No hay nada que hacer después de la muerte del hermano. Ya está todo dicho. Ya está todo hecho. No se da ni un solo paso cuando se termina el suelo bajo los pies. No tiene sentido. No hay donde ir. Ni un paso más. Entonces se da la vuelta y se sigue andando hasta el siguiente vacío.
Las primeras muertes, de niño, no las vi. No pude verlas. Vi el agujero en el suelo, y las caras de los vivos delante de la muerte, perdidas del todo o desplomadas sobre sus zapatos negros. Oí el ruido de la muerte, el ruido de los motores de los coches de la muerte. Pero no supe nada de la muerte hasta mucho después, hasta la muerte del hermano. Ahora pienso que la muerte es siempre la muerte del hermano. Si no no hay muerte. Sólo se escucha la voz del hermano y por eso mismo sólo se siente el silencio del hermano. Lo demás es ruido o falta de ruido. Lo demás son coches negros en fila, andando juntos hacia ningún sitio. Por eso los niños se sienten cómodos en la armonía de los entierros, porque sus hermanos no van a morir todavía. Veo la elegancia de mi primer entierro y no veo nada más. Sólo la elegancia de los movimientos, de las palabras, la elegancia de todos los gestos repetidos un millón de veces. Sólo eso.
Ya no sé dónde estábamos. Aunque sólo había dos bares en los que sirvieran alcohol en todo el pueblo. En uno de los dos. En el que estaba delante del mar, creo. Nos sentábamos a pasar allí las tardes, entre los musulmanes renegados que bebían con cara de estar degollando gatos. Orgullosos de su bajeza moral. Nosotros bebíamos más tranquilos, como los extranjeros, ajenos a sus prohibiciones, sujetos a las nuestras que son otras. También había niños en el bar frente a la playa. Siempre los hay en Marruecos. Por todas partes. Te engañan, te marean, se ríen de ti. También te puedes reír con ellos. De ellos no, es imposible, son demasiado rápidos. Cuando tú estás cortando leña ellos ya han apagado el fuego. No hay nada que hacer. Creo que estábamos juntos, aunque puede ser que estuviera solo, no hay manera de saberlo. Estábamos tan juntos que pasábamos por uno la mayor parte del tiempo. No sé si eso era bueno, en realidad pienso que no era bueno en absoluto. Ahora somos dos otra vez. Más que nunca. Tampoco puedo decir a dónde nos llevará esto.
En la playa, desde el bar, vi que la muerte de un hermano era la muerte de cualquier hermano y por lo tanto la muerte de todos.
Me di cuenta mirando a todos esos niños iguales. Los niños futbolistas, algunos muy buenos, con buen regate, rápidos, con dos piernas para tirar a puerta y no sólo una como tenía yo y como teníamos casi todos los niños con los que yo jugaba. Con un toque de balón asombroso, tocando y controlando con los pies descalzos y el balón mojado por el agua del mar. Tocando de cabeza también, con verdadera clase. Todos distintos, pero vistos desde lejos, borracho, mientras se hacía de noche, todos iguales.
Nunca le he escrito a nadie una carta. A lo mejor esa es una de las cosas que echo de menos. Aparte de no haber sido futbolista profesional. Lloré en el homenaje a Juanito. Tenía un regate mortal. Me gustaría haberle escrito una carta. A Juanito le cayó una viga encima volviendo a Málaga de un partido, Real Madrid-Torino. Después de eso ya no leyó más, ni mis cartas, ni las cartas de nadie, ni nada. Por otro lado, no creo que antes de eso leyera mucho.
Una vez conocí a alguien que escribía cartas larguísimas y las mandaba a cualquiera. Elegía una dirección cualquiera y mandaba sus cartas. Nunca ponía remite. No le gustaba leer cartas, le gustaba escribirlas. Como esa gente a la que le gusta contar sus sueños pero no soporta escuchar los sueños de los demás. En realidad creo que todos somos esa gente.
Los niños del sur de Marruecos quieren ser boxeadores o futbolistas. Yo también. No recuerdo el día que dejé de pensar seriamente en ser boxeador. Supongo que fue el mismo día que dejé de divertirme en los entierros.
Hay que mentir siempre. Acerca de lo que sea. No hay pregunta que no merezca una mentira. Todas las preguntas son peligrosas. La mentira es la verdad individual en contra de la verdad colectiva. La mentira es la voluntad y también la falta de responsabilidad sobre esa voluntad. Se puede enterrar una mentira con otra mentira y a ésa con otra más. Sólo la muerte puede acabar con todas las mentiras.
Los niños son los que mejor mienten, están tan lejos de la muerte que ni la ven venir. Los suicidas van dejando de mentir hasta que se pegan un tiro en la cabeza. Curt Kobain dejó de mentir, perdió toda su habilidad para la mentira y después de eso no tuvo más remedio que volarse los sesos.
La mentira es el respeto por uno mismo por encima del respeto por los demás. La mentira es mía, la verdad, no.
Una vez estuve sentado sobre la tumba de Vincent y Theo van Gogh en Auvers-sur-Oise y no creo que haya en el mundo, en la historia del mundo dos personas más muertas, dos hermanos más muertos que ellos dos. También vi los campos de trigo donde Vincent se agujereó el corazón. Unos campos de trigo inmensos. Nada más que trigo por todas partes. Al otro lado del pueblo está el río. Verde, hermoso, con árboles que llegan hasta el agua, amable, francés. La pensión en la que vivía Vincent está más cerca del agua que del trigo. Nada es accidental. El incendio, cuando está, se lleva dentro.
No se boxea sin esperanza. Nunca. Eso, sencillamente, no existe. Los que están en contra del boxeo están en contra de la esperanza. Están en contra de los niños, de los niños del sur de Marruecos y de todos los niños. Los boxeadores sólo tienen sus mentiras, la verdad los tumba.
Los niños no se van nunca, están siempre dentro. El daño de los niños también. Los niños que han sobrevivido al horror temen tener hijos. Le tienen miedo a ese daño, a que sea inevitable. Nunca causarán el daño, pero no están seguros de poder evitarlo. No hay crimen comparable a dañar a un niño. Matar a un hombre es más justo que herir a un niño. Los niños del horror perdonan para seguir viviendo pero nunca olvidan. Su memoria no es ni siquiera rencor, normalmente, es sólo tristeza.
Un niño golpeado es un hombre golpeado. Un niño violado es un hombre violado. Eso es lo más difícil, lo más injusto. Ya nunca sueñas con un futuro mejor, sino con un pasado distinto.
Siempre es igual cuando hablo de los niños. Encima de la tumba de quien sea, sólo veo a los niños. No sé si algún día conseguiré librarme de ellos. No sé si quiero. No sé si hay algo más. Los niños son siempre los hermanos y nunca los hijos. Por eso las madres están todas locas. Encima de la tumba de los hermanos Van Gogh vi dos niños agujereados por un mismo disparo. Para un niño sólo existen las muertes de los niños. Los hombres son los que tienen que morir. Su muerte se acepta, casi ni se ve. La muerte de los niños es imposible. No hay por qué aceptarla, no existe. Luego, con los años, todas las muertes que importan son muertes de niño, muertes de hermano.
La muerte de mi madre será una muerte de hermano y la muerte de mi padre también y hasta la muerte de mis hijos. Todo lo demás no es muerte. No es nada.
Las mujeres aman a los hombres y en los hombres a menudo ven los niños, sin embargo rara vez son capaces de ver en los hijos, los hombres. Por eso se vuelven locas. Pero eso es otra historia.
Aunque viva dos millones de años siempre veré a los boxeadores de Marruecos, pequeños, negros, ágiles, limpios, solos. Los giros de cintura, las esquivas, los ganchos, los yabs, la guardia francesa, el equilibrio, el miedo. Los boxeadores antes de salir al ring están luchando, mucho más incluso de lo que lucharán después. La pelea va sola, no depende del boxeador totalmente, a veces incluso se traga al boxeador. El estado natural del púgil es la soledad. Su razón de ser. Se pelea solo. Siempre. No hay otra pelea. Se gana solo. Se pierde solo. El otro no importa.
Todos los hombres están solos o no son nada.
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