JACK KEROUAC

                           

                                 EN EL CAMINO


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Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de
pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía
algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había
muerto. Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría
llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en
ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca.
Dean es el tipo perfecto para la carretera porque de hecho había nacido en la carretera,
cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, en un viejo trasto, camino de Los
Angeles. Las primeras noticias suyas me llegaron a través de Chad King, que me enseñó
unas cuantas cartas que Dean había escrito desde un reformatorio de Nuevo México.
Las cartas me interesaron tremendamente porque en ellas, y de modo ingenuo y
simpático, le pedía a Chad que le enseñara todo lo posible sobre Nietzsche y las demás
cosas maravillosamente intelectuales que Chad sabía. En cierta ocasión, Carlo y yo
hablamos de las cartas y nos preguntamos si llegaríamos a conocer alguna vez al
extraño Dean Moriarty. Todo esto era hace muchísimo, cuando Dean no era del modo
en que es hoy, cuando era un joven taleguero nimbado de misterio. Luego, llegaron
noticias de que Dean había salido del reformatorio y se dirigía a Nueva York por
primera vez; también se decía que se acababa de casar con una chica llamada Marylou.
Un día yo andaba por el campus y Chad y Tim Gray me dijeron que Dean estaba en
una habitación de mala muerte del Este de Harlem, el Harlem español. Había llegado la
noche antes, era la primera vez que venía a Nueva York, con su guapa y menuda
Marylou; se apearon del autobús Greyhound en la calle Cincuenta y doblaron la esquina
buscando un sitio donde comer y se encontraron con la cafetería de Héctor, y desde
entonces la cafetería de Héctor siempre ha sido para Dean un gran símbolo de Nueva
York. Tomaron hermosos pasteles muy azucarados y bollos de crema.
Todo este tiempo Dean le decía a Marylou cosas como éstas:
—Ahora, guapa, estamos en Nueva York y aunque no te he dicho todo lo que estaba
pensando cuando cruzamos Missouri y especialmente en el momento en que pasamos
junto al reformatorio de Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es
absolutamente preciso que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a
nuestros asuntos amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes
específicos de trabajo... —y así seguía del modo en que era aquellos primeros días.
Fui a su cuchitril con varios amigos, y Dean salió a abrirnos en calzoncillos.
Marylou estaba sentada en la cama; Dean había despachado al ocupante del apartamento
a la cocina, probablemente a hacer café, mientras él se había dedicado a sus asuntos
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amorosos, pues el sexo era para él la única cosa sagrada e importante de la vida, aunque
tenía que sudar y maldecir para ganarse la vida y todo lo demás. Se notaba eso en el
modo en que movía la cabeza, siempre con la mirada baja, asintiendo, como un joven
boxeador recibiendo instrucciones, para que uno creyera que escuchaba cada una de las
palabras, soltando miles de «Síes» y «De acuerdos.» Mi primera impresión de Dean fue
la de un Gene Autry joven —buen tipo, escurrido de caderas, ojos azules, auténtico
acento de Oklahoma—, un héroe con grandes patillas del nevado Oeste, De hecho,
había estado trabajando en un rancho, el de Ed Wall, en Colorado, justo antes de casarse
con Marylou y venir al Este. Marylou era una rubia bastante guapa con muchos rizos
parecidos a un mar de oro; estaba sentada allí, en el borde de la cama con las manos
colgando en el regazo y los grandes ojos campesinos azules abiertos de par en par,
porque estaba en una maldita habitación gris de Nueva York de aquellas de las que
había oído hablar en el Oeste y esperaba como una de las mujeres surrealistas delgadas
y alargadas de Modigliani en un sitio muy serio. Pero, aparte de ser una chica
físicamente agradable y menuda, era completamente idiota y capaz de hacer cosas
horribles. Esa misma noche todos bebimos cerveza, echamos pulsos y hablamos hasta el
amanecer, y por la mañana, mientras seguíamos sentados tontamente fumándonos las
colillas de los ceniceros a la luz grisácea de un día sombrío, Dean se levantó nervioso,
se paseó pensando, y decidió que lo que había que hacer era que Marylou preparara el
desayuno y barriera el suelo.
—En otras palabras, tenemos que ponernos en movimiento, guapa, como te digo,
porque si no siempre estaremos fluctuando y careceremos de conocimiento o
cristalización de nuestros planes. —Entonces yo me largué.
Durante la semana siguiente, comunicó a Chad King que tenía absoluta necesidad
de que le enseñase a escribir; Chad dijo que el escritor era yo y que se dirigiera a mí en
busca de consejo. Entretanto, Dean había conseguido trabajo en un aparcamiento, se
había peleado con Marylou en su apartamento de Hoboken —Dios sabe por qué fueron
allí—, y ella se puso tan furiosa y se mostró tan profundamente vengativa que denunció
a la policía una cosa totalmente falsa, inventada, histérica y loca, y Dean tuvo que
largarse de Hoboken. Así que no tenía sitio adónde ir. Fue directamente a Paterson,
Nueva Jersey, donde yo vivía con mi tía, y una noche mientras estudiaba llamaron a la
puerta y allí estaba Dean, haciendo reverencias, frotando obsequiosamente los pies en la
penumbra del vestibulo, y diciendo:
—Hola, tú. ¿Te acuerdas de mí? ¿Dean Moriarty? He venido a que me enseñes a
escribir.
—¿Dónde está Marylou? —le pregunté, y Dean dijo que al parecer Marylou había
reunido unos cuantos dólares haciendo acera y había regresado a Denver.
—¡La muy puta!
Entonces salimos a tomar unas cervezas porque no podíamos hablar a gusto delante
de mi tía, que estaba sentada en la sala de estar leyendo su periódico. Echó una ojeada a
Dean y decidió que estaba loco.
En el bar le dije a Dean:
—No digas tonterías, hombre, sé perfectamente que no has venido a verme
exclusivamente porque quieras ser escritor, y además lo único que sé de eso es que hay
que dedicarse a ello con la energía de un adicto a las anfetas.
Y él dijo:
—Sí, claro, sé perfectamente lo que quieres decir y de hecho me han pasado todas
esas cosas, pero el asunto es que quiero comprender los factores en los que uno debe
apoyarse en la dicotomía de Schopenhauer para conseguir una realización interior... —y
siguió así con cosas de las que yo no entendía nada y él mucho menos. En aquellos días
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de hecho jamás sabía de lo que estaba hablando; es decir, era un joven taleguero
colgado de las maravillosas posibilidades de convertirse en un intelectual de verdad, y le
gustaba hablar con el tono y usar las palabras, aunque lo liara todo, que suponía propias
de los «intelectuales de verdad». No se olvide, sin embargo, que no era tan ingenuo para
sus otros asuntos y que sólo necesitó unos pocos meses con Carlo Marx para estar
completamente
entendimos mutuamente en otros planos de la locura, y accedí a que se quedara en mi
casa hasta que encontrase trabajo, además de acordar que iríamos juntos al Oeste algún
día. Esto era en el invierno de 1947.
Una noche que cenaba en mi casa —ya había conseguido trabajo en el aparcamiento
de Nueva York— se inclinó por encima de mi hombro mientras yo estaba escribiendo a
máquina a toda velocidad y dijo:
—Vamos, hombre, aquellas chicas no pueden esperar, termina en seguida.
—Es sólo un minuto —dije—. Estaré contigo en cuanto termine este capítulo —y es
que era uno de los mejores capítulos del libro.
Después me vestí y volamos hacia Nueva York para reunimos con las chicas.
Mientras íbamos en el autobús por el extraño vacío fosforescente del túnel Lincoln nos
inclinábamos uno sobre el otro moviendo las manos y gritando y hablando
excitadamente, y yo estaba empezando a estar picado por el mismo bicho que picaba a
Dean. Era simplemente un chaval al que la vida excitaba terriblemente, y aunque era un
delincuente, sólo lo era porque quería vivir intensamente y conocer gente que de otro
modo no le habría hecho caso. Me estaba exprimiendo a fondo y yo lo sabía
(alojamiento y comida y «cómo escribir», etc.) y él sabía que yo lo sabía (ésta ha sido la
base de nuestra relación), pero no me importaba y nos entendíamos bien: nada de
molestarnos, nada de necesitarnos; andábamos de puntillas uno alrededor del otro como
unos nuevos amigos entrañables. Empecé a aprender de él tanto como él probablemente
aprendió de mí. En lo que respecta a mi trabajo decía:
—Sigue, todo lo que haces es bueno.
Miraba por encima del hombro cuando escribía relatos gritando:
—¡Sí! ¡Eso es! ¡Vaya! ¡Fuuu! —y secándose la cara con el pañuelo añadía—: ¡Muy
bien, hombre! ¡Hay tantas cosas que hacer, tantas cosas que escribir! Cuánto se necesita,
incluso para
como esas inhibiciones literarias y los miedos gramaticales...
—Eso es, hombre, ahora estás hablando acertadamente —y vi algo así como un
resplandor sagrado brillando entre sus visiones y su excitación. Unas visiones que
describía de modo tan torrencial que los pasajeros del autobús se volvían para mirar «al
histérico aquel». En el Oeste había pasado una tercera parte de su vida en los billares,
otra tercera parte en la cárcel, y la otra tercera en la biblioteca pública. Había sido visto
corriendo por la calle en invierno, sin sombrero, llevando libros a los billares, o
subiéndose a los árboles para llegar hasta las buhardillas de amigos donde se pasaba los
días leyendo o escondiéndose de la policía.
Fuimos a Nueva York —olvidé lo que pasó, excepto que eran dos chicas de color—
pero las ¡plash!, cerrar el coche que vibra todoNew Yorker. Pero la inteligencia de Dean era tan auténticacomer, tío. ¿Me oyes? Tengo hambre. Me muero de hambre, ¡vamoscomer ahora mismo!y, pasara lo que pasara, había que salir corriendo a comer,
como dice en el Eclesiastés, «donde está tu lugar bajo el sol».
Un pariente occidental del sol, ése era Dean. Aunque mi tía me avisó de que podía
meterme en líos, escuché una nueva llamada y vi un nuevo horizonte, y en mi juventud
lo creí; y aunque tuviera unos pocos problemas e incluso Dean pudiera rechazarme
como amigo, dejándome tirado, como haría más tarde, en cunetas y lechos de enfermo,
¿qué importaba eso? Yo era un joven escritor y quería viajar.
Sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo; sí, en algún lugar del
camino me entregarían la perla.

EXTRACTO DE LOS DIARIOS INTIMOS

                                                                                                                                                              
1 ENERO, 1948. Queens, New York. Hoy leí entera mi novela (“The Town and The City”) Veo que ya casi está terminada. ¿Cuál es mi opinión? Es la suma de mí mismo, fui tan lejos como puede llegar la palabra escrita, ¡y mi opinión es la misma que tengo sobre mí mismo! — alegre y afectuoso un día, oscuro y disgustado al otro. Escribí 2500 palabras hasta que Allen Ginsberg me interrumpió; llegó a las cuatro de la mañana para decirme que está volviéndose loco, pero que una vez que esté curado, podrá comunicarse como ningún otro ser humano pudo hacerlo alguna vez –completa, dulce, naturalmente. Me describió su terror y parecía estar a punto de tener un ataque en mi casa. Cuando se calmó, le leí partes de mi novela y anunció osadamente que era “más grande que Melville, en el sentido de una Gran Novela Americana.” No creí una sola palabra de lo que dijo.
Algún día me quitaré la máscara y diré todo sobre Allen Ginsberg, todo lo que es en carne “viva.” Me parece que es solamente otro ser humano y que eso lo lleva al límite de su desesperación. ¿Cómo ayudar a un hombre que quiere ser un monstruo en un momento y en el siguiente un dios?


17 ABRIL, 1948. Fui a N.Y, discutí con una chica toda la noche. Incluso Ginsberg se puso demente y me rogó que lo golpeara – lo cual ya roza un límite, ya que le es bastante difícil mantenerse sano sin visitar el asilo cada semana. Quería saber “qué cosa” tenía yo que hacer en el mundo que no lo incluyese. Le dije que tenía un inconsciente deseo de golpearlo pero que más tarde se alegraría de que no lo hubiera hecho.
Ya he pasado por todas estas insensateces cuando peleaba con Edie [Edith Parker, primera esposa de Kerouac] y trepaba a los árboles con Lucien [Carr], pero estos ginsbergs se creen que nadie más ha tenido visiones de cataclismo emocional y tratan de endilgárselas a los demás. Fui un mentiroso y un furtivo enclenque al fingir que era amigo de toda esta gente— Ginsberg, Joan, Carr, Burroughs, incluso Kammerer— cuando debí haber sabido que ninguno le cae bien al otro y estamos gesticulando incesantemente en una comedia maliciosa. Un hombre debe darse cuenta de sus límites o nunca será nada.


2  JUNIO, 1948. Luego de almorzar cayó Ginsberg, traía el resto del manuscrito que, según dijo, terminaba de forma “grandiosa, profunda.” Cree que voy a volverme rico ahora, pero lo que le preocupa es saber cómo seré con dinero; o sea, no puede imaginarme con dinero (ni yo puedo). Cree que soy un auténtico Myshkin, Dios lo bendiga… La locura ya ha abandonado a Allen y me gusta más que nunca.


3 JUNIO, 1948. Trabajé en un matematical e intricado asunto que determina a qué ritmo voy pasando en limpio y corrigiendo mi novela. Es demasiado complicado para explicarlo, pero alcanza con decir que ayer batí el .246 y que después del trabajo de hoy mi “promedio” roza el .306. El asunto es que tengo que batear como un campeón, tengo que estar a la altura de Ted Williams (que generalmente tenía una media de .392 en baseball). Si puedo alcanzarlo, Junio será el último mes de trabajo con “The Town and The City.”


17 JUNIO, 1948. Loca y dolorosamente solo a causa de una mujer en estas noches, y en ellas trabajo. Veo que pasan afuera y me vuelvo loco.  ¿Cómo es que un hombre que intenta acometer un gran trabajo, solo y pobre, no puede hallar una mujer que le dé su tiempo y su amor? Alguien como yo, saludable, sexual, muerto de deseo por cualquier chica que veo, aunque incapaz de hacer el amor ahora, en la juventud, mientras desfilan indistintamente en mi ventana — ¡maldita sea, no está bien! Por Dios, Esta experiencia acabará amargándome.
Me fui a la cama con un promedio de .350.


3 JULIO, 1948. Gran fiesta en Harlem, en casa de Allen y Russell Durgin. Pasé nuevamente tres días sin comer o dormir, sólo bebí, bizqué y sudé. Había una chica muy viva, como salida de los años veinte, pelo rojo, consternada, frígida sexualmente (eso aprendí). Caminé 3 millas y media bajo el calor de la Segunda Avenida hasta su apartamento italiano “aerodinámico,” donde me acosté sobre el suelo, somnoliento, mirando el cielorraso. Pareciera que ya he sentido todo esto antes. Era la angustia y la hermosa fealdad de la gente y Huncke diciéndome que había visto a Edie en Detroit y que le había contado que yo aún la amaba. ¿Aún la amo? ¿La esposa de mi juventud? Esta noche, creo que sí. En el regocijo de mis fantasías no hay luces marinas ni confusión, tan solo el viento de una mañana de octubre, soplando por la ventana de la cocina.


17 AGOSTO, 1948. Ayer murió Babe Ruth y me pregunté “¿Dónde estará su padre?” ¿Quién pudo engendrar a alguien así? ¿Qué hombre, dónde, qué pensaría cuando sucedió? Nadie lo sabe. Es un misterio Americano.
Le dije a mi madre que tendría que irse a vivir al Sur con la familia, en vez de perder el tiempo como una esclava, trabajando en fábricas de zapatos. En Rusia son esclavos del Estado, aquí esclavos de los Gastos. La gente se apresura para llegar día a día a empleos insignificantes, los ves tosiendo en el subterráneo al amanecer. Dilapidan sus almas en cosas como “renta,” “ropa decente,” “gas y electricidad,” “seguro,” actuando como provincianos recién llegados del campo, abrumadoramente felices porque pueden comprar chucherías en las tiendas.
Mi vida será la de una granja que pueda alimentarme. No haré nada más que sentarme bajo un árbol mientras crecen los cultivos, tomo vino casero, escribo novelas que formen mi alma, juego con los niños y apunto con mi nariz hacia la desdicha. Lo próximo que sabremos será que todos marcharán a otra guerra aniquiladora, llevada adelante por sus líderes para mantener las apariencias. Me cago en los Rusos, me cago en los Americanos, me cago en todos ellos.
Tengo en mente otra novela –“On The Road”-, continúo pensando en ella: dos tipos haciendo dedo hasta California, buscando algo que no van a encontrar, perdiéndose en el camino y haciendo el camino de regreso deseosos de algo más.


9 SEPTIEMBRE, 1948. Recibí una carta de rechazo de Macmillan’s. Me enojo y me vuelvo más confiado cada vez que esto sucede, ya que sé que “The Town and The City” es un gran libro en su peculiaridad. Y voy a venderlo. Estoy listo para la batalla que sea. Incluso si tengo que salir y morir de hambre en el camino, no voy a dar por vencida la idea de que debo de hacerme una vida con este libro: estoy convencido de que le gustará a la gente, más allá de que todo un edificio de editores, críticos y publicistas lo tiren abajo. Son ellos mis enemigos, no la “oscuridad” o la “pobreza.”


3 ENERO, 1949. San Francisco. La Saga de la Bruma (New York hasta New Orleans). N.Y a través del túnel hasta New Jersey — la “noche de Jersey” de Allen Ginsberg. Nosotros, jubilosos, en el auto, frente al tablero de una cupé Hudson del 49’… hacia el Oeste. Embelesado por algo que tengo que recordar. Neal [Cassady] y yo y Louanne [Henderson] hablando del costo de la vida mientras aceleramos: “¿Adónde vas, tú, América, por la noche, en tu auto reluciente?” Rara vez estuve tan contento. Era agradable sentarse junto a Louanne. En el asiento de atrás, Al y Rhoda hacían el amor. Y Neal conducía con el bebop que sonaba en la radio, chillando.
Neal se perdió al salir de Baltimore y se hundió ridículamente en un angosto camino en el bosque (estaba intentado encontrar un atajo). “Esta no se parece mucho a la Ruta Uno,” dijo afligido. Fue un comentario gracioso. Cerca de Emporia, Va,, levantamos a un loco que hacía dedo; nos dijo que era Judío (Herbet Diamond) y que iba haciéndose la vida golpeando en las puertas de las casa judías de todo el país, pidiendo dinero. “¡Soy Judío!— Denme dinero” “¡Qué huevos!” gritó Neal.
Conduje por South Carolina, que es llana y oscura en la noche (con caminos estrellados y cierta opacidad sureña dando vueltas en algún lado). Al salir de Mobile, Ala., empezamos a escuchar los rumores de New Orleans y “Chicken, jazz ‘n’ gumbo”, el programa de radio, y el jazz de los salvajes callejones; gritamos de alegría en el auto.
“¡Huelan la gente!” dijo Neal en una estación de servicio de Algiers, antes de llegar hasta la casa de Bill Burroughs. Nunca olvidaré la salvaje expectativa del momento — las calles desvencijadas, las palmeras, las grandes nubes del ocaso sobre el Mississippi, las chicas que pasaban, los niños, los lívidos pañuelos agitándose en el aire con el aroma, el aroma de la gente y de los ríos.
Dios es aquello que yo amo.


1 FEBRERO, 1949. California, de Richmond a Frisco. (Yendo a Frisco pasando por Richmond en una noche lluviosa, en el Hudson, rebotando en el asiento de atrás.)

¡Oh, los retorcijones de estar viajando! ¡La espiritualidad del hashish!

Vi a Neal – bueno, vi a Neal al volante, una salvaje maquinaria de emociones, inhalaciones y risas maníacas, una suerte de perro humano; y luego lo vi a Allen Ginsberg como un poeta del siglo diecisiete de vestimenta oscura, de pie en un cielo de oscuridad rembrandtsiana; y luego a mí mismo, como Slim Gaillard, sacando la cabeza por la ventana con los ojos de Billie Holiday, ofreciendo mi alma a todo el mundo – grandes ojos tristes, como esas putas en una choza de barro de Richmond. Vi cuánto tengo de genio también. Cuán hosca y rotundamente me odia Louanne. Lo poco importante que soy para ellos; y la estupidez de mis propósitos para con ella; y mi traición a todos mis amigos hombres.


6 FEBRERO, 1949. Spokane. De Porland a Butte. Dos vagabundos mendigos en la parte de atrás de un autobús, al salir a medianoche, me contaron que iban hacia The Dalles –una pequeña ciudad granjera y maderera- a ganarse uno o dos dólares. Borracho – “¡Me cago en Dios, no dejes que nos tiren en el Río Hood!”
“¡Gánense el dinero con el chofer!”

Rodamos a través de la gran oscuridad del Valle del Río de Columbia, en la ventisca. Me desperté luego de una siesta y tuve una charla con uno de los vagabundos. (Dijo que podría haber sido un marginal de los viejos tiempos si J. Edgar Hoover no se hubiera declarado en contra de la ley de robos. Mentí y dije que conducía un auto robado, desde N.Y hasta Frisco.)
Desperté en Tonompah Falls: a cientos de pies de altura, un fantasma encapuchado me lanzó agua desde su enorme y helada frente. Estaba asustado ya que no podía ver qué sucedía en la oscuridad, más allá de la cortina de agua – ¿qué horrores espeluznantes, qué noche?
El conductor se sumió largamente en locas crestas. Luego hacia el noroeste, a través de Connell, Sprangue, Cheney (tierras de ganado y trigo como en el este de Wyoming) en un vendaval de ventiscas, hacia Spokane.



7 FEBRERO, 1949. Miles City. Visiones de Montana. De Coeur d’Alene a Miles City. Pasamos por la cama de agua que forma el río de Coeur d’Alene hasta llegar Cataldo. Vi puñados de casas sobre las salvajes montañas. Alcanzamos la cima, nevada y gris; debajo de un barranco estalló una pálida luz. Dos muchachos casi se caen de la cresta al intentar apartarse, cuando pasaba nuestro autobús.
En Butte dejé mi bolsa en una casilla. Un indio borracho quería que fuera a beber con él, pero decliné cautamente la invitación. Una corta caminata por las calles en pendiente (clima de bajo cero en la noche) me demostró que en Butte todo el mundo está borracho. Era domingo por la noche – añoré que los saloons estuvieran abiertos hasta que me hartara de ellos. Cerraban al amanecer, después de todo. Encontré un saloon de juego indescriptible: grupos de indios huraños (Pies negros) bebiendo whiskey rojo en el baño, todo tipo de hombres jugando a las cartas y un viejo apostador profesional que me partió el corazón ya que se parecía mucho a mi padre –grande, lentes verdes, el pañuelo saliéndosele del bolsillo trasero del pantalón, un gran rostro angélico, marcado y áspero – y la tristeza asmática y laboriosa de tipos así. No podía dejar de mirarlo. Mi concepto de “On The Road” cambiaba mientras lo miraba.
Un viejo de ojos entornados, al que los demás llamaban “John,” jugó serenamente a las cartas hasta el amanecer; había estado jugando cartas en los saloons de Montana (aquellos en los que había salivaderas), fumando y bebiendo whiskey desde 1880 (días de invierno en los que el ganado es arrastrado a Texas). Ah, mi amado Padre.
BIGTIMBER (Montana) Una destartalada posada de veteranos (en medio de la nevada pradera) – jugando a las cartas junto a viejas estufas, por la tarde. Un muchacho de unos 20 años al que le faltaba un brazo se sentó entre ellos. ¡Qué triste! – y qué hermoso era ya que no podía trabajar y debía sentarse entre veteranos y lamentarse porque sus amigos empuajaban vacas afuera. Pero qué protegido se siente por Montana. En ningún otro lugar del mundo diría que habría sitio para un joven así, con un solo brazo. Nunca olvidaré a ese muchacho que parecía sentirse en casa.
En Billings vi a las tres chicas más hermosas que he visto en toda mi vida, comiendo en una suerte de comedor escolar con sus enormes novios. Si pueden tenerse orgías utópicas, yo escogería tener una en Montana.



9 FEBRERO, 1949. North Dakota. De Montana a Minnesota. El loco chofer del autobús casi se sale de la carretera de golpe en un ventisquero. Esto no lo desconcertó hasta que pasamos por otros ventisqueros infranqueables, a una milla de la salida de Dickinson: luego, un embotellamiento en la negra Dakota, a medianoche, maldita por los vientos que llegan de los montes, desde Saskatchewan Plain. Había luces y muchos pastores trabajando duramente con palos, y confusión – y el frío más amargo que pueda haber, unos 25ª bajo cero, juzgué conservadoramente. Otro autobús se embotelló también entre muchísimos autos. La causa de la congestión fue el contenedor de un pequeño camión que llevaba máquinas tragamonedas a Montana. Algunos muchachos entusiastas se acercaron con palos desde la pequeña ciudad de Dickinson, la mayoría de ellos vestían gorras rojas de baseball, liderados por el Sheriff,, un alegre muchacho de unos veinticinco años. Algunos de los muchachos tendrían catorce años, doce inclusive. Pensé en sus madres y esposas, esperándolos en casa con café caliente, como si el embotellamiento por la nieve fuese una emergencia que afectara a todo Dickinson. ¿Es éste el “aislamiento” del Medio Oeste? ¿En qué lugar del decadente Este los hombres ayudaban a los demás por nada, en la medianoche, con un temporal helado y aullante?
Nosotros, en el autobús, observándolo todo. De vez en cuando un muchacho subía a calentarse un poco. Al final, el chofer, un buen hombre, algo maniático, decidió arremeter contra el duro ventisquero, poniéndose el Diesel al hombro. Viramos bruscamente y eludimos el contenedor: creí que casi nos sacábamos el primer premio. Luego eludimos un Ford nuevo del 49’. ¡Wham! ¡Wham! Finalmente, luego de una hora de esfuerzo, llegamos a tierra firme. El café estaba atestado en Dickinson, lleno de excitación de viernes por la noche a causa del embotellamiento. Ojalá hubiese nacido y me hubiese criado en Dickinson, North Dakota.
El viaje a través de la soleada y llana Minnesota no tuvo incidentes. Qué aburrido era estar en el Este otra vez: nada de tiernas esperanzas, todo el mundo está muy satisfecho aquí.



25 FEBRERO, 1949. New York. Lo triste de las pequeñas y modernas ciudades americanas como Poughkeepsie es que no tienen nada del vigor de la metrópolis y su fea mezquindad. Calles funestas, vidas funestas. Miles de borrachines en los bares. Pero más allá de las ruinas se yergue un auténtico Cleophas – el Negro que conocí allí esta semana. El futuro de América se encuentra en negros como Cleo… Ahora lo sé. Es su simpleza y su vigor desnudo, levantándose sobre la tierra americana, lo que nos salvará.


17 ABRIL, 1949. Espero la palabra de Robert Giroux para empezar a revisar “The Town and The City.” Tengo ganas de trabajar. Incluso me gusta la idea de que vayamos a “trabajar en su oficina en las tardes” — con café y en magas de camisa (buenas camisas Arrows), quizás una pinta de whiskey, charlas, la gran ciudad en las noches de abril y mayo, las ventanas que dan a Harcourt Brace y al brillo del viejo Broadway.
Finalmente el libro va a imprimirse en un gran volumen negro, indicando la oscura y solitaria alegría que precisó su escritura.
Después de todo, estoy feliz con la idea de un éxito mundial.
Mientras tanto tengo grandes ideas para mi futura carrera en Hollywood. Imagino hacer “Look Homeward, Angel,” “Heart of Darkness” y “A passage to India.”


23 ABRIL, 1949. La semana pasada arrestaron a Bill, a Allen y a Huncke y los metieron en la cárcel. Bill por narcóticos, en New Orleans; los otros por robo y etc. en N.Y.
Es tiempo de empezar a trabajar en “On The Road.” Por primera vez en años, quiero empezar una nueva vida.
Dentro de un año vamos a mudarnos a Colorado– toda la familia [Kerouac, su madre, su hermana Nin y su cuñado Paul]. Y en dos años voy a casarme con una joven señorita. Mi propósito es escribir, hacer dinero y comprar una gran granja de trigo.
Este es el punto crucial, el fin de mi “juventud” y el principio de mi madurez. Qué triste.


4 JULIO, 1949. Denver. Hoy fue uno de los días más tristes que he vivido. Mis ojos están pálidos. En la mañana llevamos a mi mamá hasta el depósito, trayéndonos al bebé en pañales [sobrino de Kerouac] de regreso. Un día caluroso. Las tristes, vacías calles de fiesta del centro de Denver y ningún fuego artificial. El bebé jugó en los pisos de mármol del depósito. Sus chillidos se mezclaba con el “rugir del tiempo” en la bóveda. Revisé la maleta de mi madre para anticiparme al paseo de despedida hasta el bar, pero tan solo nos sentamos tristemente. El pobre Paul leía la revista Mechanix. Luego vino el tren.  Mientras escribo esto, a medianoche, ella está en algún lugar de Omaha.




chicas no estaban; se suponía que íbamos a encontrarnos con ellas para cenar y
no aparecieron. Fuimos hasta el aparcamiento donde Dean tenía unas cuantas cosas que
hacer —cambiarse de ropa en un cobertizo trasero y peinarse un poco ante un espejo
roto, y cosas así— y a continuación nos las piramos. Y ésa fue la noche en que Dean
conoció a Carlo Marx. Y cuando Dean conoció a Carlo Marx pasó algo tremendo. Eran
dos mentes agudas y se adaptaron el uno al otro como el guante a la mano. Dos ojos
penetrantes se miraron en dos ojos penetrantes: el tipo santo de mente resplandeciente, y
el tipo melancólico y poético de mente sombría que es Carlo Marx. Desde ese momento
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vi muy poco a Dean, y me molestó un poco, además. Sus energías se habían encontrado;
comparado con ellos yo era un retrasado mental, no conseguía seguirles. Todo el loco
torbellino de todo lo que iba a pasar empezó entonces; aquel torbellino que mezclaría a
todos mis amigos y a todo lo que me quedaba de familia en una gran nube de polvo
sobre la Noche Americana. Carlo le habló del viejo Bull Lee, de Elmer Hassel de Jane:
Lee estaba en Texas cultivando yerba, Hassel, en la cárcel de isla de Riker, Jane perdida
por Times Square en una alucinación de benzedrina, con su hijita en los brazos y
terminando en Bellevue. Y Dean le habló a Carlo de gente desconocida del Oeste como
Tommy Snark, el tiburón de pata de palo de los billares, tahúr y maricón sagrado. Le
habló de Roy Johnson, del gran Ed Dunkel, de sus troncos de la niñez, sus amigos de la
calle, de sus innumerables chicas y de las orgías y las películas pornográficas, de sus
héroes, heroínas y aventuras. Corrían calle abajo juntos, entendiéndolo todo del modo
en que lo hacían aquellos primeros días, y que más tarde sería más triste y perceptivo y
tenue. Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba
tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me
interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca
por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la
gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como
fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se
ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un «¡Ahhh!». ¿Cómo se llamaban estos
jóvenes en la Alemania de Goethe? Se dedicaban exclusivamente a aprender a escribir,
como le pasaba a Carlo, y lo primero que pasó era que Dean le atacaba con su enorme
alma rebosando amor como únicamente es capaz de tener un convicto y diciendo:
—Ahora, Carlo, déjame hablar... Te estoy diciendo que... —Y no les vi durante un
par de semanas, y en ese tiempo cimentaron su relación y se hicieron amigos y se
pasaban noche y día sin parar de hablar.
Entonces llegó la primavera, la gran época para viajar, y todos los miembros del
disperso grupo se preparaban para tal viaje o tal otro. Yo estaba muy ocupado
trabajando en mi novela y cuando llegué a la mitad, tras un viaje al Sur con mi tía para
visitar a mi hermano Rocco, estaba dispuesto a viajar hacia el Oeste por primera vez en
mi vida.
Dean ya se había marchado. Carlo y yo le despedímos en la estación de los
Greyhound de la calle 34. En la parte de arriba había un sitio donde te hacían fotos por
25 centavos. Carlo se quitó las gafas y tenía un aspecto siniestro. Dean se hizo una foto
de perfil y miró tímidamente a su alrededor. Yo me hice una foto de frente y salí con
pinta de italiano de treinta años dispuesto a matar al que se atreviera a decir algo de mi
madre. Carlo y Dean cortaron cuidadosamente esta fotografía por la mitad y se
guardaron una mitad cada uno en la cartera. Dean llevaba un auténtico traje de hombre
de negocios del Oeste para su gran viaje de regreso a Denver; había terminado su primer
salto hasta Nueva York. Digo salto, pero había trabajado como una mula en los
aparcamientos. El empleado de aparcamiento más fantástico del mundo; es capaz de ir
marcha atrás en un coche a sesenta kilómetros por hora siguiendo un paso muy estrecho
y pararse junto a la pared, saltar, correr entre los parachoques, saltar dentro de otro
coche, girar a ochenta kilómetros por hora en un espacio muy pequeño, llevarlo marcha
atrás hasta dejarlo en un lugar pequeñísimo,
entero mientras él salta afuera; entonces vuela a la taquilla de los tickets, esprintando
como un velocista por su calle, coger otro ticket, saltar dentro de otro coche que acaba
de llegar antes de que su propietario se haya apeado del todo, seguir a toda velocidad
con la puerta abierta, y lanzarse al sitio libre más cercano, girar, acelerar, entrar, frenar,
salir; trabajando así sin pausa ocho horas cada noche, en las horas punta y a la salida de
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los teatros, con unos grasientos pantalones de borrachuzo y una chaqueta deshilachada y
unos viejos zapatos. Ahora lleva un traje nuevo a causa de su regreso; azul con rayas,
chaleco y todo —once dólares en la Tercera Avenida—, con reloj de bolsillo y cadena,
y una máquina de escribir portátil con la que va a empezar a escribir en una pensión de
Denver en cuanto encuentre trabajo. Hubo una comida de despedída con salchichas y
judías en un Riker de la Séptima Avenida, y después Dean subió a un autobús que decía
Chicago y se perdió en la noche. Allí se iba nuestro amigo pendenciero. Me prometí
seguirle en cuanto la primavera floreciese de verdad y abriera el país.
Y así fue como realmente se inició toda mi experiencia en la carretera, y las cosas
que pasaron son demasiado fantásticas para no contarlas.
Sí, y no se trataba sólo de que yo fuera escritor y necesitara nuevas experiencias por
lo que quería conocer a Dean más a fondo, ni de que mi vida alrededor del campus de la
universidad hubiera llegado al final de su ciclo y estaba embotada, sino de que, en cierto
modo, y a pesar de la diferencia de nuestros caracteres, me recordaba algo a un hermano
perdido hace tiempo; la visión de su anguloso rostro sufriente con las largas patillas y el
estirado cuello musculoso me recordaba mi niñez en los descampados y charcas y
orillas del río de Paterson y el Passaic. La sucia ropa de trabajo le sentaba tan bien, que
uno pensaba que algo así no se podía adquirir en el mejor sastre a medida, sino en el
Sastre Natural de la Alegría Natural, como la que Dean tenía en pleno esfuerzo. Y en su
animado modo de hablar yo volvía a oír las voces de viejos compañeros y hermanos
debajo del puente, entre las motocicletas, junto a la ropa tendida del vecindario y los
adormilados porches donde por la tarde los chicos tocaban la guitarra mientras sus
hermanos mayores trabajaban en el aserradero. Todos mis demás amigos actuales eran
«intelectuales»: Chad, el antropólogo nietzscheano; Carlo Marx y su constante
conversación seria en voz baja de surrealista chalado; el viejo Bull Lee y su constante
hablar criticándolo todo... o aquellos escurridizos criminales como Elmer Hassel, con su
expresión de burla tan hip; Jane Lee, lo mismo, desparramada sobre la colcha oriental
de su cama, husmeando en el
y brillante y completa, y además carecía del tedioso intelectualismo de la de todos los
demás. Y su «criminalidad» no era nada arisca ni despreciativa; era una afirmación
salvaje de explosiva alegría Americana; era el Oeste, el viento del Oeste, una oda
procedente de las Praderas, algo nuevo, profetizado hace mucho, venido de muy lejos
(sólo robaba coches para divertirse paseando). Además, todos mis amigos neoyorquinos
estaban en la posición negativa de pesadilla de combatir la sociedad y exponer sus
aburridos motivos librescos o políticos o psicoanalíticos, y Dean se limitaba a
desplazarse por la sociedad, ávido de pan y de amor; no le importaba que fuera de un
modo o de otro:
—Mientras pueda ligarme una chica guapa con un agujerito entre las piernas...
mientras podamos
a
in en lo que se refiere a los términos y la jerga. En cualquier caso, nosempezar a dar cuenta de todo sin los frenos distorsionadores y los cuelgues
PRIMERA PARTE