sábado, 19 de marzo de 2011

SIMBIOSIS

Hay algo que me desagrada. Y es la gente con aura turbia.

Este hombre me causaba intriga.
Desde mi poca altura, nunca pude verlo a la cara y notar la diferencia. Me repelía mucho más si lo tenía cerca. Sabía que no me toleraba, le cansaba mi sonrisa, no creía mis risotadas, y la conjunción de mi timidez e imagen responsable sin opción, lo pinchaban cuanto menos a una distancia de tres metros. Tanto así, que yo llegaba y él se iba, no me miraba, no me hablaba.
Más allá de mi desinterés, me preguntaba qué era lo que le hacía sentir tanto rechazo hacia mí. Para la repulsión que existía de mí, como una flecha guardada hacia él, yo tenía razones. Sólo que las escondía bien, porque sabía que aún siguiendo las mismas antedichas, eran de pura piel, y netamente desigualdad de energías. No había una explicación irrefutable. Y si no soy irrefutable no soy. Estas energías descreía se pudieran neutralizar, no tenían los mismos elementos, no zigzagueaban en la misma atmósfera, no tenían ni más ni menos, y no había ni un punto en común alrededor del cual girar, que pudiera unirlas. En ninguno de ellos podían estar cómodas a tal punto de llegar a la estabilidad natural que solicita el desorden para ordenarse. 
Eran de pura piel. Con un cuerpo grande, caminaba pateándose el humor, y me recordaba a esos hombres a los que en alguna película un día vi, encadenados y caminando caídos, apoyándose en las paredes de piedras de alguna cárcel clandestina y subterránea; sólo para jadear, nunca buscando una salida. Esclavos. Deformes por los golpes de otro más.
Así caminaba, arrastrando sus cadenas, pisando la cinta negra de sus recuerdos, en un camino que lo seguía como un chorro de brea caliente.


Levantaba cada tanto el labio inferior sólo para recordarle la posición correcta, se le había olvidado de hablar tan poco.
Observaba lo que él mismo hacía, con ojos de resignación y acostumbramiento. Miraba a los demás, con ojos de recelo y perturbadora ofensa. Mientras que no me miraba, me esquivaba. Y si lo hacía, era reclamando algo que de mí nunca le había faltado; ya que nunca demostró necesitarlo.
Con su mano derecha, pulgar abajo, desgarraba por la izquierda algunos cuellos que latían y decidía cortar, con la izquierda rasguñaba hasta hacer estallar los ojos de aquel atrevido insignificante, que tenía que no existir. Su nuca contra la espalda, la boca abierta, los ojos ciegos, gritaba algo inentendible. Y gritaba, gritaba y se ponía colorado, de las cuencas del juzgado se disparaban dos rayos de luz, del cuello del ajusticiado se rompían membranas y por cada una salía una mariposa. Muchas mariposas. Y el seguía gritando, aferrado cada vez más a su razón y a aquel signo de pregunta al que (en un dia cualquiera) decidió llevarse su manta, su almohada y su lápiz.    
Gritaba y me escupía, qué asco.

Me levanté, de mí, hacia el. Mi aparente felicidad, contra su aparente desgracia. Resultó el dichoso, yo la bruja. La belleza de la bruja que no hace más que adivinar. Y así volé hasta esa caja, me senté arriba… que habrá? Olor a cartón. Espié por las hileras iluminadas, no se veía más que un movimiento en la sombra. Una ráfaga de viento tibio en la oscuridad. Casi inmóvil traté de no respirar, pero la situación me empujaba la espalda, y mientras más tensa me ponía, más gris era mi aliento. Con las palmas a la altura de las orejas, enfoqué la vista cerrando el ojo izquierdo, y me acerqué más. Uno de los lados me pateó el mentón, y desperté con su cuerpo encima. Las rodillas dobladas a sus cuclillas, sus pies limitando mi torso, sus manos en el piso, lejos de mi nariz. Recta, acostada, los dientes asomando, la lengua a punto de hacerme hablar. Acercó su rostro al mío. Olió mi perfume. Frunció la nariz y corriéndose a un costado estornudó, volviendo rápido, moviendo sólo la cabeza y el cuello, la espalda lento, arqueada sigilosa, a amenazarme con sus ojos colorados de serpiente obligada a crecer en una caja de fósforos.

De un solo golpe me hundió el antebrazo en el pecho, y mientras me miraba fijo, con la mano derecha, me corría el pelo de la mejilla, gesto dulce suave, cambió el color de sus ojos. Con la lágrima que se arrojó de si mismo, se juntó la mía cayendo lento, asintiendo lo honesto de su justicia.
Mi cuerpo hizo una curva no muy cerrada, seria yo, mirada triste. Mirada perdida.

Me tapó la cara con la palma con la que antes tiernamente me pidió perdón, y me dijo con vos firme y clara, igual a la mía hace unos años. Mi voz a los 9 años. 
“El latir de tu corazón, no va a la par de los demás. Disonante, me taladra los sesos”



Y me arrancó el corazón tirando sólo una vez.


Ahí yo, congelada.
Se incorporó, tiró el pedazo bordó, y siguió su camino.

Aún lo veo alejarse.

                 

                                    Laura Soledad Beraldi


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