de un hombre es perseguir sus propios fines por medios adecuados, y quien se equivoca lo paga, por lo que no puedo sino considerar justo el sucesivo desarrollo de los acontecimientos. Tres centurias de la Milicia que habían salido en plena noche para sorprender a otra banda, mucho más potente y peligrosa que nosotros, que se ocultaba en el valle contiguo, irrumpieron, en una espectral alba de nieve, en nuestro refugio y me llevaron al valle como sospechoso.
En los interrogatorios que siguieron preferí declarar mi condición de «ciudadano italiano de raza judía» porque pensaba que no habría podido justificar de otra manera mi presencia en aquellos lugares, demasiado apartados incluso para un «fugitivo», y juzgué (mal, como se vio después) que admitir mi actividad política habría supuesto la tortura y una muerte cierta. Como judío me enviaron a Fossoli, cerca de Módena, donde en un vasto campo de concentración, antes destinado a los prisioneros de guerra ingleses y americanos, se estaba recogiendo a los pertenecientes a las numerosas categorías de personas no gratas al reciente gobierno fascista republicano.
En el momento de mi llegada, es decir a finales de enero de 1944, los judíos italianos en el campo eran unos ciento cincuenta pero, pocas semanas más tarde, su número llegaba a más de seiscientos. En la mayor parte de los casos se trataba de familias enteras, capturadas por los fascistas o por los nazis por su imprudencia o como consecuencia de una delación. Unos pocos se habían entregado espontáneamente, bien porque estaban desesperados de la vida de prófugos, bien porque no tenían medios de subsistencia o bien por no separarse de algún pariente capturado; o también, absurdamente, para «legalizarse». Había, además, un centenar de militares yugoslavos internados, y algunos otros extranjeros considerados políticamente sospechosos.
La llegada de una pequeña sección de las SS alemanas habría debido levantar sospechas incluso a los más optimistas, pero se llegó a interpretar de maneras diversas aquella novedad sin extraer la consecuencia más obvia, de manera que, a pesar de todo, el anuncio de la deportación encontró los ánimos desprevenidos.
El día 20 de febrero los alemanes habían inspeccionado el campo con cuidado, habían hecho reconvenciones públicas y vehementes al comisario italiano por la defectuosa organización del servicio de cocina y por la escasa cantidad de leña distribuida para la calefacción; habían incluso dicho que pronto iba a empezar a funcionar una enfermería. Pero la mañana del 21 se supo que al día siguiente los judíos iban a irse de allí. Todos, sin excepción. También los niños,también los viejos, también los enfermos. A dónde iban, no se sabía. Había que prepararse para quince días de viaje. Por cada uno que dejase de presentarse se fusilaría a diez.
Sólo una minoría de ingenuos y de ilusos se obstinó en la esperanza: nosotros habíamos hablado largamente con los prófugos polacos y croatas, y sabíamos lo que quería decir salir de allí. Para los condenados a muerte la tradición prescribe un ceremonial austero, apto para poner en evidencia cómo toda pasión y toda cólera están apaciguadas ya, cómo el acto de justicia no representa sino un triste deber hacia la sociedad, tal que puede ser acompañado por compasión hacia la víctima de parte del mismo ajusticiador. Por ello se le evita al condenado cualquier preocupación exterior, se le concede la soledad y, si lo desea, todo consuelo espiritual; se procura, en resumen, que no sienta a su alrededor odio ni arbitrariedad sino la necesidad y la justicia y, junto con el castigo, el perdón.
Pero a nosotros esto no se nos concedió, porque éramos demasiados, y había poco tiempo, y además ¿de qué teníamos que arrepentirnos y de qué ser perdonados? El comisario italiano dispuso, en fin, que todos los servicios siguieran cumpliéndose hasta el aviso definitivo; así, la cocina siguió funcionando, los encargados de la limpieza trabajaron como de costumbre, y hasta los maestros y profesores de la pequeña escuela dieron por la tarde su clase como todos los días. Pero aquella tarde a los niños no se les puso ninguna tarea. Y llegó la noche, y fue una noche tal que se sabía que los ojos humanos no habrían podido contemplarla y sobrevivir. Todos se dieron cuenta de ello, ninguno de los guardianes, ni italianos ni alemanes, tuvo el ánimo de venir a ver lo que hacen los hombres cuando saben que tienen que morir.
Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos rezaron, otros bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su última pasión nefanda. Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el equipaje, y al amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta a secar; y no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que conocen tan bien y de las que los niños tienen siempre necesidad. ¿No haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no le daríais de comer hoy?
En la barraca 6 A vivía el viejo Gattegno, con su mujer y sus numerosos hijos y los nietos y los yernos y sus industriosas nueras. Todos los hombres eran leñadores; venían de Trípoli, después de muchos y largos desplazamientos, y siempre se habían llevado consigo los instrumentos de su oficio, y la batería de cocina, y las filarmónicas y el violín para tocar y bailar después de la jornada de trabajo, porque eran gente alegre y piadosa.
Sus mujeres fueron las primeras en despachar los preparativos del viaje, silenciosas y rápidas para que quedase tiempo para el duelo; y cuando todo estuvo preparado, el pan cocido, los hatos hechos, entonces se descalzaron, se soltaron los cabellos y pusieron en el suelo las velas fúnebres, y las encendieron siguiendo la costumbre de sus padres; y se sentaron en el suelo en corro para lamentarse, y durante toda la noche lloraron y rezaron.
Muchos de nosotros nos paramos a su puerta y sentimos que descendía en nuestras almas, fresco en nosotros, el dolor antiguo del pueblo que no tiene tierra, el dolor sin esperanza del éxodo que se renueva cada siglo.
El amanecer nos atacó a traición; como si el sol naciente se aliase con los hombres en el deseo de destruirnos. Los distintos sentimientos que nos agitaban, de aceptación consciente, de rebelión sin frenos, de abandono religioso, de miedo, de desesperación, desembocaban, después de la noche de insomnio, en una incontrolable locura colectiva. El tiempo de meditar, el tiempo de asumir las cosas se había terminado, y cualquier intento de razonar se disolvía en un tumulto sin vínculos del cual, dolorosos como tajos de una espada, emergían en relámpagos, tan cercanos todavía en el tiempo y el espacio, los buenos recuerdos de nuestras casas.
Muchas cosas dijimos e hicimos entonces de las cuales es mejor que no quede el recuerdo
Con la absurda exactitud a que más adelante tendríamos que acostumbrarnos, los alemanes tocaron diana. Al terminar, Wieviel Stück?, preguntó el alférez; y el cabo saludó dando el taconazo, y le contestó que las «piezas» eran seiscientos cincuenta, y que todo estaba en orden; entonces nos cargaron en las camionetas y nos llevaron a la estación de Carpi. Allí nos esperaba el tren y la escolta para el viaje. Allí recibimos los primeros golpes: y la cosa fue tan inesperada e insensata que no sentimos ningún dolor, ni en el cuerpo ni en el alma. Sólo un estupor profundo: ¿cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?
Los vagones eran doce, y nosotros seiscientos cincuenta; en mi vagón éramos sólo cuarenta y cinco, pero era un vagón pequeño. Aquí estaba, ante nuestros ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de guerra alemanes, los que no vuelven, aquéllos de los cuales, temblando y siempre un poco incrédulos, habíamos oído hablar con tanta frecuencia. Exactamente así, punto por punto: vagones de mercancías, cerrados desde el exterior, y dentro hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad, como mercancías en docenas, en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo. Esta vez, dentro íbamos nosotros.
Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de uno y otro estado limite son de la misma naturaleza: se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso, esperanza y en el otro, incertidumbre del mañana. Se opone a ello la seguridad de la muerte, que pone limite a cualquier gozo, pero también a cualquier dolor. Se oponen a ello las inevitables preocupaciones materiales que, así como emponzoñan cualquier felicidad duradera, de la misma manera apartan nuestra atención continuamente de la desgracia que nos oprime y convierten en fragmentaria, y por lo mismo en soportable, su conciencia.
Fueron las incomodidades, los golpes, el frío, la sed, lo que nos mantuvo a flote sobre una desesperación sin fondo, durante el viaje y después. No el deseo de vivir, ni una resignación consciente: porque son pocos los hombres capaces de ello y nosotros no éramos sino una muestra de la humanidad más común.
Habían cerrado las puertas en seguida pero el tren no se puso en marcha hasta por la tarde. Nos habíamos enterado con alivio de nuestro destino. Auschwitz: un nombre carente de cualquier significado entonces para nosotros pero que tenía que corresponder a un lugar de este mundo.
El tren iba lentamente, con largas paradas enervantes. Desde la mirilla veíamos desfilar las altas rocas pálidas del valle del Ádige, los últimos nombres de las ciudades italianas. Pasamos el Breno a las doce del segundo día y todos se pusieron en pie pero nadie dijo una palabra. Yo tenía en el corazón el pensamiento de la vuelta, y se me representaba cruelmente cuál debería ser la sobrehumana alegría de pasar por allí otra vez, con unas puertas abiertas por donde ninguno desearía huir, y los primeros nombres italianos... y mirando a mi alrededor pensaba en cuántos, de todo aquel triste polvo humano, podrían estar señalados por el destino.
Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado.
Sufríamos de sed y de frío: a cada parada pedíamos agua a grandes voces, o por lo menos un puñado de nieve, pero en pocas ocasiones nos hicieron caso; los soldados de la escolta alejaban a quienes trataban de acercarse al convoy. Dos jóvenes madres, con sus hijos todavía colgados del pecho, gemían noche y día pidiendo agua. Menos terrible era para todos el hambre, el cansancio y el insomnio que la tensión y los nervios hacían menos penosos: pero las noches eran una pesadilla interminable.
Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y muchas veces no aquéllos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que saben callar y respetar el silencio ajeno. Nuestro sueño inquieto era interrumpido frecuentemente por riñas ruidosas y fútiles, por imprecaciones, patadas y puñetazos lanzados a ciegas para defenderse contra cualquier molesto e inevitable. Entonces alguien encendía la lúgubre llama de una velita y ponía en evidencia, tendido en el suelo, un revoltijo oscuro, una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa, que se elevaba acá y allá en convulsiones imprevistas súbitamente sofocadas por el cansancio.
Desde la mirilla, nombres conocidos y desconocidos de ciudades austríacas, Salzburgo, Viena; luego checas, al final, polacas. La noche del cuarto día el frío se hizo intenso: el tren recorría interminables pinares negros, subiendo de modo perceptible. Había nieve alta. Debía de ser una vía secundaria, las estaciones eran pequeñas y estaban casi desiertas. Nadie trataba ya, durante las paradas, de comunicarse con el mundo exterior: nos sentíamos ya «del otro lado». Hubo entonces una larga parada en campo abierto, después continuó la marcha con extrema lentitud, y el convoy se paró definitivamente, de noche cerrada, en mitad de una llanura oscura y silenciosa.
Se veían, a los dos lados de la vía, filas de luces blancas y rojas que se perdían a lo lejos; pero nada de ese rumor confuso que anuncia de lejos los lugares habitados. A la luz mísera de la última vela, extinguido el ritmo de las ruedas, extinguido todo rumor humano, esperábamos que sucediese algo.
Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la desgracia nos había golpeado a la vez pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos entonces, en aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen. Nos despedimos, y fue breve; los dos al hacerlo, nos despedíamos de la vida. Ya no teníamos miedo.
Nos soltaron de repente. Abrieron el portón con estrépito, la oscuridad resonó con órdenes extranjeras, con esos bárbaros ladridos de los alemanes cuando mandan, que parecen dar salida a una rabia secular. Vimos un vasto andén iluminado por reflectores. Un poco más allá, una fila de autocares. Luego, todo quedó de nuevo en silencio. Alguien tradujo: había que bajar con el equipaje, dejarlo junto al tren. En un momento el andén estuvo hormigueante de sombras: pero teníamos miedo de romper el silencio, todos se agitaban en torno a los equipajes, se buscaban, se llamaban unos a otros, pero tímidamente, a media voz.
Una decena de SS estaban a un lado, con aire indiferente, con las piernas abiertas. En determinado momento empezaron a andar entre nosotros y, en voz baja, con rostros de piedra, empezaron a interrogarnos rápidamente, uno a uno, en mal italiano. No interrogaban a todos, sólo a algunos. «¿Cuántos años? ¿sano o enfermo?» y según la respuesta nos señalaban dos direcciones diferentes.
Todo estaba silencioso como en un acuario, y como en algunas escenas de los sueños. Esperábamos algo más apocalíptico y aparecían unos simples guardias. Era desconcertante y desarmante. Hubo alguien que se atrevió a preguntar por las maletas: contestaron: «maletas después»; otro no quería separarse de su mujer: dijeron «después otra vez juntos»; muchas madres no querían separarse de sus hijos: dijeron «bien, bien, quedarse con hijo». Siempre con la tranquila seguridad de quien no hace más que su oficio de todos los días; pero Renzo se entretuvo un instante de más al despedirse de Francesca, que era su novia, y con un solo golpe en mitad de la cara lo tumbaron en tierra; era su oficio de cada día.
En menos de diez minutos todos los que éramos hombres útiles estuvimos reunidos en un grupo. Lo que fue de los demás, de las mujeres, de los niños, de los viejos, no pudimos saberlo ni entonces ni después: la noche se los tragó, pura y simplemente. Hoy sabemos que con aquella selección rápida y sumaria se había decidido de todos y cada uno de nosotros si podía o no trabajar útilmente para el Reich; sabemos que en los campos de Buna–Monowitz y Birkenau no entraron, de nuestro convoy, más que noventa y siete hombres y veintinueve mujeres y que de todos los demás, que eran más de quinientos, ninguno estaba vivo dos días más tarde. Sabemos también que por tenue que fuese no siempre se siguió este sistema de discriminación entre útiles e improductivos y que más tarde se adoptó con frecuencia el sistema más simple de abrir los dos portones de vagones, sin avisos ni instrucciones a los recién llegados. Entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas.
Así murió Emilia, que tenía tres años; ya que a los alemanes les parecía clara la necesidad histórica de mandar a la muerte a los niños de los judíos. Emilia, hija del ingeniero Aldo Levi de Milán, que era una niña curiosa, ambiciosa, alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón atestado, su padre y su madre habían conseguido bañar en un cubo de zinc, en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán había consentido en sacar de la locomotora que nos arrastraba a todos a la muerte.
Desaparecieron así en un instante, a traición, nuestras mujeres, nuestros padres, nuestros hijos. Casi nadie pudo despedirse de ellos. Los vimos un poco de tiempo como una masa oscura en el otro extremo del andén, luego ya no vimos nada.
Emergieron, en su lugar, a la luz de los faroles, dos pelotones de extraños individuos. Andaban en formación de tres en tres, con extraño paso embarazado, la cabeza inclinada hacia adelante y los brazos rígidos. Llevaban en la cabeza una gorra cómica e iban vestidos con un largo balandrán a rayas que aun de noche y de lejos se adivinaba sucio y desgarrado. Describieron un amplio círculo alrededor de nosotros, sin acercársenos y, en silencio, empezaron a afanarse con nuestros equipajes y a subir y a bajar de los vagones vacíos.
Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Ésta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así.
Sin saber cómo, me encontré subido a un autocar con unos treinta más; el autocar arrancó en la noche a toda velocidad; iba cubierto y no se podía ver nada afuera pero por las sacudidas se veía que la carretera tenía muchas curvas y cunetas. ¿No llevábamos escolta? ¿...tirarse afuera? Demasiado tarde, demasiado tarde, todos vamos hacia «abajo». Por otra parte, nos habíamos dado cuenta de que no íbamos sin escolta: teníamos una extraña escolta. Era un soldado alemán erizado de armas; no lo vemos porque hay una oscuridad total, pero sentimos su contacto duro cada vez que una sacudida del vehículo nos arroja a todos en un montón a la derecha o a la izquierda. Enciende una linterna de bolsillo y en lugar de gritarnos «Ay de vosotras, almas depravadas» nos pregunta cortésmente a uno por uno, en alemán y en lengua franca, si tenemos dinero o relojes para dárselos: total, no nos van a hacer falta para nada. No es una orden, esto no está en el reglamento: bien se ve que es una pequeña iniciativa privada de nuestro caronte. El asunto nos suscita cólera y risa, y una extraña sensación de alivio

MÁS ACÁ DEL BIEN Y DEL MAL
Teníamos una incorregible tendencia a ver en cada acontecimiento un símbolo y un signo. Desde hacía setenta días se hacía esperar el Wäschetauschen, la ceremonia del cambio de la ropa interior, y ya circulaba insistente la voz de que faltaba ropa interior de recambio porque, debido al avance del frente, los alemanes no podían hacer afluir a Auschwitz nuevos transportes; «por eso» la liberación estaba cerca; y paralelamente, la interpretación opuesta, que el retraso de la muda era signo seguro de una próxima liquidación integral de todo el campo. Pero la muda llegó y, como de costumbre, la dirección del Lager se preocupó de que llegase de improviso y al mismo tiempo a todos los barracones.
Es preciso saber que en el Lager la tela escasea y es preciosa; y que el único modo que tenemos de procurarnos un trapo para limpiarnos la nariz, o un retazo para los pies, es precisamente el cortarle el faldón a una camisa en el momento de la muda. Si la camisa es de manga larga, se le cortan las mangas; si no, uno se contenta con un rectángulo de abajo, o se descose uno de sus numerosos remiendos. En todo caso, hace falta algún tiempo para procurarse aguja e hilo, y para realizar la operación con cierto arte, de modo que el estropicio no sea demasiado evidente en el acto de la entrega. La ropa sucia y rasgada pasa a granel a la Sastrería del campo donde es sumariamente zurcida, luego a la desinfección con vapor (¡no al lavado!) después es redistribuida; de ahí que, para salvar la ropa usada de las mencionadas mutilaciones, sea necesario hacer llegar la muda de la manera más imprevista.
Pero, siempre como de costumbre, no se ha podido evitar que alguna mirada sagaz penetrase bajo el toldo del carro que salía de la desinfección, de modo que en pocos minutos el campo se ha enterado de la inminencia de un Wäschetauschen y, por añadidura, de que esta vez se trataba de camisas nuevas, procedentes de un transporte de húngaros llegado hace tres días.
La noticia ha tenido una resonancia instantánea. Todos los detentadores abusivos de segundas camisas, robadas u «organizadas», o tal vez honestamente compradas con pan para protegerse del frío o para invertir capital en un momento de prosperidad, se han precipitado hacia la Bolsa, esperando llegar a tiempo de cambiar por géneros de consumo su camisa de reserva antes de que la oleada de camisas nuevas, o la certeza de su llegada, devaluasen irreparablemente el precio del artículo.
La Bolsa es siempre activísima. Aunque todo cambio (mejor, toda forma de propiedad) esté explícitamente prohibido, y aunque frecuentes rastreos de los Kapos o de los Blockälteste atropellen periódicamente en una sola fuga a mercaderes, clientes y curiosos, sin embargo, en el ángulo nordeste del Lager (significativamente en el ángulo más alejado de las barracas de la SS), apenas las escuadras han vuelto del trabajo, se reúne un concurso tumultuoso, al aire libre en verano, dentro del lavadero en invierno.
Aquí vagan a decenas, con los labios entreabiertos y los ojos relucientes, los desesperados por el hambre, a los que un instinto falaz empuja allá donde las mercancías exhibidas hacen más agria la roedura del estómago y más asidua la salivación. Van provistos, en el mejor de los casos, de la mísera media ración de pan que, con esfuerzo doloroso, han ahorrado desde la mañana, con la esperanza insensata de que se presente la ocasión de un trueque ventajoso con algún ingenuo, desconocedor de las cotizaciones del momento. Algunos de éstos, con salvaje paciencia, adquieren con la media ración un litro de potaje que, al ir alejándose, someten a la metódica extracción de los pocos pedazos de patata que yacen en el fondo; hecho lo cual, la cambian por pan, y el pan por un nuevo litro que expoliar, y esto hasta el agotamiento de los nervios, o hasta que cualquier perjudicado, cogiéndole in fraganti, no les inflija una severa lección, exponiéndolos a la pública irrisión. A la misma especie pertenecen los que van a la Bolsa a vender su única camisa; ésos saben bien lo que va a suceder, en la primera ocasión, cuando el Kapo compruebe que están desnudos bajo la chaqueta. El Kapo les preguntará qué han hecho de la camisa; es una pura pregunta retórica, una formalidad útil tan sólo para entrar en materia. Le responderán que la camisa se la han robado en el lavadero; también es de rigor esta respuesta, y no pretende ser creída; en realidad, hasta las piedras del Lager saben que en noventa y nueve veces de cada ciento quien no tiene camisa la ha vendido por hambre, y que además se es responsable de la camisa porque pertenece al Lager. Entonces, el Kapo lo golpeará, le será asignada otra camisa, y antes o después todo volverá a empezar.
Cada uno en su rincón acostumbrado, se estacionan en la Bolsa los mercaderes profesionales; los primeros de entre ellos, los griegos, inmóviles y silenciosos como esfinges, agazapados detrás de las escudillas de potaje denso, fruto de su trabajo, de sus combinaciones y de su solidaridad nacional.
Los griegos se han reducido ahora a poquísimos, pero han aportado una contribución de primer orden a la fisonomía del campo y a la jerga internacional que por él circula. Todos saben que «caravana» es la escudilla, y que «la comedera es buena» quiere decir que el potaje es bueno; el vocablo que expresa la idea genérica de hurto es «klepsi–klepsi», de evidente origen griego. Estos pocos supervivientes de la colonia judía de Salónica, la del doble lenguaje, español y helénico, y de las múltiples actividades, son los depositarios de una concreta, terrena, cómplice sabiduría en la que confluyen las tradiciones de todas las civilizaciones mediterráneas. Que esta sabiduría se resuelva en el campo con la práctica sistemática y científica del hurto y del asalto a los cargos y con el monopolio de la Bolsa de los trueques, no debe hacer olvidar que su repugnancia por la brutalidad gratuita, su asombrosa conciencia de la subsistencia de una, cuando menos potencial, dignidad humana, hacían de los griegos del Lager el núcleo nacional más coherente y, bajo este punto de vista, el más civil.
Se puede encontrar en la Bolsa a los especialistas de los hurtos en la cocina, con las chaquetas hinchadas por misteriosos bultos. Mientras para el potaje hay un precio casi estable (media ración de pan por un litro), la cotización de los nabos, remolachas, patatas, es caprichosa en extremo y depende mucho, entre otros factores, de la diligencia y la corruptibilidad de los guardianes de turno en los almacenes.
Se vende el Mahorca: el Mahorca es un tabaco de desecho, en forma de astillas leñosas, oficialmente en venta en la Kantine, en paquetes de cincuenta gramos, contra la entrega de «bonos–premio» que la Buna debería distribuir entre los mejores trabajadores. Tal distribución se hace irregularmente, con gran parsimonia y evidente iniquidad, de modo que la mayor parte de los bonos terminan, directamente o por abuso de autoridad, en manos de los Kapos y de los prominentes; sin embargo, los bonos–premio de la Buna circulan en el mercado del Lager a guisa de moneda, y su valor varía en estricta obediencia a las leyes de la economía clásica.
Ha habido períodos en los que se ha pagado una ración de pan por bono–premio, luego una y cuarto, también una y un tercio; una vez ha sido cotizado a ración y media, pero luego el suministro de Mahorca en las Kantinas ha disminuido y entonces, al faltar la cobertura, la divisa se ha precipitado de golpe a un cuarto de ración. Le ha sucedido otro período de alza debido a una razón singular: el cambio de la guardia en el Frauenblock, con la llegada de un contingente de robustas muchachas polacas. En efecto, puesto que el bono–premio es válido (para los criminales y los políticos: no para los judíos, los cuales, por lo demás, no sufren por la limitación) para un ingreso en el Frauenblock, los interesados han hecho un activo y rápido acaparamiento: de donde el alza que, por lo demás, no ha durado mucho.
Entre los comunes Häftlinge, pocos son los que buscan el Mahorca para fumárselo personalmente; casi siempre sale del campo y termina en los laboratorios civiles de la Buna. Es un sistema de «kombinacja» bastante difundido: el Häftling, una vez economizada del modo que sea una ración de pan, la invierte en Mahorca; se pone cautamente en contacto con un «aficionado» civil, que adquiere el Mahorca efectuando el pago al contado con una dosis de pan superior a la inicialmente establecida. El Häftling se come el margen de ganancia y pone en circulación la ración sobrante.
Especulaciones de esta clase establecen una conexión entre la economía interior del Lager y la vida económica del mundo exterior: cuando, accidentalmente, ha llegado a faltar la distribución del tabaco a la población civil de Cracovia, el hecho, superando la barrera de alambre de púa que nos segrega del consorcio humano, ha tenido repercusión en el campo, provocando una clara alza de la cotización del Mahorca y, en consecuencia, de los bonos–premio.
El caso arriba esbozado no es sino el más esquemático: otro más complejo es el siguiente. El Häftling adquiere mediante Mahorca o pan –o quizás por donación de un civil– cualquier abominable, rasgado, sucio trapo de camisa, sin embargo, provisto aún de tres agujeros por los que pasar bien o mal los brazos y la cabeza. Siempre que no muestre más que signos de desgaste, y no de mutilaciones artificiosamente realizadas, semejante objeto, en lo que al Wäschentauschen se refiere, es válido como camisa y da derecho al cambio; todo lo más, quien lo muestra podrá recibir una adecuada dosis de golpes por haber puesto tan poco cuidado en la conservación de los indumentos de ordenanza.
Por ello, en el interior del Lager no hay gran diferencia de valor entre una camisa digna de tal nombre y un andrajo lleno de remiendos; el Häftling no tendrá dificultad en encontrar un compañero en posesión de una camisa en estado comerciable que no pueda valorizar porque, por razones de ubicación del trabajo, o de lenguaje, o de intrínseca incapacidad, no está en relación con los trabajadores civiles. Estos últimos se contentarán con un modesto porcentaje de pan para aceptar el cambio; efectivamente, el próximo Wäschentauschen restablecerá en cierto modo la nivelación repartiendo ropa buena o mala de manera perfectamente casual. Pero el primer Häftling podrá contrabandear en la Buna la camisa buena y vendérsela al civil de antes (o a cualquier otro) por cuatro, seis, hasta diez raciones de pan. Este tan elevado margen de ganancias refleja la gravedad del riesgo de salir del campo con más de una camisa puesta, o de regresar sin camisa.
Muchas son las variaciones sobre este tema. Hay quien no duda en sacarse las fundas de oro de las muelas para venderlas en la Buna por pan o tabaco; pero es más común el caso de que semejante tráfico tenga lugar por persona interpuesta. Un «número alto», es decir, un recién llegado, llegado hace poco pero ya lo suficientemente embrutecido por el hambre y por la extremada tensión de la vida en el campo, es oteado por un «número bajo» a causa de alguna rica prótesis dental que lleve puesta; el «bajo» ofrece al «alto» tres o cuatro raciones de pan al contado por someterse a la extracción. Si el alto acepta, el bajo paga, se lleva el oro a la Buna y, si está en contacto con un civil de confianza, del que no sean de temer delaciones o estafas, puede realizar sin más una ganancia de hasta diez, veinte o más raciones, que le son pagadas gradualmente, una o dos al día. Advirtamos a tal propósito que, contrariamente a lo que sucede en la Buna, cuatro raciones de pan son el importe máximo de los negocios que se concluyen en el campo, porque aquí sería prácticamente imposible tanto estipular contratos a crédito, como preservar de la codicia ajena y del hambre propia una cantidad mayor de pan.
El tráfico con los civiles es un elemento característico del Arbeitslager y, como se acaba de ver, determina la vida económica. Es por lo demás delito, explícitamente contemplado por el reglamento del campo y asimilado al delito «político»; por ello es castigado con particular severidad. El Häftling convicto de Handel mit Zivilisten, si no dispone de buenas influencias; acaba en Gleiwitz III, en Janina, en las minas de carbón de Heidebreck; lo que significa la muerte por agotamiento en el transcurso de unas pocas semanas. Además, el mismo trabajador civil cómplice suyo puede ser denunciado a la autoridad competente alemana y condenado a pasar un período variable, según me consta, de quince días a ocho meses en Vernichtunslager, en las mismas condiciones que nosotros. Los obreros a los que se aplica este género de talión son expoliados como nosotros a la entrada, pero sus efectos personales se conservan en un almacén a propósito. No se los tatúa y conservan su pelo, lo que los hace fácilmente reconocibles, pero durante todo el tiempo del castigo se los somete al mismo trabajo que a nosotros y a nuestra disciplina; excluidas, desde luego, las selecciones.
Trabajan en Kommandos especiales y no tienen contacto de ningún género con los Häftlinge comunes. En efecto, para ellos el Lager es un castigo y, si no mueren de cansancio o de enfermedad
tienen muchas probabilidades de volver entre los hombres; si se les diese la posibilidad de comunicarse con nosotros, ello abriría una brecha en el muro que nos tiene muertos para el mundo, y una rendija sobre el misterio que reina entre los hombres libres en torno a nuestro estado. En cambio, para nosotros, el Lager no es un castigo; para nosotros no se prevé un término, y el Lager no es otra cosa que el género de existencia a nosotros asignado, sin límites de tiempo, en el seno del organismo social germánico.
Una sección de nuestro mismo campo está destinada por supuesto a los trabajadores civiles de todas las nacionalidades que deben residir en él durante un tiempo más o menos largo, en expiación de sus relaciones ilícitas con los Häftlinge. Dicha sección está separada del resto del campo mediante un alambre de púas, y se llama E–Lager, y E–Häftlinge se llaman sus huéspedes. E es la inicial de Erziehung, que significa «educación».
Todas las combinaciones hasta ahora descritas están fundadas en el contrabando de material perteneciente al Lager. Por eso, los SS son tan rigurosos al reprimirlos: el mismo oro de nuestros dientes es propiedad suya, puesto que, arrancado de las mandíbulas de los vivos y de los muertos, todo termina antes o después en sus manos. Es, por lo tanto, natural que se ocupen de que el oro no salga del campo.
Pero contra el hurto en sí la dirección del campo no tiene ninguna prevención. Lo demuestra la actitud de amplia connivencia manifestada por los SS frente al contrabando inverso.
Aquí, las cosas son generalmente más sencillas. Se trata de robar o de comprar después de robado alguno de los variados utensilios, herramientas, materiales, productos, etcétera con los que a diario estamos en contacto en la Buna por razones de trabajo; introducirlo en el campo por la tarde, encontrar el cliente y efectuar el trueque por pan o sopa. Este tráfico es intensísimo: para determinados artículos, que no obstante son necesarios para la vida normal del Lager, ésta, la del hurto en la Buna, es la única y regular vía de abastecimiento. Son típicos los casos de las escobas, de los barnices, del alambre eléctrico, del betún de los zapatos. Valga como ejemplo el tráfico de esta última mercancía.
Como ya hemos dicho en otra parte, el reglamento del campo prescribe que todas las mañanas los zapatos se embetunen y se les saque brillo, y cada Blockältester es responsable ante los SS de la obediencia a esta disposición por parte de todos los hombres de su barracón. Se podría, pues, pensar que cada barracón disfruta de una asignación periódica de betún para los zapatos, pero no es así: el mecanismo es otro. Es necesario anticipar que cada barracón recibe, por las tardes, una asignación de potaje que es un poco mayor que la suma de las raciones reglamentarias; el exceso es repartido según el arbitrio del Blockältester, el cual se procura, en primer lugar, las atenciones para sus amigos y protegidos, en segundo, las compensaciones debidas a los barrenderos, a los guardias nocturnos, a los inspectores de piojos y a todos los demás funcionarios prominentes de la barraca. Lo que todavía queda (y todo Blockältester astuto hace que siempre sobre), sirve precisamente para las compras.
Lo demás se comprende: los Häftlinge a los que se les ofrece en la Buna la ocasión de llenarse la escudilla de grasa o de aceite de máquina (o de otras cosas: cualquier sustancia negruzca y untuosa se considera al fin adecuada), llegados al campo por la tarde, hacen sistemáticamente la ronda de los barracones hasta que encuentran al Blockältester desprovisto del artículo o que quiere tenerlo en reserva. Por lo demás, cada barraca tiene por lo menos su abastecedor habitual, con el cual ha sido pactada una compensación fija diaria a condición de que proporcione la grasa cada vez que la reserva esté a punto de acabarse.
Todas las noches, junto a las puertas de los Tagesräume, se estacionan pacientemente los puestos de los proveedores: quietos y en pie durante horas y horas bajo la lluvia o la nieve, hablan agitadamente y en voz baja de cuestiones relacionadas con las variaciones de los precios y del valor del bono–premio. De cuando en cuando alguno se separa del grupo, hace una breve visita a la Bolsa y vuelve con las últimas noticias.
Además de los ya nombrados, son innumerables los artículos disponibles en la Buna que pueden ser útiles en el Block, ser agradecidos por el Blockältester, o suscitar el interés o la curiosidad de los prominentes. Bombillas, cepillos, jabón corriente o de barba, limas, pinzas, sacos, clavos; se despacha el alcohol metílico, bueno para hacer bebidas, y la bencina, buena para encendedores, prodigios de la industria secreta de los artesanos del Lager.
En esta compleja red de hurtos y contrahurtos, alimentados por la sorda hostilidad entre los comandos SS y la autoridad civil de la Buna, función de primer orden tiene el Ka–Be. El Ka–Be es el lugar de menor resistencia, la válvula por la que más fácilmente pueden evadirse los reglamentos y eludirse la vigilancia de los Kapos. Todos saben que son los mismos enfermeros los que reincorporan al mercado, a bajo precio, la ropa y los zapatos de los muertos y de los seleccionados que parten desnudos para Birkenau; son los enfermeros y los médicos los que exportan de la Buna los sulfamídicos asignados, vendiéndolos a los civiles contra géneros alimentarios.
Además, los enfermeros obtienen grandes ganancias del tráfico de cucharas. El Lager no provee de cuchara a los recién llegados, aunque el potaje semilíquido no pueda ser consumido de otra manera. Las cucharas se fabrican en la Buna, a escondidas y en los ratos libres, por los Häftlinge que trabajan como especialistas en los Kommandos de herreros y hojalateros; se trata de bastas y pesadas herramientas, hechas con chapas trabajadas a martillazos, frecuentemente con el mango afilado, de modo que sirva al mismo tiempo de cuchillo para cortar el pan. Los mismos fabricantes las venden directamente a los recién llegados; una cuchara sencilla vale media ración, una cuchara–cuchillo tres cuartos de ración de pan. Ahora bien, es ley que en el Ka–Be se pueda entrar con la cuchara, pero no salir con ella. A los curados, en el acto de darlos de alta y antes de vestirlos, la cuchara les es confiscada por los enfermeros, que la envían en venta a la Bolsa. Añadiendo a las cucharas de los curados las de los muertos y las de los seleccionados, los enfermeros llegan a percibir a diario las ganancias de la venta de una cincuentena de cucharas. Por el contrario, los enfermos dados de alta se ven obligados a reanudar el trabajo con la desventaja inicial de media ración de pan asignada a la adquisición de una nueva cuchara.
En fin, el Ka–Be es el principal cliente y comprador de los hurtos consumados en la Buna: del potaje destinado al Ka–Be veinte buenos litros al día son presupuestados como fondo de hurtos para adquirir de los especialistas los artículos más variados. Hay quien roba el fino tubo de goma utilizado en el Ka–Be para las enteroirrigaciones y las sondas gástricas; quien llega a ofrecer los lapiceros y tintas de colores, necesarios para la complicada contabilidad de la comandancia del Ka–Be; los termómetros y la vajilla y los reactivos químicos que salen de los almacenes de la Buna en los bolsillos de los Häftlinge y se emplean en la enfermería como material sanitario.
Y no querría pecar de inmodestia al añadir que ha sido nuestra, de Alberto y mía, la idea de robar los rollos de papel milimetrado de los termógrafos de la Oficina de Desecación y ofrecérselos al Médico Jefe del Ka–Be, sugiriéndole que lo emplee bajo la forma de módulos para los diagramas pulso–temperatura.
En conclusión, el hurto en la Buna, castigado por la Dirección Civil, es autorizado y estimulado por los SS; el hurto en el campo, reprimido severamente por los SS, es considerado por los civiles una operación normal de cambio; el hurto entre Häftlinge es generalmente castigado pero el castigo afecta con la misma gravedad al ladrón y al robado. Quiero invitar ahora al lector a que reflexione sobre lo que podrían significar en el Lager nuestras palabras «bien» y «mal», «justo» e «injusto»; que juzgue, basándose en el cuadro que he pintado y los ejemplos más arriba expuestos, cuánto de nuestro mundo moral normal podría subsistir más allá de la alambrada de púas.
Los hundidos y los salvados
Ésta, de la que hemos hablado y hablaremos, es la vida ambigua del Lager. De esta manera dura, estrujados contra el fondo, han vivido muchos hombres de nuestros días, pero todos durante un tiempo relativamente breve; por lo que quizás sea posible preguntarse si realmente merece la pena, y si está bien, que de esta excepcional condición humana quede cualquier clase de recuerdo.
A esta pregunta estoy inclinado a responder afirmativamente. En efecto, estoy persuadido de que ninguna experiencia humana carece de sentido ni es indigna de análisis, y de que, por el contrario, hay valores fundamentales, aunque no siempre positivos, que se pueden deducir de este mundo particular del que estamos hablando. Querría hacer considerar de qué manera el Lager ha sido, también y notoriamente, una gigantesca experiencia biológica y social.
Enciérrense tras la alambrada de púas a millares de individuos diferentes en edades, estado, origen, lengua, cultura y costumbres, y sean sometidos aquí a un régimen de vida constante, controlable, idéntico para todos y por debajo de todas las necesidades: es cuanto de más riguroso habría podido organizar un estudioso para establecer qué es esencial y qué es accesorio en el comportamiento del animal-hombre frente a la lucha por la vida.
No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin inhibiciones. Pienso más bien que, en cuanto a esto, tan sólo se puede concluir que, frente a la necesidad y el malestar físico oprimente, muchas costumbres e instintos sociales son reducidos al silencio.
Me parece, en cambio, digno de atención este hecho: queda claro que hay entre los hombres dos categorías particularmente bien distintas: los salvados y los hundidos. Otras parejas de contrarios (los buenos y los malos, los sabios y los tontos, los cobardes y los valientes, los desgraciados y los afortunados) son bastante menos definidas, parecen menos congénitas, y sobre todo admiten gradaciones intermedias más numerosas y complejas.
Esta división es mucho menos evidente en la vida común; en ésta no sucede con frecuencia que un hombre se pierda, porque normalmente el hombre no está solo y, en sus altibajos, está unido al destino de sus vecinos; por lo que es excepcional que alguien crezca en poder sin límites o descienda continuamente de derrota en derrota hasta la ruina. Además, cada uno posee por regla general reservas espirituales, físicas e incluso pecuniarias tales, que la eventualidad de un naufragio, de una insuficiencia ante la vida, tiene menor probabilidad. Añádase también la sensible acción de amortiguación que ejerce la ley, y el sentimiento moral, que es una ley interior; en efecto, un país se considera tanto más desarrollado cuanto más sabias y eficientes son las leyes que impiden al miserable ser demasiado miserable y al poderoso ser demasiado poderoso.
Pero en el Lager sucede de otra manera: aquí, la lucha por la supervivencia no tiene remisión porque cada uno está desesperadamente, ferozmente solo. Si un tal Null Achtzehn vacila, no encontrará quien le eche una mano; encontrará más bien a alguien que le eche a un lado, porque nadie está interesado en que un «musulmán»1 más se arrastre cada día al trabajo: y si alguno, mediante un prodigio de salvaje paciencia y astucia, encuentra una nueva combinación para escurrirse del trabajo más duro, un nuevo arte que le rente unos gramos más de pan, tratará de mantenerla en secreto, y por ello será estimado y respetado, y le producirá un beneficio personal y exclusivo; será más fuerte, y será temido por ello, y quien es temido es, ipso facto, un candidato a sobrevivir.
En la historia y en la vida, parece a veces discernirse una ley feroz que reza: «a quien tiene, le será dado; a quien no tiene, le será quitado». En el Lager, donde el hombre está solo y la lucha por la vida se reduce a su mecanismo primordial, esta ley inicua está abiertamente en vigor, es reconocida por todos. Con los adaptados, con los individuos fuertes y astutos, los mismos jefes mantienen con gusto relaciones, a veces casi de camaradas, porque tal vez esperan obtener más tarde alguna utilidad. Pero a los «musulmanes», a los hombres que se desmoronan, no vale la pena dirigirles la palabra, porque ya se sabe que se lamentarán y contarán lo que comían en su casa. Vale menos aún la pena hacerse amigo suyo, porque no tienen en el campo amistades ilustres, no comen nunca raciones extras, no trabajan en Kommandos ventajosos y no conocen ningún modo secreto de organizarse. Y, finalmente, se sabe que están aquí de paso y que dentro de unas semanas no quedará de ellos más que un puñado de cenizas en cualquier campo no lejano y, en un registro, un número de matrícula vencido. Aunque englobados y arrastrados sin descanso por la muchedumbre innumerable de sus semejantes, sufren y se arrastran en una opaca soledad íntima, y en soledad mueren o desaparecen, sin dejar rastros en la memoria de nadie.
El resultado de este despiadado proceso de selección natural habría podido leerse en las estadísticas del movimiento de los Lager. En Auschwitz, en el año 1944, de los prisioneros judíos veteranos (de los otros no hablaré aquí, porque sus condiciones eran diferentes), kleine Nummer, números bajos inferiores al ciento cincuenta mil, pocos centenares sobrevivían: ninguno de éstos era un vulgar Häftling, que vegetase en los Kommandos vulgares y recibiese la ración normal. Quedaban solamente los médicos, los sastres, los zapateros remendones, los músicos, los cocineros, los jóvenes homosexuales atractivos, los amigos y paisanos de alguna autoridad del campo; además de individuos particularmente crueles, vigorosos e inhumanos, instalados (a consecuencia de la investidura por parte del comando de los SS, que en tal selección demostraban poseer un satánico conocimiento de la humanidad) en los cargos de Kapo, de Blockältester u otros: y, en fin, los que, aunque sin desempeñar funciones especiales, siempre habían logrado, gracias a su astucia y energía, organizarse con éxito, obteniendo así, además de ventaja material y reputación, la indulgencia y estima de los poderosos del campo. Quien no sabe convertirse en un Organisator, Kombinator, Prominenz (¡atroz elocuencia de los términos!) termina pronto en «musulmán». Un tercer camino hay en la vida, donde es más bien la norma; no lo hay en el campo de concentración.
Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben, no comer más que la ración, atenerse a la disciplina del trabajo y del campo. La experiencia ha demostrado que, de este modo, sólo excepcionalmente se puede durar más de tres meses. Todos los «musulmanes» que van al gas tienen la misma historia o, mejor dicho, no tienen historia; han seguido por la pendiente hasta el fondo, naturalmente, como los arroyos que van a dar a la mar. Una vez en el campo, debido a su esencial incapacidad, o por desgracia, o por culpa de cualquier incidente trivial, se han visto arrollados antes de haber podido adaptarse; han sido vencidos antes de empezar, no se ponen a aprender alemán y a discernir nada en el infernal enredo de leyes y de prohibiciones, sino cuando su cuerpo es una ruina, y nada podría salvarlos de la selección o de la muerte por agotamiento. Su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos, los Muselmänner, los hundidos, los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no–hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla.
Son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese encerrar a todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen, que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento.
Si los hundidos no tienen historia, y una sola y ancha es la vía de la perdición, las vías de la salvación son, en cambio, muchas, ásperas e impensadas.
La vía maestra, como ya he dicho, es la Prominenz. Prominenten se llaman los funcionarios del campo a partir del director–Häftling (Lagerältester), los Kapos, los cocineros, los enfermeros, los guardias nocturnos, hasta los barrenderos de las barracas y los Scheissminister y Bademeister (encargados de letrinas y duchas). Más especialmente interesan aquí los prominentes judíos puesto que, mientras a los otros se los investía de cargos automáticamente al ingresar en el campo, en virtud de su supremacía natural, los judíos debían intrigar y luchar duramente para obtenerlos.
Los prominentes judíos constituyen un triste y notable fenómeno humano. Convergen en ellos los sufrimientos presentes, pasados y atávicos, y las tradiciones y la educación de hostilidad hacia el extranjero, para convertirlos en monstruos de insociabilidad y de insensibilidad.
Son el típico producto de la estructura del Lager alemán: ofrézcase a algunos individuos en estado de esclavitud una posición privilegiada, cierta comodidad y una buena probabilidad de sobrevivir, exigiéndoles a cambio la traición a la solidaridad natural con sus compañeros, y seguro que habrá quien acepte. Éste será sustraído a la ley común y se convertirá en intangible; será por ello tanto más odiado cuanto mayor poder le haya sido conferido. Cuando le sea confiado el mando de una cuadrilla de desgraciados, con derecho de vida y muerte sobre ellos, será cruel y tiránico porque entenderá que si no lo fuese bastante, otro, considerado más idóneo, ocuparía su puesto. Sucederá además que su capacidad de odiar, que se mantenía viva en dirección a sus opresores, se volverá, irracionalmente, contra los oprimidos, y él se sentirá satisfecho cuando haya descargado en sus subordinados la ofensa recibida de los de arriba.
Me doy cuenta de que todo esto está lejos del cuadro que suele imaginarse de los oprimidos que se unen, si no para resistir, cuando menos para sobrellevar algo. No excluyo que así puede ser cuando la opresión no supera un determinado límite, o quizá cuando el opresor, por inexperiencia o por magnanimidad, lo tolera o lo estimula. Pero advierto que en nuestros días, en todos los países en los que un pueblo ha puesto su pie de invasor, se ha establecido una situación análoga de rivalidad y de odio entre los sometidos; y esto, como otros muchos hechos humanos, se ha podido comprobar en los Lager con particular y cruel evidencia.
Sobre los prominentes no judíos hay menos que decir, aunque fuesen con mucho los más numerosos (ningún Häftling «ario» carecía de un cargo, aunque fuese modesto). Que hayan sido estúpidos y bestiales resulta natural si se piensa que la mayor parte eran criminales comunes escogidos en las cárceles alemanas con vistas a su empleo como vigilantes en los campos para judíos; y pienso que ésta fue una elección muy cuidadosa, porque me niego a creer que los escuálidos ejemplares humanos a los que vi en acción representen al tipo medio, no de los alemanes en general, sino tampoco de los presidiarios alemanes en particular. Es más difícil explicarse cómo en Auschwitz los prominentes políticos alemanes, polacos y rusos rivalizasen en brutalidad con los reos comunes. Pero es bien sabido que en Alemania el calificativo de delito político se aplicaba también a hechos tales como el comercio clandestino, las relaciones ilícitas con judías, y los hurtos en perjuicio de funcionarios del Partido. Los políticos «verdaderos» vivían y morían en otros campos, de nombre ahora tristemente famoso, en condiciones notoriamente durísimas, pero diferentes en muchos aspectos de las aquí descritas.
Pero además de los funcionarios propiamente dichos, hay otra vasta categoría de prisioneros que, no favorecidos inicialmente por el destino, luchan tan sólo con sus fuerzas por sobrevivir. Hay que remontar la corriente; dar la batalla todos los días al hambre, al frío y a la consiguiente inercia; resistirse a los enemigos y no apiadarse de los rivales; aguzar el ingenio, ejercitar la paciencia, fortalecer la voluntad. O, también, acallar la dignidad y apagar la luz de la conciencia, bajar al campo como brutos contra otros brutos, dejarse guiar por las insospechadas fuerzas subterráneas que sostienen a las estirpes y a los individuos en los tiempos crueles. Muchísimos han sido los caminos imaginados y seguidos por nosotros para no morir: tantos como son los caracteres humanos. Todos suponen una lucha extenuadora de cada uno contra todos, y muchos, una suma no pequeña de aberraciones y de compromisos. El sobrevivir sin haber renunciado a nada del mundo moral propio, a no ser debido a poderosas y directas intervenciones de la fortuna, no ha sido concedido más que a poquísimos individuos superiores, de la madera de los mártires y de los santos.


En cuántos modos es posible acceder a la salvación, procuraré demostrarlo contando las historias de Schepschel, Alfred L., Elías y Henri.
Schepschel vive en el Lager desde hace cuatro años. Ha visto morir a su alrededor a decenas de millares de sus semejantes a partir del pogromo que lo ha sacado de su pueblo en Galitzia. Tenía mujer y cinco hijos, y un próspero negocio de guarnicionería, pero desde hace mucho tiempo ha dejado de pensar en sí mismo más que como un saco que debe ser llenado periódicamente. Schepschel no es muy robusto, ni muy valiente, ni muy malo; ni siquiera es particularmente astuto, y nunca ha encontrado un empleo que le conceda un poco de respiro, sino que se ha reducido a los expedientes ocasionales e intermitentes, a las kombinacje, como aquí las llaman.
De vez en cuando roba en la Buna una escoba y se la vende al Blockältester, cuando consigue ahorrar un poco de capital–pan, arrienda las herramientas del remendón del Block, que es su paisano, y trabaja un poco por su cuenta; sabe hacer tirantes con cable eléctrico trenzado; Sigi me ha dicho que durante el descanso de mediodía lo ha visto cantar y bailar delante de la barraca de los obreros eslovacos, que lo recompensan a veces con las sobras de su potaje.
Dicho esto, uno puede sentirse inclinado a pensar en Schepschel con indulgente simpatía, como en un mezquino cuyo espíritu no alberga más que un humilde y elemental deseo de vivir, y que lleva adelante valerosamente su pequeña lucha para no sucumbir. Pero Schepschel no es una excepción, y cuando se presentó la ocasión no dudó en hacer condenar a la fustigación a Moischl que había sido su cómplice en un hurto en la cocina, con la esperanza mal fundada de hacer méritos ante los ojos del Blockältester y de promover su candidatura al puesto de lavador de marmitas.
La historia del ingeniero Alfred L. demuestra, entre otras cosas, cuán vano es el mito de la igualdad original de los hombres.
L. dirigía en su país una importantísima fábrica de productos químicos, y su nombre era (y es) conocido en los ambientes industriales de Europa. Era un hombre robusto de unos cincuenta años; no sé cómo fue arrestado, pero en el campo había entrado como entraban todos: desnudo, solo y desconocido. Cuando yo lo conocí estaba muy echado a perder, pero conservaba en la cara los rasgos de una energía disciplinada y metódica; en aquel tiempo, sus privilegios se limitaban a la limpieza diaria de la marmita de los obreros polacos; este trabajo, del que había obtenido no sé cómo la exclusividad, le rendía media escudilla de sopa al día. No bastaba ciertamente esto para satisfacer su hambre; sin embargo, nadie lo había oído nunca lamentarse. Por el contrario, las palabras que dejaba caer eran tales como para hacer pensar en grandiosos recursos secretos, en una «organización» sólida y fructífera.
Cosa que su aspecto confirmaba. L. tenía «una línea»: las manos y la cara siempre perfectamente limpias, tenía la rarísima abnegación de lavarse cada quince días la camisa, sin esperar al cambio bimestral (hagamos notar aquí que lavar la camisa quiere decir encontrar el jabón, encontrar tiempo, encontrar sitio en el lavadero lleno de gente; avenirse a vigilar atentamente, sin desviar los ojos un instante, la camisa mojada, y ponérsela, naturalmente, todavía mojada, a la hora de silencio, en la que se apagan las luces); tenía un par de chanclos de madera para ir a la ducha y, finalmente, su traje a rayas era singularmente apropiado para su talla, limpio y nuevo. L. se había procurado en sustancia todo el aspecto de prominente bastante antes de serlo: ya que sólo mucho tiempo después he sabido que toda esta ostentación de prosperidad se la había sabido ganar L. con increíble tenacidad, pagando cada una de las adquisiciones y servicios con el pan de su misma ración, y constriñéndose así a un régimen de privaciones suplementarias.
Su plan era para un futuro lejano, lo que es tanto más notable cuanto que había sido concebido en un ambiente en el que dominaba la mentalidad de lo provisional; y L. lo llevó a cabo con rígida disciplina interior, sin piedad para consigo mismo ni, con más razón, para con los compañeros que se le cruzaban en el camino. L. sabía que entre el ser considerado poderoso y el llegar a serlo, el paso es corto y que, en todas partes, pero particularmente en medio de la general nivelación el Lager, un aspecto respetable es la mejor garantía de ser respetado. Dedicó todos sus cuidados a no ser confundido con el rebaño: trabajaba con ímpetu ostentoso, exhortando también en ocasiones a los compañeros con tono persuasivo y deprecatorio; evitaba la lucha cotidiana por el mejor puesto en la cola del rancho y se adaptaba a recibir todos los días la primera ración, notoriamente más líquida, de modo que el Blockältester lo advirtiese por su disciplina. Para completar su despego, en las relaciones con los compañeros se comportaba siempre con la mayor cortesía compatible con su egoísmo, que era absoluto.
Cuando fue constituido, como se dirá, el Kommando Químico, L. comprendió que su hora había sonado: no necesitaba sino su ropa limpia y su cara magra, sí, pero afeitada, en medio del rebaño de colegas sórdidos y desaliñados, para convencer inmediatamente al Kapo y al Arbeitsdienst de que era un auténtico salvado, un prominente en potencia; por lo que (a quien tiene, le será dado) fue inmediatamente promovido a «especializado», nombrado jefe técnico del Kommando, y adoptado por la dirección de la Buna como analista del laboratorio de la sección de estiroleno. Fue encargado en seguida de ir inspeccionando las nuevas adquisiciones del Kommando Químico, para juzgar sobre su habilidad profesional, lo que hizo siempre con extremado rigor, especialmente de cara a aquellos en quienes barruntaba posibles futuros competidores.
Ignoro la continuación de su historia, pero me parece muy probable que haya escapado a la muerte y viva hoy su fría vida de dominador resuelto y sin alegría.
Elías Lindzin, 141565, cayó un día, inexplicablemente, en el Kommando Químico. Era un enano, de no más de un metro y medio, pero nunca he visto musculatura como la suya. Cuando está desnudo, se le ve cada uno de sus músculos trabajar bajo la piel, potente y móvil como un animal independiente; agrandado sin alterar sus proporciones, su cuerpo sería un buen modelo para Hércules: pero no hay que mirarle la cabeza.
Bajo el cuero cabelludo, las suturas craneanas sobresalen desmesuradas. El cráneo es macizo y da la impresión de ser de metal o de piedra; se ve el limite negro de los pelos cortados apenas a un dedo por encima de las cejas. La nariz, la barbilla, la frente, los pómulos, son duros y compactos, toda la cara parece una cabeza de ariete, un instrumento hecho para golpear. De su persona emana un aire de vigor bestial.
Ver trabajar a Elías es un espectáculo desconcertante; los Meister polacos, los mismos alemanes se paran a veces para admirar a Elías en acción. Parece que nada le resulta imposible. Mientras nosotros acarreamos a duras penas un saco de cemento, Elías carga con dos, luego tres, luego cuatro, manteniéndolos en equilibrio no se sabe cómo, y mientras anda rápidamente sobre las piernas cortas y enanas, hace muecas bajo la carga, se ríe, insulta, ruge y canta sin parar, como si tuviese pulmones de bronce. Elías, a pesar de los chanclos de madera, se encarama como un simio en los andamios y corre seguro por las vigas suspensas en el vacío; lleva seis ladrillos por vez basculándole en la cabeza; sabe hacerse una cuchara de un pedazo de chapa, y un cuchillo de desecho de acero; encuentra por doquier papel, leña y carbón seco y sabe encender en pocos instantes un fuego, incluso bajo la lluvia. Sabe el oficio de sastre, el de carpintero, el de zapatero, el de barbero; escupe a distancias increíbles; canta, con voz de bajo no desagradable, canciones polacas y yiddish nunca oídas antes; puede ingerir seis, ocho, diez litros de sopa sin vomitar y sin tener diarrea, y reanuda el trabajo inmediatamente después. Sabe hacer que le salga entre los hombros una gruesa joroba y camina alrededor de la barraca patituerto y contrahecho, chillando y declamando de manera incomprensible, entre las risas de los poderosos del campo. Lo he visto luchar con un polaco que le llevaba una cabeza y derribarlo de un cabezazo en el estómago, potente y preciso como una catapulta. Jamás lo he visto descansar, nunca lo he visto callado o quieto, no lo he sabido herido o enfermo.
De su vida de hombre libre nadie sabe nada; por lo demás, representarse a Elías en traje de hombre libre exige un profundo esfuerzo de la fantasía y de la inducción. No habla más que polaco y el yiddish torvo y deforme de Varsovia; además, es imposible conversar con él de manera oherente. Podría tener veinte o cuarenta años; generalmente dice que tiene treinta y tres y que ha tenido diecisiete hijos; lo que no es inverosímil. Habla continuamente de los temas más distintos; siempre con voz tonante, con acento oratorio, con violenta mímica de esquizofrénico. Como si siempre se dirigiese a un público muy nutrido: y, como es natural, el público no le falta nunca. Los que entienden su lenguaje se beben sus palabras declamatorias retorciéndose de risa, le golpean los hombros duros entusiasmados, lo estimulan a proseguir; mientras él, feroz y enfurruñado, se revuelve como una fiera entre el corro de espectadores, apostrofando ora a éste ora a aquél; de repente coge a uno por el pecho con su pequeña garra ganchuda, lo atrae hacia sí irresistiblemente, le vomita en la cara atónita una incomprensible invectiva, después lo arroja hacia atrás como si fuese una gavilla y, entre aplausos y risas, con los brazos alzados hacia el cielo como un pequeño y monstruoso profeta, continúa su discurso furibundo y enloquecido.
Su fama de trabajador excepcional se difundió bastante pronto y, gracias a la absurda ley del Lager, desde entonces dejó prácticamente de trabajar. Su trabajo era directamente solicitado por el Meister para aquellas faenas tan sólo en las que fuesen necesarios una pericia y un vigor particulares. Aparte de estas prestaciones, vigilaba, insolente y violento, nuestra vulgar faena cotidiana, eclipsándose con frecuencia para hacer misteriosas visitas aventureras en quién sabe qué rincones del tajo, de donde volvía con grandes bultos en los bolsillos y frecuentemente con el estómago visiblemente lleno.
Elías es natural e inocentemente ladrón: manifiesta en esto la instintiva astucia de los animales salvajes. Nunca es cogido con las manos en la masa, porque no roba más que cuando se presenta una ocasión segura: pero cuando ésta se presenta, Elías roba, fatal y previsiblemente, como cae una piedra que se arroja. Aparte el hecho de que es difícil sorprenderlo, es claro que de nada serviría castigarlo por sus hurtos, puesto que no son más que un acto vital como cualquier otro, como respirar y dormir.
Puede preguntarse uno ahora qué clase de hombre es este Elías. Si se trata de un loco, incomprensible y extrahumano, que ha acabado en el Lager por casualidad. Si es un atavismo, extraño a nuestro mundo moderno y mejor adaptado a las primordiales condiciones de vida del campo. O si, por el contrario, no será un producto del campo, el que todos nosotros acabaremos por ser si es que en el campo no morimos, si no se acaba antes el mismo campo.
Hay algo de verdad en las tres suposiciones. Elías ha sobrevivido a la destrucción de afuera porque es físicamente indestructible; ha resistido a la aniquilación interior porque es un demente. Es, pues, en primer lugar, un superviviente: es el más adaptado, el ejemplar humano más idóneo para este modo de vivir.
Si Elías recobra la libertad se verá confinado al margen del consorcio humano, en una cárcel o en un manicomio. Pero aquí, en el Lager, no hay criminales ni locos: no hay criminales porque no hay una ley moral que infringir; no hay locos porque estamos programados y toda acción nuestra es, en cuanto a tiempo y lugar, sensiblemente la única posible.
En el Lager Elías prospera y triunfa. Es un buen trabajador y un buen organizador, y por esta doble razón está asegurado contra las selecciones y es respetado por los jefes y los compañeros. Para quien no tenga sólidos remedios internos, para quien no sepa sacar de la conciencia de sí mismo la fuerza necesaria para aferrarse a la vida, el único camino de salvación conduce a Elías: a la demencia y a la bestialidad traicionera. Ninguno de los demás caminos tiene salida.
Dicho esto, quizás alguien se vería tentado a sacar conclusiones, y hasta a deducir normas, para la vida cotidiana. ¿No habrá alrededor de nosotros algunos Elías más o menos consumados? ¿No vemos vivir a individuos sin objetivo ninguno, y negados a toda forma de autocontrol y de conciencia?; éstos no viven a pesar de estos fallos, sino, precisamente, como Elías, en función de ellos.
La cuestión es grave, y no será ulteriormente discutida, porque éstas quieren ser historias del Lager, y sobre el hombre de fuera del Lager ya se ha escrito mucho. Pero aún me gustaría añadir algo: Elías, por cuanto me es posible juzgar desde fuera, y por cuanto la frase pueda tener de significativo, Elías era verosímilmente un individuo feliz.
Henri es en cambio eminentemente social y culto, y su estilo de supervivencia en el Lager cuenta con una teoría completa y orgánica. Sólo tiene veintidós años; es inteligentísimo, habla francés, alemán, inglés y ruso, tiene una óptima cultura científica y literaria. Su hermano ha muerto en Buna el invierno pasado, y desde aquel día Henri se ha desvinculado de todo afecto; se ha encerrado en sí mismo como en una coraza y lucha para vivir sin distraerse, con todos los recursos que puede obtener de su inteligencia pronta y de su educación refinada. Según la teoría de Henri, para huir de la aniquilación tres son los métodos que el hombre puede poner en práctica sin dejar de ser digno de llamarse hombre: la organización, la compasión y el hurto.
Él mismo practica los tres. Nadie es mejor estratega que Henri para sonsacar («cultivar» dice él) a los prisioneros de guerra ingleses. Éstos se convierten, en sus manos, en auténticas gallinas de los huevos de oro: piénsese que del cambio de un solo cigarrillo inglés se obtiene lo suficiente para el hambre de todo un día. Henri ha sido sorprendido un día en el momento de comerse un auténtico huevo duro.
El tráfico de las mercancías de procedencia inglesa es un monopolio de Henri, y hasta aquí se trata de organización; pero su instrumento de penetración, con los ingleses y con los demás, es la piedad. Henri tiene el cuerpo y la cara delicados y sutilmente perversos del San Sebastián del Sodoma: sus ojos son negros y profundos, todavía no tiene barba, se mueve con lánguida y natural elegancia (aunque cuando es necesario sabe correr y saltar como un gato, y la capacidad de su estómago es apenas inferior a la de Elías). Henri tiene perfecta conciencia de sus dotes naturales, y les saca partido con la fría competencia de quien maneja un instrumento científico: los resultados son sorprendentes. Se trata, en el fondo, de un descubrimiento: Henri ha descubierto que la compasión, siendo un sentimiento primario e irreflexivo, se compagina bastante bien, si es hábilmente instilada, incluso con los ánimos primitivos de los brutos que nos mandan, de los mismos que no tienen reparo en derribarnos a golpes sin porqué, y a patearnos una vez en el suelo, y no se le ha escapado la gran importancia práctica de este descubrimiento, sobre el que ha montado su industria personal.
Como el icneumón paraliza a las gordas orugas peludas hiriéndolas en su único ganglio vulnerable, así aprecia Henri, con una mirada, al sujeto, son type; le habla brevemente, a cada uno con el lenguaje apropiado, y el type es conquistado: escucha con creciente simpatía, se conmueve con la suerte del joven desventurado, y no hace falta mucho tiempo para que empiece a rendirle provecho.
No hay alma tan endurecida en la que Henri no consiga abrir brecha, si se pone a ello seriamente. En el Lager, y también en la Buna, sus protectores son numerosísimos: soldados ingleses, obreros civiles franceses, ucranianos, polacos; «políticos» alemanes: cuatro Blockälteste por lo menos, un cocinero, hasta un SS. Pero su campo preferido es el Ka–Be, en el Ka–Be tiene entrada libre, el doctor Citron y el doctor Weiss son, más que sus protectores, sus amigos, y lo asilan cuando quiere y con el diagnóstico que quiere. Eso sucede especialmente a la vista de las selecciones y en los períodos de trabajo más gravosos: a «invernar», dice él.
Disponiendo de tan importantes amistades, es natural que Henri raramente se vea reducido a la tercera vía, al hurto; por otra parte, se comprende que, sobre este asunto, no se confíe de buena gana.
Es muy agradable conversar con Henri en los momentos de descanso. Hasta es útil: nada hay en el campo que no conozca y sobre lo que no haya hablado a su modo exacto y coherente. De sus conquistas habla con educada modestia como de presas de poca cuenta, pero se extiende con gusto cuando explica el cálculo que lo ha llevado a aproximarse a Hans preguntándole por el hijo que tiene en el frente, y a Otto enseñándole las cicatrices que tiene en las espinillas. Hablar con Henri es útil y agradable; hasta sucede a veces que al oírle afectuoso y cercano parece posible una comunicación, quizás hasta un afecto; parece hasta percibirse el fondo humano, doliente y cómplice de su personalidad no común. Pero al momento siguiente su sonrisa triste se hiela en una mueca triste que parece estudiada ante un espejo; Henri pide cortésmente perdón («...j’ai quelque chose á faire», «...j’ai quelqu’un á voir»), y helo de nuevo enteramente entregado a su caza y a su lucha: duro y lejano, encerrado en su coraza, enemigo de todos, inhumanamente listo e incomprensible como la Serpiente del Génesis.
De todos los coloquios con Henri, incluso de los más cordiales, he salido siempre con una ligera sensación de derrota; con la sospecha confusa de haber sido yo también, de alguna manera inadvertida, no un hombre frente a él, sino un instrumento en sus manos.
Hoy sé que Henri está vivo. Daría cualquier cosa por saber de su vida de hombre libre, pero no quiero volver a verlo