domingo, 29 de enero de 2012

OSVALDO SORIANO - A 15 AÑOS DE SU FALLECIMIENTO, NUESTRO HOMENAJE AL GENIO.




Aquel peronismo de juguete


Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una mu­ñeca para las chicas. Para mi padre eso era una ver­güenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdi­das y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas em­boscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mien­tras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi prime­ra paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.

                          PETROLEO

Las cosas han cambiado tanto que seguramente a mi padre le gustará seguir tan muerto como está. Debe estar pitando un rubio sin filtro, escondido entre unos arbustos como lo veo todavía. Estamos en un camino de arena, en el desierto de Neuquén, y vamos hacia Plaza Huincul a ver los pozos de YPF. Salimos temprano, por primera vez juntos y a solas, cada uno en su moto. El va adelante en una Bosch flamante, y yo lo sigo en una ruidosa Tehuelche de industria nacional. Es el otoño del 62 y está despidiéndose para siempre de la Patagonia.
Mi viejo va a cumplir cincuenta años y se ha empe­ñado hasta la cabeza para comprarse algo que le permita moverse por sus propios medios. Los últimos pesos me los ha prestado a mí para completar el anticipo de la Tehuelche que hace un barullo de infierno y derrapa en las huellas de los camiones. No hay nada en el horizonte, como no sean las nubes tontas que resbalan en el cielo. Algunos arbustos secos y altos como escobas, entre los que mi padre se detiene cada tanto a orinar porque ya tiene males de vejiga y esa tos de fumador. Anda de buen carácter porque el joven Frondizi anunció hace tiempo que "hemos ganado la batalla del petróleo". Quiere ver con sus propios ojos, tal vez porque intuye que no volverá nunca más a esas tierras baldías a las que les ha puesto agua corriente y retratos de San Martín en todas las paredes. Un soñador, mi viejo: acelera con el pucho en los labios y la gorra encasquetada hasta las orejas mientras me hace seña de que lo alcance y le pase una botella de agua.
La Tehuelche brama, se retuerce en los huellones, y la arena se me cuela por detrás de los anteojos negros. Por un momento vamos codo a codo, dos puntos solita­rios perdidos entre las bardas, y le alcanzo la botella envuelta en una arpillera mojada. En el tablero de la motoneta lleva pegada una figurita de Marlene Dietrich que tanto lo habrá hecho suspirar de joven. Yo he pegado en mi tanque de nafta una desvaída mirada de James Dean y la calcomanía del lejano San Lorenzo que sólo conozco por la radio. Justamente: ese diminuto transistor japonés que recién aparece a los ojos del mundo es la más preciada joya que arriesgamos en el desierto. La voz de Alfredo Aróstegui y los radioteatros de Laura Hidalgo nos acompañan bajo un sol que hace brotar esperpentos y alucinaciones donde sólo hay viento y lagunas de petróleo perdido.
Mi padre pilotea que es un desastre. Zigzaguea por la banquina mientras inclina la botella y se prende al gollete. Merodea el abismo de metro y medio al borde del sendero. Le grito que se aparte mientras me saluda agitando la botella y se desbarranca alegremente por un despeñadero de cardos y flores rastreras. En la rodada pierde el pucho, las provisiones que cargamos en Zapala y hasta la figurita de Marlene Dietrich que me ha robado del álbum. Freno y vuelvo a buscarlo. A lo lejos diviso las primeras torres de YPF, que para mi padre son como suyas porque todo fluye de esta tierra y Frondizi dice que por fin hemos ganado la batalla del petróleo.
La motoneta está volcada con el motor en marcha y la rueda trasera gira en el vacío. Mi viejo trata de ponerse de pie antes de que yo llegue, pero lo que más se le ha herido es el orgullo. Se frota la pierna y putea por el siete abierto en el único pantalón, a la altura de la rodilla. Dice que ha sido mi culpa, que lo encerré justo en la subida, que por qué mierda me cruzo en su camino. Nunca seré buen ingeniero, agrega, y apaga el motor para enderezar el manubrio y recoger el equipaje.
Lo escucho sin contestar. Todavía hoy sigo subido a una barda, oyéndolo putear ahí abajo, mientras mi hijo juega con la espuma de las olas y grita alborozado en una playa de Mogotes. Somos muchos y uno solo, hasta donde me alcanza la memoria. A cada generación tene­mos menos cosas que podamos sentir como propias. Queda el hermetismo de mi padre en la mirada del chico que corre junto al mar. A él le contaré esta tonta historia de pérdidas y caídas, la de mi padre que rueda y la mía que no supe defender.
Aquel mediodía mi viejo se aleja rengueando para orinar entre los arbustos y se queda un rato escondido para que no vea su rodilla lastimada. Levanto a Marlene Dietrich que ha dejado un surco en la arena y vuelvo la mirada hacia la torre y el péndulo. Parece un fantasma de luto recortado en la lejanía. Y el charco de petróleo que ensucia las bardas, tan ajeno al mar donde ahora juega mi hijo. Mi bisabuelo fue bandolero y asaltante de cami­nos en Valencia hasta que lo mató la Guardia Civil. Me lo confiesa mi viejo al atardecer, mientras cebamos mate bajo la carrocería oxidada de un Ford T. No recuerdo bien su relato pero pinta al bisabuelo de a caballo y con un trabuco a la cintura. Trata de impresionarme pero está muy derrengado para ser creíble. El pantalón roto, la corbata abierta, el ombligo al aire y pronto cincuenta años. No hay más que gigantescos fracasos entre el bisabuelo que asaltaba diligencias y ese sobrestante de Obras Sanitarias que levanta la mirada y me señala con un gesto orgulloso la insignia del petróleo argentino. Una vida tendiendo redes de agua, haciendo cálculos, inven­tando ilusiones. Sueña con que yo sea ingeniero. De esa ínfima epopeya le quedan a mi madre doscientos pesos de pensión y a mí algunas anécdotas sin importancia.
Mi padre lleva unos pocos billetes chicos en el bolsillo. Justo para la pensión y la nafta de la vuelta. Nunca ganó un peso sin trabajar. No sé si está conforme con su vida. Igual, no puede hacerla de nuevo. Ha vivido frente a los palos, mirando venir una pelota que nunca aterriza. Intentó zafar de la marca, correrse, poner la cabeza, pero no supo usar los codos. Caminó siempre por los peldaños de una escalera acostada. Tarzán en monopatín, Barman esperando el colectivo, San Martín soñando con las chicas de Divito. Y sin embargo, cuando fuma en silencio, parece a punto de encontrar la solución. Como aquella noche en un sucio cuarto de alquiler donde saca la regla de cálculos y diseña un oleoducto inútil, con jardines y caminos de los que ningún motociclista podría caerse. Pero de eso no queda nada: el dibujo se le extravió en otro porrazo y las torres ya son de otros más rápidos que él.
Discutimos en la pensión porque yo ignoraba las matemáticas y la química y volvimos en silencio, muy lejos uno del otro. Lo dejé ir adelante y todavía veo su camisa sudada flotando en la ventolera. Yo no sabía qué hacer de mi vida y miraba para arriba a ver si bajaba la pelota. Tenía diecinueve años y me sentía solo en una cancha vacía. Todavía estoy ahí, demorado con mi padre en medio del camino. Imagino historias porque me gusta estar solo con un cigarrillo y estoy cerca de la edad que tenía mi padre cuando se tumbaba de la moto. Fueron muchas las caídas y no siempre lo levanté. Me gustaría saber qué opinión tendría de mí, que he perdido su petróleo. Quisiera que echara una ojeada a estas líneas y a otras. Que me regalara un juguete y me contara cuántas veces estuvo enamorado; que me explicara qué carajo hacíamos los dos en un camino de Neuquén rumbo a las torres de YPF, mientras en el transistor se apagaba la voz de Julio Sosa cubierta por los acordes de otra marcha militar.

DOSIIER FOTOGRÁFICO de BETTINA RHEIMS (PRIMERA PARTE)





JACOBO FIJMAN -POEMAS-

 

Demencia:
el camino más alto y más desierto.
Oficio de las máscaras absurdas; pero tan humanas. Roncan los extravíos;
tosen las muecas
y descargan sus golpes
afónicas lamentaciones.
Semblantes inflamados;
dilatación vidriosa de los ojos
en el camino más alto y más desierto.
Se erizan los cabellos del espanto.
La mucha luz alaba su inocencia.
El patio del hospicio es como un banco
a lo largo del muro.
Cuerdas de los silencios más eternos.
Me hago la señal de la cruz a pesar de ser judío.
¿A quién llamar?
¿A quién llamar desde el camino tan alto y tan desierto?
Se acerca Dios en pilchas de loquero,
y ahorca mi gañote
con sus enormes manos sarmentosas;
y mi canto se enrosca en el desierto.
¡Piedad!

Poema VI

Ha caído mi voz, mi última voz, 
que aún guarda mi nombre.
Mi voz: Pequeña línea, pequeña canción que nos separa de las cosas. Estamos lejos de mi voz y el mundo, vestidos de humedades blancas.
Estamos en el mundo y con los ojos en la noche.
Mi voz es fría y sucia como la piel de los muertos.


Poema VII

Roe mi frente dura
el lobo de la media noche.
Una escondida estrella arrima su sosiego.
Entre todos los soles ya se me canta aceite de júbilos.
Siento en mis manos venir la estrella de la mañana.

Cópula




¡Nos unió la mañana con sus risas!
En las rondas del sol
canciones de naranjas.
Danzas de nuestros cuerpos
desnudos -rojo bronce.
El olor de la luz era sagrado:
música de horizontes,
espacio de paisajes –
rojo y bronce –
ruido de melodías,
himno de soles,
eternidad
y abismo de la dicha
en la alegría loca de los vientos.
Canciones de naranjos
en la piedad de los caminos
¡Todas las aguas del silencio
rompimos en la danza!
Dicha de los abrazos y los besos;
toda la gloria de la vida
en nuestros pechos
jadeantes y ligeros;
nuestros cuerpos: auroras y ponientes
en la alegría loca de los vientos.
¡El corazón del mundo está en nuestra boca!

MIGUEL OSCAR MENASSA - POEMAS

PROBLEMÁTICA INCIERTA O ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

La predisposición a la perversión no es algo raro y especial,
sino una parte de la constitución llamada normal.
Sigmund Freud

I. Pienso, es decir, espero madre serena, que los pájaros comiencen a volar
en el momento preciso. Si espero, pasivo ser, me será dada el habla.
Si mi cuerpo recibe el mandato, seré sin más el canto de los pájaros.

II. ¿Perversión es las dos cachetadas que le pego a mi amada de las siete y treinta de la mañana para que desee mi muerte o perversión es las 7 y 30 de la mañana?

III. ¿Perversión será mi pene perforando los ojos de mi amada, o en el color de los ojos de mi amada está todo el secreto?

IV. Tengo todavía infinitos ejemplos para todo.
¿Retener o expulsar? ¿ Cuál de estas dos perversiones será aceptada en este caso?

V. Sé que mis ojos tienen ese brillo especial que te recuerda a tu hermano muerto.
¿Perversión o caridad? Que yo me sienta un poco El cuando estoy en tus brazos.

VI. Que tu vagina fuese de un color azul durante todo un año, nos divirtió mucho el verano pasado y sin embargo eran azules los ojos de mi amigo muerto. Donde mi amigo amaba de mí la inteligencia era en un mar azul, inmensamente azul.
Estuvo todo el año viviendo entre tus piernas, todo el año encontrándose conmigo en las profundidades de tu vagina azul.

OTRA

Ámame con la violencia de las amantes griegas
que suelen perfumadas esperar a sus hombres
en pequeñas alcobas de tierra en las colinas
porque tengo en el alma profunda una tristeza.

Ámame con la esperanza de los sacerdotes fenicios
que solían navegar junto a sus fieles
en alocados mares de variados colores
porque tengo en la mirada serena una tristeza.

Ámame con la furia de los famosos tigres de bengala
que suelen silenciosos esperar a sus presas
en sospechosas guaridas en medio de la selva
porque tengo en la boca sedienta una tristeza.


POEMA III

Allí donde la tierra desangra sus jóvenes claveles
allí te espero.
Entre la sangre y el lejano carmín del humo del cigarro.
Entre las soledades
estos viejos papeles manchados por tu risa
-entrecortada al alba-
y tus miserias como anchos y calurosos abrazos
y las diademas sobre tus pechos abiertos en el mar.

Allí donde los dioses tejen el vuelo de los pájaros
allí te espero.
Blanca extranjera mía perdida entre el tumulto
y el misterioso volar de las alondras en tu cuerpo
alondras en tu cara, nada de pájaros cantores
sólo tu sexo
sólo el volar de las alondras
-antiguo y silencioso-
hacia el aroma de tu sexo.



MANIFIESTO

Albatros, albatros celestiales cantores de mis penas.
Sufro porque no conozco el África Negra
porque nunca vi brillar en la espesura de la niebla
diamantes o rubíes o flores escarlatas.
Sufro por el dolor de las mujeres
completando su ser en mi mirada.
Por mis hermanos muertos
de los que sólo cuatro murieron en la guerra
el resto murió al amanecer
de tanto hacer la paz por las cantinas sucias
empolvadas de mierda o de los suaves olores del orín.
Me place mirar a las mujeres.
Me placen las llanuras
allí donde mi amada -potranca azul-
tiende definitivamente su cuerpo al viento y sacia su sed.
Amo yerbas y especias orientales
cálidos aromas
que no diré que me recuerdan precisamente mi infancia
pero sí la infancia de mi padre.
Infancia de los cuentos donde siempre hay un sabio
bajo forma de niño, de loco o de cantor.
Porque no quiero que me devuelvan regalos
ni ninguna de las fortunas concedidas.
Porque quiero leer tranquilamente
en el balcón de mi casa mis poemas. Besar tranquilamente
los senos de mi mujer en las cuatro estaciones del año.
Porque de nada me separo y a nada me adhiero.
Porque cada movimiento será sin lugar a dudas
un movimiento completo que gozará de incompletud
para que no le sea preciso detenerse.
Porque cada vida será porque en el principio fue la muerte
y será completa e infinita hasta morir.
Porque buscar, buscar eternamente no carece de nada.
Tengo y lo sé, esa es la verdad.



La última ilustración pertenece a Anja Millen


viernes, 13 de enero de 2012

UTOPÍA de Tomas Moro (Segunda y última parte)

PENAS Y CASTIGOS

A las otras culpas no les tienen señalados castigos, sino que según sea el delito se le impone la pena más o menos grave, a criterio del Senado.
Los maridos castigan a las mujeres y los padres a los hijos, a no ser que cometan un grave delito que deba castigarse públicamente.
Casi todos los delitos son castigados con servidumbre, lo cual es más proporcionado a la maldad y a la administración de la República que el quitarles la vida, ya que ayudan más con el trabajo que con la muerte, y con su ejemplo constante aperciben a los otros a guardarse de semejantes culpas. Pero si reducidos a esclavitud son inobedientes y perversos, como a bestias indómitas los matan.
Los que son sufridos no están fuera de esperanza si tolerando el trabajo y las fatigas manifiestan que les desagrada más el pecado que el arrepentimiento, les suelen liberar de la servidumbre, por autoridad del Príncipe o favor del Pueblo.
No castigan menos al que ha provocado a alguna persona a lujuria que si hubiese cometido d delito, pareciéndoles que la voluntad determinada a pecar, aunque no se lleva a efecto, es merecedora del mismo castigo.
Se divierten con los "bobos", pero a nadie le es lícito causarles daños o injuria. No se dan cargos a los que no gustan de sus chirigotas, temiendo que después los tratarían mal. No se permite escarnecer a los simples de espíritu, o a los bobos, por no parecerles puesto en razón la burla o la mofa de tales deficiencias que ciertos hombres padecen sin culpa suya.
Así corno tienen por negligencia y dejadez el no conservar la hermosura natural, igualmente condenan a quienes con afeites y aderezos procuran exageradamente el aumentarla. Tienen por cierto que la mujer es más grata al marido por la bondad de sus costumbres que por ninguna aparente belleza corporal.
No solamente se apartan de las maldades por temor al castigo, sino que son incitados a la virtud por lo egregio de los honores. En las plazas levantan estatuas a los ilustres varones que realizaron empresas provechosas para la República, para que se conserve la memoria de las obras insignes, y las nuevas generaciones se sientan exhortadas a la virtud.
Si alguno pone de manifiesto que desea algún cargo de mando, o de Magistrado, basta esto para que quede del todo privado de él.
Viven en unidad y amigablemente, porque los Magistrados no son engreídos. Se hacen llamar padres, y se portan como tales, por lo que el pueblo los respeta con agrado.
El Príncipe no se diferencia de los demás con diadema o corona; el único distintivo es que llevan delante de él un manojo de espigas. Al Pontífice lo acompañan con una antorcha.
- Tienen pocas leyes, y. abominan a los pueblos que llenan volúmenes y volúmenes con glosas, reglamentaciones, órdenes y disposiciones. Consideran como una iniquidad el obligar a los hombres con tantas leyes que no se pueden siquiera leer todas, y tan complicadas que no son inteligibles.
No admiten que haya abogados, porque quieren que ante los Tribunales cada parte exponga su razón, ya que de esta manera se habla menos y se llega mejor a la verdad cuando se expone sin exuberancia de palabras.
Los jueces despachan las causas con solicitud, y favorecen sistemáticamente a la gente sencilla contra los astutos y malignos.
Así ocurre que en Utopía todos son jurisconsultos, porque tienen pocas leyes, y todos están pendientes de la interpretación más sincera que se les pueda dar, ya que las deducciones sutiles no pueden ser entendidas por todos, lo cual sería contra la aplicación de las leyes, que se dictan para que a todos sean manifiestas.
Los pueblos vecinos que viven libremente (porque muchos han sufrido la tiranía), movidos por el ejemplo de Utopía, les piden Magistrados por un año, pero suelen estar cinco. Cuando han cumplido su cometido regresan honrosamente a sus casas, y vuelven otros. Con ello estos pueblos mantienen de una manera excelente la salud de su República, ya que el bienestar o la ruina de las naciones dependen en gran manera de las costumbres de los Magistrados. La elección de estos enviados es cuidadísima, y no se doblegan ante ningún interés. Además, como han de volver a la Patria, y no conocen a los que gobiernan, no es fácil que se les persuada para que actúen contra razón, o para que cometan injusticias. Cuando estos dos males: la pasión y la injusticia, se apoderan de los jueces, pervierten la autoridad y debilitan todos los órganos de la República.
Utopía tiene por aliados a aquellos pueblos a los que envía Magistrados, y por amigos a los que han hecho beneficios. No se unen en confederaciones y alianzas, como hacen otras naciones, que tan aficionadas son a pactarías y a renovarlas. ¿Por qué hemos de confederamos - dicen -, si basta la común naturaleza humana para conciliar a los hombres entre sí? Y si esto no basta, ¿podrán prevalecer las palabras? Aparte de que los tratados de paz y los convenios se observan poco fielmente entre los Príncipes de aquellos países.
En Europa, debido principalmente a la fe en Cristo, las alianzas se guardan inviolablemente, en parte por la rectitud y bondad de los Príncipes, y en parte por la reverencia y el temor a los Sumos Pontífices, ya que si se comete algún desmán que contravenga la Religión, ordenan a los otros Príncipes que mantengan su palabra y con la severidad de las censuras obligan á los contumaces a guardar la fe, teniendo como a vituperable desprecio el que no se observe la fe en las alianzas de los que a sí mismos se denominan fieles.
Pero en aquellos países tan distantes del nuestro, como distintos en las costumbres, como no pueden hacer las alianzas con tantas ceremonias y sacramentos, siempre se halla alguna ambigüedad en las palabras que las expone al artificio y a la interpretación, y por esta causa cualquier alianza que se haga siempre corre el riesgo de romperse al menor pretexto.
Yo estoy convencido de que los de Utopía no hacen confederaciones, no porque los Príncipes de aquellos países sean poco observantes de la palabra dada, sino por creer que aunque los tratados fuesen observados con toda puntualidad, no conviene hacerlos porque tales confederaciones convertirían en enemigos a pueblos limítrofes. Creen que no se debe tener por enemigo más que a aquellos de los que se ha recibido agravio; y que vale más la unión natural ante la injuria que las confederaciones, ya que los hombres se unen con más decisión y firmeza cuando los ánimos están dispuestos que a. base de palabras y de alianzas.



LA MILICIA

Abominan en gran manera la guerra como cosa bestial, ya que ni las fieras más fieras la hacen tanto como el hombre. Por ello, y al revés de lo que ocurre en todas partes, nada tienen por tan infame como la gloria adquirida por las guerras.
A pesar de dio, de ordinario se ejercitan en la disciplina militar en días y lugares señalados para este objeto, no sólo los hombres, sino también las mujeres, para que si se presenta la necesidad no les halle sin preparación.
Nunca emprenden la guerra inconsideradamente, sino sólo para defender sus fronteras o para ahuyentar a los enemigos de sus territorios, o para liberar de la servidumbre a algún país amigo y ponerles en libertad, haciendo esto movidos por la compasión, sin otro fin que la fidelidad a su sentido humanitario.
Aunque por agradecimiento socorren a sus amigos, no siempre se trata de guerras defensivas, sino que algunas veces quieren satisfacer y vengar injurias. Para que esto ocurra, antes de llegar a las armas se ha de proponer satisfacción, y si no la dan, hacen la guerra a los autores del agravio.
No solamente se deciden a hacer la guerra a los que invaden su territorio y saquean el país, sino también, y con más furor, cuando países ávidos y con pretexto de leyes injustas, quieren someter a otras naciones para despojarlas y reducirlas a servidumbre, con pretexto de que hacen una obra justa.
No tuvo otro origen y principio la guerra que los de Utopía hicieran contra los Alaopolitas en favor de los Neofologetas, poco antes de estar nosotros allí.
Deshacen valerosamente los agravios hechos a sus amigos, quizá más que por vengar los propios, aunque sea en materia de dinero. La razón es que si los pueblos amigos quedan despojados de sus bienes, los particulares quedan arruinados; pero las pérdidas de Utopía son d oro y la plata del común, con lo que no les falta nada de lo que tienen en abundancia en sus casas.
Parece que se avergüenzan cuando alcanzan victorias sangrientas, como si hubiesen pagado un precio exagerado, y tienen por mucho más glorioso el vencer al enemigo con ardides, artes o engaños. En tales casos hacen grandes demostraciones de triunfo y alegría.
Levantan monumentos a los que así vencen, porque consideran como mayor valor el vencer la fuerza del enemigo con el propio ingenio. Así como el hombre vence a los animales feroces no por la fuerza sino por ardides.
Como ejemplo de esto, cuando se ha declarado una guerra, mandan secretamente que se fijen en país enemigo muchos carteles autorizados con sus firmas, todos a un tiempo y en lugares públicos y destacados, por los cuales se ofrecen grandes sumas a quien dé muerte al Príncipe contrario. También ofrecen premios menores, aunque importantes, por las cabezas de los consejeros y jefes que fueron los promotores de la guerra. Los premios se ofrecen doblados si en vez de darles muerte los entregan vivos. Ofrecen una buena recompensa y su amistad a los que deserten y se pasen a su bando. De esta manera en poco tiempo todos se tienen por sospechosos y nadie se fía ni de sí mismo. Muchas veces ha sucedido que buena parte de ellos, y aun el mismo Príncipe, han sido entregados por aquellos de quienes más se fiaban.
Esta costumbre de sobornar y comprar a los enemigos la tienen por innoble otras naciones; pero los de Utopía se jactan y se honran con ella, ya que de esta manera hacen la guerra sin hacerla, evitando muchas muertes y ruinas, tanto de los suyos como de los enemigos, de los que tienen tanta conmiseración como de sí mismos, sabiendo que no van a la guerra espontáneamente, sino forzados por la soberbia de sus Príncipes.
Si esto no les sale bien, buscan la discordia fomentando la ambición de algún hermano del Príncipe enemigo, o de algún otro poderoso, dándoles esperanzas de reinar. Si falla esto en el interior; estimulan a otros Príncipes extranjeros, refrescándoles antiguas pretensiones que nunca faltan entre reyes, y les ofrecen socorros, dándoles grandes sumas de dinero, pero no soldados, ya que consideran de más valor a cualquiera de los suyos que al principal Príncipe extranjero.
En tales circunstancias no son escasos en distribuir el oro y la plata que atesoraron con este fin, ya que no habrá de hacerles falta para sustentar su vida, aunque lo dieran todo. Además del oro y la plata que tienen en sus casas, disponen de sumas enormes depositadas en otros países en pago de las grandes ventas de productos de Utopía, como ya indiqué antes. De esta manera pueden pagar soldados mercenarios, procedentes de todas partes, principalmente los Zapoletas.
Este pueblo dista de la Isla de Utopía unas 50 millas hacia el Oriente. Son gente hercúlea, rústica y feroz. Habitan en las selvas, habituados al frío, al calor y a toda clase de inclemencias, desconociendo totalmente la vida regalada, pues no se aplican a le agricultura ni hacen caso de los edificios, ni se cuidan de tejer; todo su cuidado lo ponen en criar ganado, viviendo además de esto de la caza y del robo. Parece que nacieron sólo para la guerra, cuyas ocasiones buscan ávidamente, ofreciéndose como soldados en cuanto tienen noticia de alguna. Pelean valerosamente y con gran fidelidad hacia quien les paga. Raras son las guerras en las que no hay soldados de estos en los dos bandos, acometiéndose como enemigos; olvidando que son de un mismo linaje se matan unos a otros sin haber sido provocados, sino por la única razón de ser mercenarios de diversos Príncipes. Les pagan poca soldada, y son tan codiciosos que si al terminar su contrato los de la parte contraria les ofrecen algo más, se pasan a ellos sin ningún miramiento. Así, aquellos dineros que adquieren con su sangre les son de muy poco provecho, ya que pronto los gastan pródigamente, dándose a los desórdenes y a los vicios.
Estos guerreros acuden ávidamente a Utopía contra cualquier otro país, ya que les dan mejor paga que en parte alguna. Por su parte, los de Utopía buscan a los mejores como amigos para todas las tareas humanitarias, y a los peores para una cosa tan criminal como es la guerra. No consideran como una pérdida el que mueran muchos de éstos, pensando que la humanidad habría de agradecérselo si fuesen poderosos para limpiar el mundo de aquella hez.
Además de éstos, se ayudan de aquellos países en cuya defensa los de Utopía tomaron las armas en ocasiones anteriores; y después de éstos, de los auxilios que otros amigos quieran mandarles. En último lugar convocan a sus ciudadanos, y entre ellos eligen al más experimentado y le nombran Capitán General, encargándole de la dirección de todo el ejército. A éste se le designan dos sustitutos, que mientras él vive actúan como soldados particulares, pero si le cautivan o le matan (lo que puede ocurrir por la variedad de acontecimientos de una guerra), uno de los dos le sucede, como en una herencia, y después de éste el tercero, para que no se amotine el ejército por falta de caudillo.
En todas las ciudades se alistan soldados voluntarios, y a ninguno se le hace ir a la guerra contra su voluntad, por estar seguros de que el hombre cobarde, además de no portarse valerosamente, desmoralizará a los que están con él. En caso de invasión del territorio tienen que luchar todos, y a estos cobardes les embarcan en las naves encuadrados con otros mejores, o les ponen en las murallas, en puntos donde no puedan huir; de esta manera por vergüenza ante los suyos y por tener el enemigo a la vista sin esperanza de poder escapar, muchas veces la necesidad extrema se convierte en virtud.
De la misma manera que a nadie se hace ir a la guerra contra su voluntad, tampoco se prohíbe que vayan a día las mujeres que voluntariamente se presentan, y sirven de gran estímulo a sus maridos, padres o hermanos, porque tienen por gran afrenta que el marido vuelva sin, la mujer, o ésta sin el marido, o el hijo, o el hermano; y de dio se deriva que en las batallas dudosas, si pueden, perseveran todos hasta la muerte.
Precisamente porque no quieren ir a la guerra y, tratan de cumplir sus obligaciones con gente forastera pagada a su costa, cuando el ir a ella es inevitable y no hay más remedio que acudir personalmente a la batalla, aquello que prudentemente querían evitar les parece que es lo más lícito y lo emprenden intrépidamente. No Son feroces al principio; pero poco a poco se van embraveciendo con firmeza de ánimo, con tal tesón y coraje que antes perderán la vida que retirarse de la pelea.
La destreza de la disciplina militar a que se sometieron todos en tiempos de paz, les hace tener confianza en sí mismos. Finalmente, la buena opinión que tienen de la vida y de las instituciones de su República, comparadas con las de otros pueblos, les aumenta el brío y la decisión. Todo lo cual hace que no tengan por tan poco valor su vida que la expongan neciamente, ni tan neciamente la amen que cuando la honra pide que la expongan, traten de conservarla neciamente.
Fortifican con gran cuidado los lugares donde están, haciendo trincheras altas y hondas, parapetándose con la tierra que sacan de ella, no dejando este trabajo para los gastadores, sino que lo hacen los mismos soldados y todo el ejército, excepto aquellos que hacen guardia para evitar las sorpresas. De esta manera, al trabajar tantos con tanta decisión terminan en poco tiempo sus fortificaciones.
Utilizan armas muy firmes para parar los golpes de los contrarios, y no les estorban para cualquier movimiento, de manera que ni aún para nadar les son molestas, antes así armados acostumbran a nadar y. éste es uno de los primeros ejercicios que hacen en su instrucción militar. Para la lucha a distancia sus, armas ofensivas son las saetas, que manejan con gran valentía y destreza, no sólo la infantería sino también la caballería. Para la pelea cuerpo a cuerpo no usan espadas, sino unas hachas que cortan y punzan durisimamente, y cuyos golpes son mortales a causa de la agudeza de sus filos y de los grandes arcos que describen con ellas.
Inventan toda clase de máquinas de guerra y las encubren con el mayor secreto para que el enemigo no las conozca ni las entienda antes de que llegue la ocasión de emplearlas, ya que de lo contrario servirían más de burla que de provecho. Atienden en su construcción a que sean fáciles de mover y acomodadas a la necesidad.
Cuando conciertan treguas con el enemigo, las guardan inviolablemente, de tal manera que ni aún siendo provocados las quebrantan.
No saquean ni talan la tierra del enemigo, ni ponen fuego a los sembrados, antes procuran con todo cuidado posible que no se estropeen con el paso de los soldados y de los caballos, pensando que habrá de servir para su propio provecho. A nadie que este desarmado le maltratan, a no ser que se trate de un espía.
Las ciudades que se les rinden las amparan, y no saquean las que conquistan, excepto las casas de los que estorbaron la rendición, a cuyos dueños les quitan la vida y a los que la defendieron los hacen esclavos; pero a la muchedumbre no le hacen ningún dañó. A los que aconsejaron la rendición les dan parte de los bienes de los condenados y el resto lo dan a los soldados forasteros que luchan con ellos, ya que ninguno de los de Utopía tiene parte en la presa ni en el botín.
Al terminar la guerra no cobran los gastos a los amigos que ayudaron, sino que los cobran a los vencidos, parte en moneda (que guardan para otras ocasiones de guerra) y parte en heredades, cuyas rentas dedican al mismo fin. Al presente tienen bienes de esta clase entre muchas naciones, y han crecido de tal manera que las rentas son cuantiosísimas.
Si algún Príncipe, tomando las armas contra ellos, intentan entrar en su Isla, le salen al encuentro y le rechazan rápidamente fuera de sus tierras con grandes fuerzas. En ningún caso se han visto tan apurados que hayan tenido necesidad de que acudiera socorro alguno de sus amigos a su Isla.



LA RELIGION

Hay varias religiones en Utopía, no sólo en la Isla, sino también en cada Ciudad. Unos adoran el Sol, otros la Luna, otros alguna de las Estrellas; y aun algunos veneran por Sumo Dios a algún hombre de una gran virtud que existió en tiempos pasados.
Pero la mayor parte, que son los más instruidos, no reverencian ninguna de estas cosas, sino que creen que hay una divinidad oculta, eterna, inmensa e inexplicable, la cual interviene en este mundo más por afectó que por poder. A este Dios le llaman Padre, ya que en él reconocen el principio, el aumento, la mudanza y el fin de todas las cosas, y solamente a él rinden honores divinos.
Todos los demás, aunque adoren diferentes cosas, están conformes en que hay un Sumo Dios que lo ha creado todo y que con su providencia lo conserva; en su lengua le llaman Mitra.
Disienten unos de otros en que unos afirman que este Sumo Dios tiene su ser de una manera y otros de otra. Poco a poco, afirmando que este Ser Supremo a quien reverencian como Dios tiene el gobierno de todo, se apartan de las diversas supersticiones y se adhieren a aquella religión que más se conviene con la razón y con su género de vida. No cabe duda de que todos estarían ya en dicha religión, pero ocurre que cualquier desgracia que les sobrevenga al mudar de religión la toman como un castigo del cielo, y que la divinidad que intentaban abandonar se venga de su impiedad.
Pero cuando yo les prediqué el Nombre de Cristo, su doctrina y sus milagros, la constancia de tantos mártires que espontáneamente derramaron su sangre, y de cómo tantas naciones se han convertido, milagrosamente se inclinaron a ella, ya fuese por divina inspiración o porque les pareciera que este camino era semejante a sus creencias. Sea como sea, el caso es que muchos abrazaron la fe cristiana y recibieron las aguas del Altísimo, no pudiendo hacer otra cosa porque de los cuatro que allí estábamos ninguno era sacerdote.
Desean recibir los Sacramentos cristianos de que les di noticia, pero ya saben que únicamente los pueden administrar los Sacerdotes. Tuvieron discusiones entre ellos sobre si les era lícito nombrar Sacerdote a uno de ellos sin mandato del Sumo Pontífice, pero cuando yo salí de su tierra no habían decidido nada.
Los que no han admitido la religión cristiana no persiguen a los que se han convertido. Pero un recién bautizado se inflamó en su ardor, y aunque yo le amonestaba a que se callase, no se limitaba a exponer con entusiasmo su fe cristiana, sino que condenaba a las demás, llamando impíos a los que no querían adorar a la Santísima Trinidad, amenazándoles con el fuego eterno. Este tal fue preso, no tanto como violador de la religión del país, sino por ser causa de tumultos y de alborotar al pueblo, ya que la norma común es que cada uno profese con toda libertad la religión de su agrado.
Se cuenta en la Historia de Utopía que los primeros pobladores de aquel país combatieron entre ellos a causa de las diversas religiones que profesaban, con grandes males para todos, y finalmente habían decidido en sus leyes que cada cual pudiese profesar la religión que más concordara Con sus sentimientos, sin ser molestados por nadie Que si alguno deseaba convencer a otro lo hiciera con modestia y con razonamientos, no usando nunca de violencia ni injuria, castigándose con el destierro o con servidumbre a los contraventores
Estas leyes las hicieron no solamente por conservar la paz puesta en peligro por la desunión y el odio, sino también porque están persuadidos de que los diversos cultos son agradables a Dios y que por esto inspira a unos y a otros diferentes ritos, juzgando que no era conveniente que nadie intentara con violencias ni amenazas forzar a otro a creer aquello que uno tiene por verdadero.
Aún considerando que una de aquellas religiones fuese la verdadera, todavía les pareció que debía persuadirse a los ciudadanos con modestia, estando convencidos de que la verdad se abre paso y permanece, saliendo al fin victoriosa. Mientras que si estos asuntos se quisieran resolver con las armas podría ocurrir que unos hombres más feroces y supersticiosos oprimieran la verdadera religión, de manera semejante a como los buenos frutos vienen ahogados con las espinas y los abrojos. Por estas razones fue por lo que dejaran en libertad para que cada uno creyera lo que quisiera.
Lo único que se tenía por ilícito era el afirmar que las almas mueren con los cuerpos, o que el mundo viene gobernado por el azar sin intervención alguna de la providencia divina, por estimar que después de esta vida han de ser castigados los vicios y premiadas las virtudes, Los que negaban esto último eran tenidos por peores que bestias, y ni siquiera les hacían figurar entre el número de los ciudadanos, como seres que sin temor alguno al más allá no harán caso de ninguna buena ley ni sana costumbre.
A estos tales ni les conceden honores ni les dan cargo de responsabilidad, pero tampoco los castigan por considerar que no está en la propia mano el creer en la inmortalidad. Evitan el fomentar la hipocresía, ya que las amenazas conducirían a tener ocultos los propios sentimientos, fingiendo pensar como los demás. A éstos se les prohibe defender públicamente tales opiniones, particularmente ante personas poco instruidas, designando a algún Sacerdote prudente para que hable con ellos, con la esperanza de que tal absurdo tarde o temprano ha de ser vencido por la razón.
Los hay que creen en la inmortalidad de las almas de los animales, aunque con dignidad diferente de las de las personas, no estando destinadas a igual felicidad.
En tanto estiman la felicidad de las almas, que sienten pena por los que sufren, pero no por los que mueren, a no ser aquellos que de mal grado dejan esta vida, considerando esto como mal augurio, como si el alma que no espera bien alguno temiese ya el suplicio, atemorizada por la propia conciencia. Piensan que desagrada a Dios el caminar de aquel que, cuando es llamado, no corre voluntariamente, sino que se retira y rehúsa. Si alguno muere en esta disposición sienten gran compasión por él y lo entierran sin pompa alguna, rogando a Dios que le perdone aquella flaqueza.
Ninguno llora a los que mueren contentos y con buena esperanza, sino que sus exequias son gozosas, encomendando sus almas a Dios. Con gran reverencia queman sus cadáveres, pero sin lamentaciones.
Colocan lápidas, donde se escriben las alabanzas del difunto, relatando su vida y alabando su muerte. Esto lo tienen Como una recompensa a la virtud y un agradable culto a los difuntos, ya que creen que los que murieron están presentes de manera in visible en tales conmemoraciones, ya que no serían felices si no pudieran estar donde les apeteciera; Y serian ingratos y desagradecidos si no quisieran estar con los amigos con los que estaban unidos por mutuo amor, ya que la caridad debe más bien aumentar en ellos que disminuir.
Creen que los muertos están presentes entre los vivos, viendoy oyendo lo que hacen y dicen, lo que les hace animosos en sus empresas al contar con tales ayudas, y sintiéndose representantes del honor de sus mayores se guardan en gran manera de todo lo que no sea honrado, ni Siquiera en secreto.
Hacen poco caso de las supersticiones adivinatorias, tan en boga en otros países. Veneran los milagros que ven sobre las fuerzas de la naturaleza, creyéndoles testimonios de la presencia divina. En las grandes calamidades organizan rogativas públicas para aplacar a Dios.
Piensan que la contemplación y el estudio de las cosas naturales, es un culto gratísimo a Dios. Los hay que movidos por sus sentimientos religiosos dejan las cosas propias, incluso la cultura y la contemplación de la naturaleza para darse totalmente a las buenas obras, tales como el asistir a los enfermos, reparar los caminos y los puentes, cortar árboles, etc., y como si fuesen esclavos se ponen voluntariamente a los trabajos más desagradable y groseros, fatigándose para que otros descansen, y no desdeñando a los que no viven como ellos.
Cuanto más éstos se portan voluntariamente como siervos, tanto más vienen a ser honrados y estimados de los otros. Los hay de dos clases: unos que viven en castidad y no comen carne, dejando de lado todo trato sexual, puesta su mirada en la vida futura viven sanos y contentos; - la otra clase de los que se dan al trabajo servir se casan para tener sucesión que sea útil a la República, y no huyen de aquellos entretenimientos que no les estorban en su servicio a los demás; comen carne por creer que este alimento les hace más fuertes y robustos para realizar sus duros trabajos.
El pueblo tiene a estos últimos por más prudentes y a los otros por más sabios.
Tienen solamente 30 Sacerdotes, de vida muy ordenada, para todas las Ciudades, según el número de sus Templos. Cuando van a la guerra no llevan consigo más que a siete de ellos, y no crean otros en su lugar hasta terminada la guerra, según el número de los que hayan muerto.
Los Sacerdotes, como los Magistrados, se eligen por el Pueblo por votos secretos, para no fomentar rivalidades. Se dedican únicamente al servicio divino y al cuidado de la Religión. Son los censores de las costumbres, y es vituperado aquel a quien ellos reprenden. Su oficio es amonestar a los delincuentes, así como el de los Magistrados es el de castigarlos. Solamente excomulgan a los obstinados, y es una gran tacha el estarlo. Si los excomulgados no se enmiendan, pasan a la jurisdicción de los Magistrados.
Estos Sacerdotes educan a la juventud especialmente en las buenas costumbres y en que tengan buenos criterios sobre todo en el deseo de ser útiles a la causa pública, para que cuando sean adultos estén dispuestos a defender la ordenación de su República, por lo cual no solamente los apartan de los vicios, sino también de las opiniones perversas.
Los Sacerdotes reciben por esposas a las mujeres más selectas del Pueblo, y nombran Sacerdotisas a las matronas, aunque solamente a las viudas, o de edad madura.
Los Sacerdotes son muy venerados, más que cualquier Magistrado. Si se hacen reos de algún delito nadie tiene autoridad para juzgarlos, sino que los dejan al juicio divino y a la propia conciencia, ya que no les parece justo que nadie ponga sus manos mortales en los que se consagran a Dios. Esta costumbre pueden observarla porque eligen como Sacerdotes a hombres de vida muy probada, con lo que es rarísimo que caigan en vicios. Y si sucede que pequen, porque la naturaleza humana es flaca, como son pocos y sin potestad de mandar, no se teme que puedan infestar la República. Nombran pocos Sacerdotes para que su dignidad sea más reverenciada; además de que creen que es difícil que pueda haber muchos que puedan merecer tal dignidad.
No solamente son muy respetados en Utopía, sino también en los países vecinos, lo cual (a mi entender) proviene de que cuando se producen hechos de armas, los Sacerdotes están separados de los que luchan, revestidos con sus ornamentos, de rodillas y con las manos en alto ruegan primeramente por la paz y después para que su pueblo pueda alcanzar la victoria sin derramamiento de sangre; y al vencer los suyos corren hacia los luchadores impidiendo que se remate a los vencidos, y nadie les hace daño alguno.
Tanta reverencia tienen a los Sacerdotes que ni se atreven a tocarles las vestiduras, y por esto les tienen también veneración las otras naciones, así, no solamente evitan que en las guerras los enemigos sean muertos por los suyos, sino también que éstos san pasados por las armas por los contrarios en caso de derrota. Algunas veces ha sucedido que siendo vencidos los de su campo y entrando a saco los contrarios, con la llegada de los Sacerdotes se ha dado fin a la matanza y se ha hecho una paz razonable. Y nunca se halló una nación tan feroz y salvaje que no los haya honrado como sacrosantos e inviolables.




DESPEDIDA

Hasta aquí habló Rafael Hithlodeo de lo que había visto y observado en Utopía, y ello hacía que acudieran a mi mente muchas otras cosas relacionadas con ello.
Sobre las leyes que se habían instituido en las costumbres de aquel pueblo, no sólo acerca de la manera de hacer la guerra, y de su religión y ritos divinos, y otras ordenanzas suyas, sino que pensaba sobre el principal fundamento de toda su institución, esto es su manera de vivir y sustentarse sin comercio de dinero, sin el cual toda nobleza y esplendor se destruye y aniquila completamente, siendo así que de ordinario se tiene esto corno el principal ornamento de la República.
Pero me daba cuenta dé que se había cansado con la relación tan extensa que me había hecho, y temía que llevara a mal que le replicara contra su opinión, pues sabía que a algunos lo había reprendido por haberlo hecho. Por ello alabé la forma de Vida de Utopía y lo que me había referido, y estrechando su mano le invité a cenar conmigo, diciéndole que más adelante, después de pensarlo yo bien, hablaríamos más despacio de todo lo que me había dicho, lo cual quiera Dios que podamos hacer en alguna ocasión.
Mientras tanto, no puedo dejar de estar conforme con todo lo que dijo, primero por tratarse de un hombre muy docto y conocedor del mundo, y después he de confesar llanamente que muchas de las cosas de Utopía, más deseo que confío llegarías a ver en nuestras Ciudades.

domingo, 1 de enero de 2012

George Bataille - En medio de un enjambre

En medio de un enjambre de muchachas, desnuda Madame Edwarda sacaba la lengua.
Ella era, para mi gusto, encantadora. La elegí: ella se sentó cerca de mí.
Apenas tuve tiempo de responder al mozo: tomé a Edwarda que se abandonó:
nuestras bocas se juntaron en un beso enfermo.

La sala estaba abarrotada de hombres y de mujeres y tal fue el desierto donde el juego se prolongó. Un
instante su mano se deslizó, y yo me quebré de pronto como un vidrio, y temblé
en mis pantalones; sentí a Madame Edwarda, de quien mis manos contenían las
nalgas, ella misma al mismo tiempo desgarrada; y en sus ojos más grandes, dados
vueltas, el terror, en su garganta un largo estrangulamiento. Me acordé que
había deseado ser infame o, más bien, que hubiera sido necesario, de toda
fuerza, que eso ocurriera. Adivinaba risas a través del tumulto de las voces,
las luces, el humo. Pero nada contaba ya. Apreté a Edwarda en mis brazos, ella
me sonrió: enseguida, transido, volví a sentir en mí un nuevo choque, una suerte
de silencio cayó sobre mí de lo alto y me heló. Era elevado en un vuelo de
Ángeles, que no tenían cuerpos ni cabezas, hechos de deslizamientos de alas,
pero era simple: me volví desgraciado y me sentí abandonado como se lo está en
presencia de Dios. Era peor y más loco que la embriaguez. Y ante todo sentí una
tristeza ante la idea de que esta grandeza, que caía sobre mí, me robaba los
placeres que yo contaba con Edwarda. Me encontré absurdo: Edwarda y yo habíamos
cambiado dos palabras. Experimenté un instante de gran malestar. No hubiera
podido decir nada de mi estado: ¡en el tumulto y las luces, la noche caía sobre
mí! Quise atropellar la mesa, tirarlo todo: la mesa estaba empotrada, fijada en
el suelo. Un hombre no pudo soportar nada más cómico. Todo había desaparecido,
la sala y Madame Edwarda. Sólo la noche...
... Escuché otra voz, proveniente de una fuerte y bella mujer, honorablemente
vestida:
- Hijos míos, pronunció la voz hombruna, hay que subir.
La segundona tomó mi dinero, me levanté y seguí a Madame Edwarda cuya desnudez
tranquila atravesó la sala. Pero el simple pasaje de en medio de las mesas
abarrotadas de muchachas y clientes, ese rito grosero de la “dama que sube”,
seguida por el hombre que le hará el amor, no fue en ese momento para mi más que
una alucinante solemnidad: los talones de Madame Edwarda sobre el suelo
embaldosado, el contoneo de ese largo cuerpo obsceno, el acre olor de mujer que
goza, humeando para mí, de ese cuerpo blanco... madame Edwarda iba delante de
mí... en nubes. La indiferencia tumultuosa de la sala a su felicidad, a la
gravedad mesurada de sus pasos, era consagración real y fiesta florida: la
muerte misma era de la fiesta, en eso de que la desnudez del burdel llama al
cuchillo del carnicero.




UTOPÍA - TOMAS MORO (FRAGMENTOS)


LOS ENFERMOS
A los enfermos los asisten con grandes atenciones y cuidados, no dejando de emplear ningún medicamento ni ningún régimen que sea útil para restituirle la salud que le falta. Si alguno padece enfermedad crónica, le hacen compañía, entreteniéndole con la conversación y prodigándole toda clase de cuidados para aliviarle.
Si la enfermedad es incurable, con, grandes y constantes dolores, los Sacerdotes y el Magistrado le visitan y confortan, tratando de persuadirle de que hallándose inepto para los actos de la vida, molesto a los demás y pesado a sí mismo, que no se rebele contra su pronto fin queriendo alimentar la maligna enfermedad. Que siendo su vida un tormento, no dude en morir, antes bien lo desee con la confianza de tan miserable estado, ya sea quitándose él mismo la vida o pidiendo que se la quiten, ya que al morir no dejará comodidades, sino la peor miseria. Además de esto (siguiendo el consejo de los Sacerdotes, intérpretes de la voluntad de Dios) los que se dejen persuadir realizarán una obra santa y pía dejándose morir de inanición, o pidiendo que les quiten la vida mientras duermen. A nadie hacen morir contra su voluntad, ni les disminuyen los cuidados durante la enfermedad mortal, persuadidos de que ejecutan una ocupación muy virtuosa. Pero si alguno se mata sin el consentimiento de los Sacerdotes y del Magistrado, no le dan sepultura y arrojan su cuerpo a una laguna.
EL MATRIMONIO
Las mujeres no se casan hasta los doce años, y los hombres hasta los dieciséis. Si antes del matrimonio son sorprendidos en actos de deshonestidad son castigados gravemente y privados perpetuamente del matrimonio; a no ser que el Príncipe, movido de piedad, les perdone el yerro con un fuerte castigo, previendo que pocos se casarían voluntariamente con la obligación de cohabitar con una sola mujer y tolerar las molestias del matrimonio, si se les consintiera (aunque fuera una sola vez) el comunicarse con ésta o con aquélla. En la elección conyugal emplean un sistema que me pareció muy chocante, pero que ellos lo tienen por muy prudente. Una mujer mayor y de buena fama manifiesta a la doncella (o viuda) al futuro esposo completamente desnuda, y lo mismo hace un grave varón con el novio ante la novia. Al criticarles yo esta costumbre por parecerme impropia, me respondieron que ellos se maravillaban de la locura de la gente que cuando compran un caballo, que al fin y al cabo es cosa de poco precio, van con tanto cuidado que lo quieren ver sin la silla de montar, para cerciorarse de que debajo de ella no existe ninguna matadura; y cuando eligen esposa que puede dar solaz o fastidio durante toda la vida, son tan negligentes que se contentan con verla toda cubierta y envuelta, sin conocer más que su rostro, en el que todavía podría esconder algún defecto que después le descontentaría de haberla elegido.
No todos son tan prudentes que atienden principalmente a las costumbres, sino que aun entre los matrimonios más instituidos y cultos los atractivos del cuerpo hacen más gratos los del ánimo.
No hay duda de que existen imperfecciones que pueden esconderse debajo del vestido, y que pueden motivar que la mujer resulte odiosa al marido. Esto debe prevenirse por las leyes para que no haya lugar a engaño, ya que ellos entre las demás naciones hacen al matrimonio indisoluble, y no admiten el divorcio más que en caso de adulterio o por alguna otra intolerable molestia, o defecto. En tal caso, el Senado concede al inocente el derecho a volverse a casar, y el culpable queda infamado y privado del matrimonio por toda la vida. No quieren que la mujer que no ha delinquido sea repudiada contra su voluntad, aunque cayese en alguna calamidad accidental del cuerpo, por parecerles crueldad que se abandone a la persona cuando necesita consuelo, y porque la vejez, que lleva achaques consigo, sería desdeñada del consorte.
Algunas veces sucede que cada consorte encuentra con quien vivir más suavemente, y entones pueden los dos separarse y contraer nuevo matrimonio con permiso del Senado, que no admite el divorcio si primero no se conocen sus causas. A esto se accede con dificultad, para que nadie espera poder mudar de matrimonio fácilmente.
Castigan a los adúlteros con durísima esclavitud, y si ambos lo son, se les concede que se casen. Pero si el cónyuge ofendido ama tanto al ofensor que no quiere hacer divorcio, no le impiden que continúe en el matrimonio y comparta la esclavitud del condenado. Y muchas veces ha sucedido que el solicito sufrimiento del inocente ha obtenido la libertad del culpado.


DESCRIPCIÓN DE LA ISLA Y SU AGRICULTURA
La isla de UTOPIA se extiende unos doscientos kilómetros, y por larguísimo espacio no se estrecha considerablemente, pero ea sus extremos queda reducida a unos cincuenta kilómetros.
Dichos extremos están como torcidos, de manera que toda la isla tiene una forma parecida a la de la luna nueva. Estas partes extremas, azotadas por el mar, distan una de otra unos once kilómetros. Entre estos brazos se forma como a manera de un lago apacible, quedando un refugio muy bien acomodado, desde el que pueden mandar sus flotas a otras regiones y países.
Las gargantas que forma la entrada, que por una parte tienen bancos de arena y vados, y por otra parte escollos disimulados, ponen espanto al que pretendiera entrar como enemigo.
Casi en el centro de este espacio existe una gran roca, en cuya parte superior han construido un fortín, y en el que existe un presidio. Hay muchos escollos ocultos (y por lo tanto muy peligrosos) de los que solamente tienen conocimiento los prácticos, de lo que resulta que muy raramente puede pasarlos ninguna nave extranjera que no esté guiada por uno de UTOPIA. Y si pretende entrar sin guiarse por ciertas señales que hay en la playa, cualquier armada enemiga embarrancará. Dentro de dicho lago existe un puerto de mucho tránsito, con un desembarcadero naturalmuy bien acomodado, de manera que poca gente de guerra pueden poner en retirada a un ejército considerable.
Se cree (y el aspecto del lugar lo confirma) que aquel país antes no estaba totalmente rodeado por el mar. Pero Utopo, de quien tomó nombre la isla, por haberla conquistado, ya que antes se llamaba Abraxa, fue quien hizo que sus moradores, que eran rústicos y muy atrasados, vivieran de manera humana y civil. Fue él quien mandó formar un istmo de unos diez kilómetros, con lo que UTOPIA quedó separada de la tierra firme y convertida en una isla. Hizo que trabajaran en dicha tarea, no solamente los moradores antiguos, sino también los soldados, y con tan gran número de brazos el trabajo quedó realizado en muy poco tiempo, dejando admirados a los vecinos, que al principio se burlaban de ellos.Hay en la isla cincuenta y cuatro ciudades, todas las cuales tienen en común el idioma, las instituciones y las leyes; y puede decirse que todas ellas están construidas bajo un mismo modelo, en cuanto lo permite el terreno. La distancia media entre ellas es, de unos veinte kilómetros, y ninguna está tan apartada de la más próxima, que en una jornada un peatón no pueda desplazarse de una a otra.
Tres ciudadanos expertos y venerables de cada una de dichas ciudades acuden todos los años
a Amauroto, ciudad que por estar en la parte central de la isla es fácilmente accesible a todas las
demás y se considera, como la Capital, por ser donde se tratan las cosas comunes y la ordenación
pública de todo el país.
El término municipal de cada ciudad viene a tener el mismo contorno que las otras, unas más
y otras menos, según lo apartadas que estén. Ninguna de ellas desea extender o ensanchar su
distrito, por considerarse más como labradores usufructuarios de los campos que Señores de ellos.
Existen alquerías muy bien provistas de toda clase de utensilios para las labores agrícolas, y
para el trabajo en estos cortijos se turnan los ciudadanos. Ninguna familia de una alquería agrupa
menos de cuarenta personas, en las que se señala Padre y Madre de familias por edad y por
costumbres venerables. Cada treinta alquerías forman una agrupación y se designa a una que se
considera como cabeza y representante de todas las demás.
Por cada familia que está en el campo, cada año vuelven a la Ciudad veinte de sus miembros
que han permanecido dos años en las tareas agrícolas, a los que sustituyen otros veinte familiares de la Ciudad para que se ejerciten en la Agricultura, de manera que los que ya son expertos por haber residido un año, amaestran a los recién llegados, los cuales a su vez instruirán, a otros al año Siguiente. Así todos los habitantes de la isla son expertos en los trabajos del campo, y se puede echar mano de todos ellos para las tareas de la recolección.
Y aunque esta manera de renovar el personal agrícola se ordena a que nadie lleve esta Vida
dura por más tiempo de dos años, no por esto los que se complacen en la agricultura dejan de
permanecer allí más años.
Los labradores cultivan el terreno, cuidan el ganado y demás animales, cortan leña y la conducen a la ciudad por tierra o por mar, según más convenga. Sacan con admirable artificio una infinidad de pollos, sin que los tengan que empollar las gallinas, ya que con calor proporcionado los incuban y después los hombres los abrigan y los cuidan. Crían pocos caballos, muy fieros, de los que únicamente se sirven para la guerra, ya que las labores de cultivo y acarreo las realizan con eyes, que aunque sean más, lentos que los caballos son más sufridos y menos sujetos a enfermedades, además de que ocasionan menos gasto, y cuando pierden fuerzas se pueden comer.
Siembran solamente trigo. Beben vino de uvas y sidra, o agua pura, o cocida con regaliz, de la que disponen en gran abundancia. Y aunque producen todas cuantas vituallas se consumen en la Ciudad y en sus contornos, siembran bastante más para poder socorrer a otros países vecinos. Todos los instrumentos de labranza se los proporcionan en la Ciudad por conducto del Magistrado, sin abonar nada por ellos. Muchos campesinos concurren todos los meses a las fiestas solemnes. Cuando llega el tiempo de la siega, los jefes de la labranza indican al Magistrado el Número de los que han de enviar a segar, y acudiendo todos a una en tiempo sereno, casi en un día siegan todos los campos.

EL TRABAJO
La Agricultura es la ocupación universal de hembras y varones, todos los cuales la conocen y la ejercitan sin distinción. Esto se les inculca desde su más tierna edad; teóricamente, en la Escuela, y prácticamente en
unos campos que están junto a la Ciudad, y no sólo mirando, sino empleando los niños en ello sus fuerzas corporales.
Además de la Agricultura, cada uno se ejercita en otro oficio distinto, como trabajar la lana o el lino, la cantería, la herrería, la carpintería y demás artes manuales El vestido es igual para todos en toda la Isla, y en ningún tiempo se han introducido novedades, existiendo únicamente diferencia en los sexos, ya que las mujeres visten de una manera y los hombres de otra; y en los estados, pues no visten igual los casados que los solteros. Ello resulta agradable a la vista, acomodado al uso, y a propósito para defenderse del frío y del calor. Cada familia se hace los vestidos a su gusto, pero ea los demás artes y oficios, tanto varones como hembras, cada uno aprende y se aplica en el que es de su elección. Las mujeres se ocupan en trabajos menos pesados tales como el labrar la lana y el lino. Y los hombres en los más duros. En general, y el hijo sigue la profesión del padre, ya que casi siempre la naturaleza le inclina a ello; pero si alguno tiene inclinación decidida por otra profesión, pasa por adopción a otra familia que trabaje en aquella tarea a que se siente inclinado. En estos casos interviene no solamente el padre natural, sino también el Magistrado, cuidando de que el Adoptivo sea hombre honrado y serio. Si alguno se ha instruido bien en una Profesión y desea aprender otra, se le permite, y cuando las conoce bien se aplica a aquella que es más de su gusto.
Está al cuidado de los Magistrados Sifograntes el evitar que haya vagabundos, antes bien, cada uno esté bien ocupado en su profesión. No comienzan su labor muy de mañana, ni trabajan continuamente, ni durante la noche, ni se fatigan con perpetua molestia como las bestias, porque es una infelicidad mayor que la de los esclavos la Vida de los trabajadores que han de estar a su tarea sin descanso, como ocurre en todas partes, menos en Utopía.
Dividen el día y la noche en veinticuatro horas, dedicando seis horas diarias al trabajo, tres
por la mañana, al final de las cuales van a comer. Tienen una siesta de dos horas después de la
comida, y una vez descansados vuelven al trabajo por otras tres horas, que se terminan con la cena. Las veinticuatro horas empiezan a contarse a partir del mediodía. A las ocho se retiran a
dormir durante ocho horas. En los intervalos de comer, cenar y dormir, cada uno emplea su tiempo con lo que mejor cuadra con su libre albedrío; pero no de manera que se disipe en excesos y holgazanerías, sino que libre de su trabajo se ocupe en algún ejercicio honesto de su elección.
La mayor parte de estas horas libres las dedican a los estudios literarios, ya que es costumbre
que haya lecciones públicas antes del amanecer; a las que por obligación solamente asisten
aquellos que están encargados y escogidos para cuidar del estudio. Además de éstos concurren
voluntariamente gente de todo estado, tanto hombres como mujeres, a oír a los disertantes, cada
uno según sus aficiones y según su profesión. Estos tiempos libres, si alguno lo quiere emplear en su profesión, lo que les ocurre a muchos a Tos que su temperamento no les inclina a cosas de estudio, no se les prohibe, antes bien se les alaba por la utilidad que reportan a la República.
Después de la cena tienen una hora de recreo, que en verano transcurren en los jardines, y en
invierno en las grandes salas que se emplean como comedores colectivos, donde se oye música o
se hace tertulia.
Los juegos de dados y otros prohibidos, ni los usan ni los entienden. Lo que usan son dos
clases de juegos parecidos al ajedrez. Uno de ellos es una batalla de tantos a tantos, en el que los
de un bando despojan y saquean a los del otro; el otro juego consiste en una pelea de los vicios contra las virtudes en forma de escuadrones. En este juego se pone de manifiesto discretamente la oposición a los vicios y la concordia con las virtudes, así como qué vicios se oponen a las virtudes y les hacen guerra, y con qué pertrechos acometen a la parte contraria; y asimismo con qué armas defensivas las virtudes quebrantan y desbaratan a las fuerzas de los vicios, y los ardides con que inutilizan sus acometidas; y finalmente las trazas y mañas con que uno de los jugadores se alza con la victoria.


DURACION DEL TRABAJO

Conviene poner la atención en esto para no llamarse a engaño, pues podía imaginarse que con solamente seis horas de trabajo diario no podrán producirse los bienes cuyo uso es indispensable, lo cual está muy lejos de suceder, porque con este tiempo, no solamente basta sino que sobra para obtener en abundancia las cosas necesarias para la vida y aun las superfluas.
En los países en que casi todas las mujeres (que son la mitad del pueblo) trabajan y los hombres se dan al reposo, además del gran número de sacerdotes y religiosos que no producen nada con sus manos, ni los señores ricos y herederos (a los que el vulgo llama nobles y caballeros), incluyéndose en esta cuenta a toda la caterva de los que sirven a estos últimos de espadachines y truhanes, y a los mendigos que teniendo salud fingen enfermedad por holgazanería, hallaréis que son muchos, los que no producen nada; y entre los que trabajan hay una gran parte que no se ocupan en cosas necesarias, ya que donde todo se consigue con dinero es forzoso que haya muchas artes totalmente vanas, que sólo sirven al antojo y al exceso.

Si los pocos que trabajan se aplicaran todos en los menesteres necesarios a la vida humana, sin duda que bajarían los precios de las cosas, de manera que la vida resultaría mucho más fácil. Y si se juntaran a éstos todos los que viven en el ocio y en la holganza, y se ocuparan en trabajos provechosos para todos (contando con que los artífices de las manufacturas de lujo y los holgazanes consumen cada uno tanto como dos oficiales de trabajos útiles y necesarios) aquellas seis horas diarias bastarían y sobrarían para estar abastecidos abundantemente de todas las cosas necesarias para la vida y su comodidad" incluso para los, deleites verdaderos y naturales.
La experiencia nos da verdadero testimonio de ello en Utopía, donde en cada Ciudad y las aldeas de sus contornos apenas si se permite holgar (entre hombres y mujeres) con a quinientas personas fuerza y edad aptas para el trabajo. Entre éstos, los Sifograntes, que si bien las leyes les declaran exentos, no se excusan de trabajar, para estimular con su ejemplo a los demás.
Del mismo privilegio gozan los estudiantes, a quienes por acuerdo de los Sacerdotes y de los Magistrados el pueblo les concede por votos secretos, que solamente se ocupan en sus estudios; y si alguno no corresponde a las esperanzas que en él se pusieron, se le saca de los estudio, y se le dedica a trabajos manuales. Y por el contrario, sucede muchas veces que, un trabajador manual que aprovechó sus horas libres para el estudio, le sacan de su trabajo para que se aplique solamente a estudiar.
De los estudiosos proceden los Embajadores, los Eclesiásticos, los Magistrados Traniboros, y el mismo Príncipe, al que en la antigua lengua llamaban Barzanes, y en la moderna Ademo.
La demás muchedumbre que siempre trabaja y está ocupada en labores útiles, cuesta poco comprender cuánto llegarán a producir en pocas horas.
Además de estas cosas que he referido, hay que añadir que en los trabajos usuales necesitan menos esfuerzo que en otros países. Fijémonos, por ejemplo, en la obra de construcción o de reparación de edificios. En otros países es necesario que haya muchos dedicados a la reparación, porque lo que los padres construyen con gran trabajo, los herederos pródigos lo descuidan de manera que poco a poco se arruinan, así que lo que pudo repararse a poca costa, el sucesor tiene que edificarlo casi de nuevo. En Utopía las cosas no ocurren así, porque estando todas las cosas y las Ciudades compuestas y ordenadas de una vez, raramente acontece que se elija nuevo sitio para fundar edificios, y no sólo acuden con brevedad a reparar lo que se deteriora, sino que lo previenen con tiempo, antes de que amenace ruina. Por esto sucede que los edificios duran mucho tiempo, y que los Maestros de Obras tengan poco en qué ocuparse, si no es en tener preparados maderos y sillares para que cuando la necesidad lo pida, puedan acudir con mas diligencia a las reparaciones.
después de este perdón vuelve a reincidir en adulterio, es condenado a la pena capital.