sábado, 26 de mayo de 2012

FRAGMENTOS DE EL AMANTE por MARGARITE DURAS


Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo: "La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado".

Pienso con frecuencia en esta imagen que sólo yo sigo viendo y de la que nunca he hablado. Siempre está ahí en el mismo silencio, deslumbrante. Es la que más me gusta de mí misma, aquélla en la que me reconozco, en la que me fascino.

Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese empujón del tiempo que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes, más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que existía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas. En lugar de horrorizarme seguí la evolución de ese envejecimiento con el interés que me hubiera tomado, por ejemplo, por el desarrollo de una lectura. Sabía, también, que no me equivocaba, que un día aminoraría y emprendería su curso normal. Quienes me conocieron a los diecisiete años, en la época de mi viaje a Francia, quedaron impresionados al volver a verme, dos años después, a los diecinueve. He conservado aquel nuevo rostro. Ha sido mi rostro. Ha envejecido más, por supuesto, pero relativamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un rostro lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha deshecho como algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido.

Diré más, tengo quince años y medio.

El paso de un transbordador por el Me-kong.

La imagen persiste durante toda la travesía del río.

Tengo quince años y medio, en ese país las estaciones no existen, vivimos en una estación única, cálida, monótona, nos hallamos en la larga zona cálida de la tierra, no hay primavera, no hay renovación.

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He escrito mucho acerca de los miembros de mi familia, pero mientras lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre esas cosas sin ir hasta ellas. 
La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie. Ya he escrito, más o menos, la historia de una reducida parte de mi juventud, en fin, quiero decir que la he dejado entrever, me refiero precisamente a ésta, la de la travesía del río. Con anterioridad, he hablado de los períodos claros, de los que estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud, de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos sentimientos, ciertos sucesos. Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. A veces sé eso: que desde el momento en que no es, confundiendo las cosas, ir en pos de la vanidad y el viento, escribir no es nada. Que desde el momento en que no es, cada vez, confundiendo las cosas en una sola incalificable por esencia, escribir no es más que publicidad. Pero por lo general no opino, sé que todos los campos están abiertos, que no surgirá ningún obstáculo, que lo escrito ya no sabrá dónde meterse para esconderse, hacerse, leerse, que su inconveniencia fundamental ya no será respetada, pero no lo pienso de antemano. 
Ahora comprendo que muy joven, a los dieciocho, a los quince años, tenía ese rostro premonitorio del que se me puso luego con el alcohol, a la mitad de mi vida. El alcohol suplió la función que no tuvo Dios, también tuvo la de matarme, la de matar. Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó. Esa posibilidad estaba en mí, sabía que existía, como las demás, pero, curiosamente, antes de tiempo. Al igual que estaba en mí la del deseo. A los quince años tenía el rostro del placer y no conocía el placer. Ese rostro parecía muy poderoso. Incluso mi madre debía notarlo. Mis hermanos lo notaban. Para mí todo empezó así, por ese rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se anticipaban al tiempo, a los hechos.

DOSSIER DE FOTOS DE LEE MILLER (SEGUNDA PARTE)






FRAGMENTOS DE PÁJARO DE CELDA por KURT VONNEGUT


 
Una vez intenté escribir un relato en el que mi padre y yo nos reuníamos en el cielo. De hecho, una primera versión de este libro empezaba así. Yo tenía la esperanza de llegar a ser en el relato un buen amigo suyo. Pero el relato se complicaba perversamente, como suele pasar con los relatos cuando tratan de individuos reales a quienes hemos conocido. Al parecer, en el cielo la gente podía tener la edad que quisiera, siempre que hubiera vivido tal edad en la tierra. Así, por ejemplo, John D. Rockefeller, el fundador de la Standard Oil, podía tener cualquier edad hasta los noventa años. King Tut, cualquiera hasta los veintinueve, y así sucesivamente. Me desilusionó, como autor del relato, el que mi padre decidiese tener sólo nueve años en el cielo.
Yo, por mi parte, había decidido tener cuarenta y cuatro: respetable, pero también muy atractivo aún. Mi desilusión con mi padre se convirtió en vergüenza y rabia. Era igual que un lémur, como lo son los niños a los nueve años, todo ojos y manos. Tenía una reserva inagotable de lápices y cuadernos y andaba siempre siguiéndome los pasos, dibujándolo todo e insistiendo en que admirase los dibujos que acababa de hacer. Los recién conocidos me preguntaban a veces quién era aquel chiquillo tan raro, y yo tenía que decir la verdad porque en el cielo no se podía mentir: «Es mi padre.»
Los abusones disfrutaban haciéndole sufrir, porque no era como los otros niños. No se entretenía con las conversaciones de los niños ni con los juegos de los niños. Así que le perseguían y le agarraban y le quitaban los pantalones y los calzoncillos y los tiraban por la boca del infierno. La boca del infierno era como una especie de pozo de los deseos sin cubo ni polea. Podías asomarte y oír los alaridos desmayados de Hitler y Nerón y Salomé y Judas y gente así, allá, a lo lejos, abajo, muy abajo. Yo me imaginaba a Hitler, que sufría ya el máximo calvario, encontrándose periódicamente la cabeza cubierta con los calzoncillos de mi padre.
Y siempre que le robaban sus prendas, mi padre acudía corriendo a mí, rojo de rabia. Y yo a lo mejor estaba con alguien a quien acababa de conocer y a quien estaba impresionando con mi urbanidad... y aparecía mi padre, dando alaridos y con el pajarito ondeando al viento.
Me quejé a mi madre del asunto, pero me dijo que no sabía nada de él ni sobre él, pues sólo tenía dieciséis años. Así que no me quedaba más remedio que aguantarle, y lo único que podía hacer era gritarle de vez en cuando: «¡Por el amor de Dios, papá, por qué demonios no quieres crecer!»

En fin, el relato insistía tanto en ser desagradable, que dejé de escribirlo.
                                        ...
Entre los cansinos huelguistas, tan amargados y marginados como los demás, al parecer, había espías y agentes provocadores contratados y muy bien pagados, en secreto, por la Agencia de Detectives Pinkerton. Esa agencia aún existe y prospera, y es ahora una subsidiaria propiedad absoluta de la RAMJAC Corporation.
Daniel McCone tenía dos hijos, Alexander Hamilton McCone, que contaba por entonces veintidós años, y John, de veinticinco. Alexander se había graduado honrosamente en Harvard el mayo anterior. Era dulce, tímido, tartamudo. John, el hijo mayor y el aparente heredero de la empresa, había abandonado sus estudios en el Instituto de Tecnología de Massachusetts en el primer curso, y había pasado a ser desde entonces el ayudante de más confianza de su padre.
Todos los trabajadores, huelguistas y no huelguistas, odiaban al padre y a su hijo John, pero reconocían que éstos sabían más en cuanto a moldear hierro y acero que ninguna otra persona del mundo. En cuanto al joven Alexander: les parecía afeminado y estúpido y demasiado cobarde hasta para acercarse a los hornos y las fraguas y los martillos, donde se hacía el trabajo más peligroso. Los obreros a veces le decían adiós con el pañuelo, para proclamar su futilidad como hombre.
Cuando Walter F. Starbuck, en cuya mente está esta leyenda, preguntó años más tarde a Alexander por qué se le había ocurrido ir a trabajar a un lugar tan inhóspito después  de Harvard, teniendo además en cuenta que su padre no había insistido en ello, tartamudeó una respuesta que, una vez descifrada, decía así: «Yo creía entonces que un rico debía tener alguna idea del sitio del que salía su riqueza. Fue un detalle muy juvenil por mi parte. Las grandes riquezas deben aceptarse sin ponerse en entredicho o rechazarse de plano.»
En cuanto a los tartamudeos de Alexander antes de la Matanza de Cuyahoga eran poco más que notas de adorno que expresaban su excesiva modestia. Nunca se quedaba mudo más de tres segundos, con todos sus pensamientos aprisionados dentro.
Y, en cualquier caso, no habría podido hablar mucho en presencia de un padre y un hermano tan dinámicos. Aun así, su silencio era para ocultar un secreto que cada día le daba más satisfacciones: empezaba a entender el negocio tan bien como ellos; antes de que ellos anunciasen una decisión, él casi siempre sabía cuál sería y cuál debería ser... y por qué. Nadie más lo sabía aún, pero, qué demonios, él también era industrial e ingeniero.
                                           ***
Cuando llegó la huelga de octubre, se le ocurrieron muchas posibles soluciones, aunque no hubiese pasado por una huelga nunca. Harvard quedaba a un millón de kilómetros de distancia. Nada de lo que allí había aprendido pondría en marcha la fábrica de nuevo. Pero lo haría la Agencia de Detectives Pinkerton, y lo haría la policía... y quizás la Guardia Nacional. Antes de que su padre y su hermano lo dijeran, Alexander sabía que había muchos hombres en otras partes del país lo bastante desesperados como para aceptar un trabajo casi a cualquier precio. Cuando su padre y su hermano lo dijeron, Alexander aprendió algo más sobre los negocios: había empresas, que se fingían con frecuencia sindicatos, cuyo único negocio era reclutar a tales hombres.
A finales de noviembre, las chimeneas de la fábrica eructaban humo de nuevo. A los huelguistas ya no les quedaba  dinero para el alquiler ni para la comida y el combustible. Todo gran empresario de trescientas millas a la redonda había recibido sus nombres, así que sabía lo alborotadores que habían sido. Su dirigente nominal, Colin Jarvis, estaba en la cárcel, esperando juicio por una acusación de asesinato amañada.

HOMENAJE A AGUSTÍN TOSCO A 82 AÑOS DE SU NACIMIENTO

Agustín Tosco nace un 22 de mayo de 1930.

En 1974 fue intervenido el sindicato de Luz y Fuerza del que era el máximo dirigente y desde donde gestó la lucha por la unidad de los trabajadores.

Perseguido, enfermo y con la imposibilidad de ser internado porque pesaba sobre él una orden de ejecución, Tosco muere en la clandestinidad a los 45 años de edad.

A su funeral asistieron miles de personas que fueron brutalmente reprimidas por las fuerzas policiales.

Presentamos una selección de imágenes y fragmentos testimoniales que se proponen rendir homenaje a quien fuera uno de los principales dirigentes de El Cordobazo y referente ineludible en la lucha de los trabajadores.


El 5 de noviembre de 1975 muere Agustín Tosco.




lunes, 14 de mayo de 2012

DOSSIER DE FOTOS DE LEE MILLER

Lee Miller por Man Ray

Pablo Picasso By Lee Miller

Una foto de Lee Miller como visión del desierto

Paul Eluard, su mujer Nausch, Valentín Penrouse, Man Ray y su pareja. Foto tomada por la propia Lee
Lee Miller en la bañera de Hitler

EL ARTE DE AMAR Por PUBLIO OVIDIO NASÓN



Ahora te enseñare como cautivar y conservar a la mujer de tu elección. esta es la parte mas importante de todas mis lecciones. Amantes de todo el mundo, presten atención a mi discurso; permitan que la buena voluntad caliente sus corazones, puesto que cumpliré las promesas que les he hecho.

    Primero que nada, tienes que estar seguro de que no existe una mujer que no pueda ser ganada y hazte la idea de que la vas a ganar.

Solo tu mismo puedes preparar las bases. Antes cesaran los pájaros su canto durante la primavera o guardarán silencio los saltamontes en el verano... que una mujer resista el tierno cortejo de un joven amante...

    Ahora, lo primero que debes hacer es estar en buenos términos con la bella sierva de la dama. Ella puede facilitarte las cosas.

Descubre si tu dama confía en ella y si ésta sabe todo acerca de sus pasatiempos secretos. Mueve el cielo y tierra para ganártela. Ya que la tengas de tu lado, el resto es muy fácil...

    En primer lugar, es mejor enviarle una carta simplemente para allanar el terreno. En ella habrás de expresarle lo mucho que la adoras; hazle bonitos cumplidos y di todas las cosas lindas que dicen los amantes... Y promete, promete, promete. Las promesas no te costaran nada. Todos son millonarios en lo que concierne a las promesas.

    Si rechaza tu carta y te la regresa sin haber sido leída, no te des por vencido; espera lo mejor e intenta de nuevo...

    No dejes que tu cabello se enrede formando mechones en tu cabeza; asegúrate de que tu cabello y barba estén decentemente cortados. Cerciórate también de que tus uñas estén limpias y bien limadas; no dejes crecer vello fuera de tus fosas nasales; cuida que tu aliento sea dulce y no camines por ahí con tufo a cabra...

    Cuando te encuentres en un festín en el que el vino corra libremente y en donde una mujer comparta el mismo asiento contigo, ruega a ese dios, cuyos misterios son celebrados durante la noche, que el vino no nuble tu cerebro. Es entonces cuando podrás conservar fácilmente con tu dama en un lenguaje de palabras ocultas, de las cuales habrá de adivinar fácilmente su significado...

    Al hacer halagos sutiles, tendrás la oportunidad de robarte su corazón, como lo hace el río insensiblemente al inundar la ribera que lo bordea. Jamás dejes de entonar las alabanzas en torno a su rostro, su pelo, sus afilados dedos y sus delicados pies...

Las lágrimas también son un útil y poderoso recurso en el asunto del amor. Podrían derretir un diamante. Confirma este punto permitiendo que tu dama vea tu rostro empapado con lagrimas. En caso de que no logres obtener ni una lágrima - y no van a salir siempre que lo desees - métete el dedo en tus ojos.