Un día, ya entrada en años, en el
vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me
dijo: "La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted
hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa
ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el
de ahora, devastado".
Pienso con frecuencia en esta imagen que sólo yo sigo viendo y de la
que nunca he hablado. Siempre está ahí en el mismo silencio, deslumbrante. Es
la que más me gusta de mí misma, aquélla en la que me reconozco, en la que me
fascino.
Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era
demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió
un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. No sé si a todo el mundo
le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese
empujón del tiempo que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes,
más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba
de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que existía entre ellos,
cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más
definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas. En lugar de
horrorizarme seguí la evolución de ese envejecimiento con el interés que me
hubiera tomado, por ejemplo, por el desarrollo de una lectura. Sabía, también,
que no me equivocaba, que un día aminoraría y emprendería su curso normal.
Quienes me conocieron a los diecisiete años, en la época de mi viaje a Francia,
quedaron impresionados al volver a verme, dos años después, a los diecinueve.
He conservado aquel nuevo rostro. Ha sido mi rostro. Ha envejecido más, por
supuesto, pero relativamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un rostro
lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha deshecho como
algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero la
materia está destruida. Tengo un rostro destruido.
Diré más, tengo quince años y medio.
El paso de un transbordador por el Me-kong.
La imagen persiste durante toda la travesía del río.
Tengo quince años y medio, en ese país las estaciones no existen,
vivimos en una estación única, cálida, monótona, nos hallamos en la larga zona
cálida de la tierra, no hay primavera, no hay renovación.
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He escrito mucho acerca de los miembros de mi familia, pero mientras
lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre
esas cosas sin ir hasta ellas.
La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni
camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es
cierto, no hubo nadie. Ya he escrito, más o menos, la historia de una reducida
parte de mi juventud, en fin, quiero decir que la he dejado entrever, me
refiero precisamente a ésta, la de la travesía del río. Con anterioridad, he
hablado de los períodos claros, de los que
estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud,
de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos
sentimientos, ciertos sucesos. Empecé a escribir en un medio que predisponía
exageradamente al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir,
ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. A veces sé eso:
que desde el momento en que no es, confundiendo las cosas, ir en pos de la
vanidad y el viento, escribir no es nada. Que desde el momento en que no es,
cada vez, confundiendo las cosas en una sola incalificable por esencia,
escribir no es más que publicidad. Pero por lo general no opino, sé que todos
los campos están abiertos, que no surgirá ningún obstáculo, que lo escrito ya
no sabrá dónde meterse para esconderse, hacerse, leerse, que su inconveniencia
fundamental ya no será respetada, pero no lo pienso de antemano.
Ahora comprendo que muy joven, a los dieciocho, a los quince años,
tenía ese rostro premonitorio del que se me puso luego con el alcohol, a la
mitad de mi vida. El alcohol suplió la función que no tuvo Dios, también tuvo la de matarme, la de matar. Ese rostro del alcohol
llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó. Esa posibilidad estaba en
mí, sabía que existía, como las demás, pero, curiosamente, antes de tiempo. Al
igual que estaba en mí la del deseo. A los quince años tenía el rostro del
placer y no conocía el placer. Ese rostro parecía muy poderoso. Incluso mi
madre debía notarlo. Mis hermanos lo notaban. Para mí todo empezó así, por ese
rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se anticipaban al tiempo, a los
hechos.