En sus ojos, firmamento morado que gesta un huracán,
El dolor que fascina y el deleite que mata.
Un relámpago… ¡y la noche otra vez!
Charles Baudelaire
Abro los ojos. Resucito otra vez a las inclemencias que me deparan las vicisitudes de un nuevo día.
Apago el despertador antes de que suene; sería demasiado molesto. La demanda de tiempo que me lleva prepararme para afrontar el día es mínima.
El sol ilumina los cristales de mi habitación. ¿Será demasiado tarde?
Es demasiado tarde.
Salgo apresurado de casa. La calle se encuentra desierta. Los árboles, el asfalto, los coches, todo toma ese color plomizo de la aurora. Me apoltrona su usura.
A lo lejos puedo, a gatas, divisar el número del colectivo que me llevara a la gran ciudad.
Lo paro y subo. La pequeña pantalla de la maquina de boletos me muestra el valor del dispendio que debo abonar por mi viaje.
Cuarenta y cinco minutos hasta mi parada. Demasiados rostros, historias, desánimos, melancolías, hastío. Nadie se mira, pero a la vez me desarman con sus miradas. Todos mueren en una mueca de dolor. No puedo entender como puedo compartir con toda esta gente más tiempo que el que paso con las personas que amo.
Llego por fin a mi destino. La gran ciudad me ofrece un panorama totalmente diferente. Aquí la gente se cuenta por decenas. Las calles se trasforman en ese gran vehículo que lleva y trae hacia ninguna parte y en donde ya no tengo la esperanza de encontrar a nadie.
Veo las gigantescas letras de los avisos publicitarios que contaminan paredes quitándoles identidad.
Sin preverlo la aglomeración de personas me arrastra a la boca del subte. Dentro de las entrañas de la ciudad la situación se pone peor. Mi libertad se resume a la voluntad de los demás. El aliento, el roce, sus vestidos, todo tiene un sabor amargo.
Por un instante logro ver a una mujer. Un recreo para mis ojos. Entre sus manos tiene un chelo, el cual ejecuta con soltura. El instante en que paso a su lado es ínfimo pero me hace recordar lo mucho que me atraen las mujeres violonchelistas, será por ese compromiso sexual de disponer el instrumento entre sus piernas, supongo.
Otra vez en el exterior.
Entupido de mí que todavía intento recibir una bocanada de aire fresco.
Aun más gente. Cada transeúnte se suma a otro y el trancito de personas se convierte en un tenpestuso rió que me ahoga. La vorágine me fastidia, los colores me saturan, el humo y el esmog me embriagan. Me refugio en el anonimato y trato de enconar un cómplice.
De pronto, una mirada me encuentra….
Nunca pensé que una mirada ajena pudiera despertar tal sentimiento en mí.
Es una mujer.
Durante ese segundo de fascinación discierno entre dos actitudes a tomar: seguir mirándola, lo cual equivaldría a cristalizar una relación amorosa, o bajar la mirada, y en un segundo igual de efímero que el que nos hizo conocer, perderla para siempre.
Nos seguimos mirando, pero es ella la que en un instante me pierde de vista. Nunca más en nuestras vidas nos volveremos a ver…
Si solo me hubiese apresurado en llegar. Si hubiésemos intercambiado una palabra. Oír ese sonido que me saque de esta inmunda existencia, en donde todo existe para los ojos y nada para los oídos. Una palabra que haga brotar todo un bosque de otras palabras. Una palabra que corte con el progreso urbano de ensordecer nuestras almas. Tan solo una palabra.