ALVARO MUTIS - FRAGMENTO DE LA NIEVE DEL ALMIRANTE



                   DIARIO DEL GAVIERO


Cuando creía que ya habían pasado por mis manos la totalidad de escritos, cartas, documentos, relatos y memorias de Maqroll el Gaviero y que quienes sabían de mi interés por las cosas de su vida habían agotado la búsqueda de huellas escritas de su desastrada errancia, aún reservaba el azar una bien curiosa sorpresa, en el momento cuando menos la esperaba.
Uno de los placeres secretos que me depara el pasear por el Barrio Gótico de Barcelona es la visita de sus librerías de viejo, a mi juicio las mejor abastecidas y cuyos dueños conservan aún esas sutiles habilidades, esas intuiciones gratificantes, ese saber cazurro que son virtudes del auténtico librero, especie en vías de una inminente extinción. En días pasados me interné por la calle de Botillers, y en ella me atrajo la vitrina de una antigua librería que suele estar la mayor parte de las veces cerrada y ofrece a la avidez del coleccionista piezas realmente excepcionales. Ese día estaba abierta. Penetré con la unción con la que se entra al santuario de algún rito olvidado. Un hombre joven, con espesa barba negra de judío levantino, tez marfileña y ojos acuosos, negros, detenidos en una leve expresión de asombro, atendía detrás de un montón de libros en desorden y de mapas que catalogaba con una minuciosa letra de otros tiempos. Me sonrió ligeramente y, como buen librero de tradición, me dejó husmear entre los estantes, tratando de mantenerse lo más inadvertido posible. Cuando apartaba algunos libros que me proponía comprar, me encontré de repente con una bella edición, encuadernada en piel púrpura, del libro de P. Raymond que buscaba hacía años y cuyo título es ya toda una promesa:Enquête
du Prévôt de Paris sur Passassinat de Louis Duc D'Orléans; editado por la Bibliothéque de
l'Ecole de Chartres en 1865. Muchos años de espera eran así recompensados por un golpe de fortuna sobre el que de tiempo atrás ya no me hacía ilusiones . Tomé el ejemplar sin abrirlo y le pregunté al joven de la barba por el precio. Me lo indicó citando la cifra con ese tono rotundo, definitivo e inapelable, también propio de su altiva cofradía. Lo pagué sin vacilar, junto con los demás ya escogidos, y salí para gozar a solas mi adquisición con lenta y paladeada voluptuosidad, en un banco de la pequeña placita donde está la estatua de Ramón Berenguer el Grande. Al pasar las páginas noté que en la tapa posterior había un amplio bolsillo destinado a guardar originalmente mapas y cuadros genealógicos que complementaban el sabroso texto del profesor Raymond. En su lugar encontré un cúmulo de hojas, en su mayoría de color rosa, amarillo o celeste, con aspecto de facturas comerciales y formas de contabilidad. Al revisarlas de cerca me di cuenta que estaban cubiertas con una letra menuda, un tanto temblorosa, febril, diría yo, trazada con lápiz color morado, de vezen cuando reteñido con saliva por el autor de los apretados renglones. Estaban escritas por ambas caras, evitando con todo cuidado lo impreso originalmente y que pude comprobar se trataba, en efecto, de formas diversas de papelería comercial. De repente, una frase me saltó a la vista y me hizo olvidar la escrupulosa investigación del historiador francés sobre el alevoso asesinato del hermano de Carlos VI de Francia, ordenado por Juan sin Miedo, Duque de Borgoña. Al final de la última página, se leía, en tinta verde y en letra un tanto más firme: "Escrito por Maqroll el Gaviero durante su viaje de subida por el Río Xurandó. Para entregar a Flor Estévez en donde se encuentre. Hotel de Flandre, Antwerpen". Como el libro tenía numerosos subrayados y notas hechos con el mismo lápiz, era fácil colegir que nuestro hombre, para no desprenderse de esas páginas, prefirió guardarlas en el bolsillo destinado afines un tanto más trascendentes y académicos.
Mientras las palomas seguían mancillando la noble estampa del conquistador de Mallorca y yerno del Cid, empecé a leer los abigarrados papeles en donde, en forma de diario, el Gaviero narraba sus desventuras, recuerdos, reflexiones, sueños y fantasías, mientras remontaba la corriente de un río, entre los muchos que bajan de la serranía para perderse en la penumbra vegetal de la selva inmensurable. Muchos trozos estaban escritos en letra más firme, de donde era fácil deducir que la vibración del motor de la embarcación que llevaba al Gaviero era la culpable de ese temblor que, en un principio, atribuía las fiebres que en esos climas son tan frecuentes como rebeldes a todo medicamento o cura.
Este Diario del Gaviero, al igual que tantas cosas que dejó escritas como testimonio de su encontrado destino, es una mezcla indefinible de los más diversos géneros: va desde la narración intrascendente de hechos cotidianos hasta la enumeración de herméticos preceptos de lo que pensaba debía ser su filosofía de la vida. Intentar enmendarle la plana hubiera sido ingenua fatuidad, y bien poco se ganaría en favor de su propósito original de consignar día a día sus experiencias en este viaje, de cuya monotonía e inutilidad tal vez lo distrajera su labor de cronista.
Me ha parecido, por otra parte, de elemental equidad que este Diario lleve como título el nombre del sitio en donde por mayor tiempo disfrutó Maqroll de una relativa calma y de los cuidados de Flor Estévez, la dueña del lugar y la mujer que mejor supo entenderlo y compartir la desorbitada dimensión de sus sueños y la ardua maraña de su existencia.
También se me ocurre que podría interesar a los lectores del Diario del Gaviero el tener a su alcance algunas otras noticias de Maqroll, relacionadas, en una u otra forma, con hechos y personas a los que hace referencia en su Diario. Por esta razón he reunido al final del volumen algunas crónicas sobre nuestro personaje aparecidas en publicaciones anteriores y que aquí me parece que ocupan el lugar que en verdad les corresponde.

DIARIO DEL GAVIERO
Marzo 15
Los informes que tenía indicaban que buena parte del río era navegable hasta llegar al pie de la cordillera. No es así, desde luego. Vamos en un lanchón de quilla plana movido por un motor diesel que lucha con asmática terquedad contra la corriente. En la proa hay un techo de lona sostenido por soportes de hierro de los que penden hamacas, dos a babor y dos a estribor. El resto del pasaje, cuando hay, se amontona en mitad de la embarcación, sobre un piso de hojas de palma que protege a los viajeros del calor que despiden las planchas de metal. Sus pasos retumban en el vacío de la cala con un eco fantasmal y grotesco. A cada rato nos detenemos para desvarar el lanchón encallado en los bancos de arena que se forman de repente y luego desaparecen, según los caprichos de la corriente. De las cuatro hamacas, dos la ocupamos los pasajeros que subimos en Puerto España y las otras dos son para el mecánico y el práctico. El Capitán duerme en la proa bajo un parasol de playa multicolor que él va girando según la posición del sol. Siempre está en una semiebriedad, que sostiene sabiamente con dosis recurrentes aplicadas en tal forma que jamás se escapa de ese ánimo en que la euforia alterna con el sopor de un sueño que nunca lo vence por completo. Sus órdenes no tienen relación alguna con la trayectoria del viaje y siempre nos dejan una irritada perplejidad: "¡Arriba el ánimo! ¡Ojo con la brisa!, ¡Recia la lucha, fuera las sombras!, ¡El agua es nuestra!, ¡Quemen la sonda!", y así todo el día y buena parte de la noche. Ni el mecánico ni el práctico prestan la menor atención a esa letanía que, sin embargo, en alguna forma los sostiene despiertos y alertas y les transmite la destreza necesaria para sortear las incesantes trampas del Xurandó. El mecánico es un indio que se diría mudo a fuerza de guardar silencio y sólo se entiende de vez en cuando con el Capitán en una mezcla de idiomas difícil de traducir. Anda descalzo, con el torso desnudo. Lleva pantalones de mezclilla llenos de grasa que usa amarrados por debajo del prominente y terso estómago en el que sobresale una hernia del ombligo que se dilata y contrae a medida que su dueño se esfuerza para mantener el motor en marcha. Su relación con éste es un caso patente de transubstanciación; los dos se confunden y conviven en un mismo esfuerzo: que el lanchón avance. El práctico es uno de esos seres con una inagotable capacidad de mimetismo, cuyas facciones, gestos, voz y demás características personales han sido llevados a un grado tan perfecto de inexistencia que jamás consiguen permanecer en nuestra memoria. Tiene los ojos muy cerca del arco de la nariz y sólo puedo recordarlo evocando al si- niestro Monsieur Rigaud-Blandois de La Pequeña Dorrit. Sin embargo, ni siquiera tan imborrable referencia sirve por mucho tiempo. El personaje de Dickens se esfuma cuando observo al práctico. Extraño pájaro. Mi compañero de viaje, en la sección protegida por el toldo, es un gigante rubio que habla algunas palabras masticadas con un acento eslavo que las hace casi por completo indescifrables. Es tranquilo y fuma continuamente los pestilentes cigarrillos que le vende el práctico a un precio desorbitado. Va, según me entero, al mismo sitio a donde yo voy: a la factoría que procesa la madera que ha de bajar por este mismo camino y de cuyo transporte se supone que voy a encargarme. La palabra factoría produce la hilaridad de la tripulación, lo cual no me hace gracia y me deja en el desamparo de una vaga duda. Una lámpara Coleman nos alumbra de noche y en ella vienen a estrellarse grandes insectos de colores y formas tan diversos que a veces me da la impresión que alguien organiza su desfile con un propósito didáctico indescifrable. Leo a la luz de las caperuzas de hilo incandescente, hasta que el sueño me derriba como una droga súbita. La irreflexiva ligereza del de Orléans me ocupa por un instante antes de caer en un sopor implacable. El motor cambia de ritmo a cada rato, lo cual nos mantiene en constante estado de incertidumbre. Es de temer que de un momento a otro se detenga para siempre. La corriente se hace cada vez más indómita y caprichosa. Todo esto es absurdo y nunca acabaré de saber por qué razón me embarqué en esta empresa. Siempre ocurre lo mismo al comienzo de los viajes. Después llega la indiferencia bienhechora que todo lo subsana. La espero
con ansiedad.

Marzo 18


Sucedió lo que hace rato vengo temiendo: la hélice chocó con un fondo de raíces y se torció el eje que la sostiene. La vibración se hizo alarmante. Hemos tenido que atracar en una orilla de arena de pizarra, que despide un tufo vegetal dulzón y penetrante. Hasta que logré convencer al Capitán de que sólo calentando el eje se conseguiría enderezarlo, lucharon varias horas en las maniobras más torpes e imprevisibles en medio de un calor soporífero. Una nube de mosquitos se instaló sobre nosotros. Por fortuna, todos estamos inmunes a esta plaga, con excepción del gigante rubio que soporta el embate con una mirada colérica y contenida, como si no supiera de dónde procede el suplicio que lo acosa.
Al anochecer se presentó una familia de indígenas, el hombre, la mujer, un niño de unos seis años y una niña de cuatro. Todos desnudos por completo. Se quedaron mirando la hoguera con indiferencia de reptiles. Tanto el hombre como la mujer son de una belleza impecable. Él tiene los hombros anchos y sus brazos y piernas se mueven con una lentitud que destaca aún más la armonía de las proporciones. La mujer, de igual estatura que el hombre, tiene pechos abundantes pero firmes, y los muslos rematan en unas caderas estrechas graciosamente redondeadas. Una leve capa de grasa les cubre todo el cuerpo y desvanece los ángulos de coyunturas y articulaciones. Los dos tienen el cabello cortado a manera de casquetes que pulen y mantienen sólidos con alguna substancia vegetal que los tiñe de ébano y brillan con las últimas luces del sol poniente. Hacen algunas preguntas en su lengua que nadie entiende. Tienen los dientes limados y agudos y la voz sale como el sordo arrullo de un pájaro adormilado. Entrada ya la noche, logramos enderezar la pieza, pero sólo hasta mañana podrá colocarse. Los indios atraparon algunos peces en la orilla y se fueron a comerlos a un extremo de la playa. El murmullo de sus voces infantiles duró hasta el amanecer. He leído hasta conciliar el sueño. En la noche el calor no cesa y, tendido en la hamaca, pienso largamente en las necias indiscreciones del Duque de Orléans y en ciertos rasgos de su carácter que irán a repetirse en otros miembros de labranche cadette, siempre de distinto tronco, pero con las mismas tendencias a la felonía, las aventuras
galantes, el placer dañino de conspirar, la avidez por el dinero y una deslealtad sin sosiego. Habría que pensar un poco en las razones por las que tales constantes de conducta aparecen en forma implacable, casi hasta nuestros días, en estos príncipes de origen tan diferente. El agua golpea en el fondo metálico y plano con un borboteo monótono y, por alguna razón inasible, consolador.


Marzo 21

La familia subió a la lancha en la madrugada siguiente. Mientras bregábamos bajo el agua para colocar la hélice, ellos permanecieron de pie sobre el piso de palma. Durante todo el día estuvieron allí sin moverse ni pronunciar palabra. Ni el hombre ni la mujer tienen vellos en parte alguna del cuerpo. Ella muestra su sexo que brota como una fruta recién abierta y él el suyo con el largo prepucio que termina en punta. Se diría un cuerno o una espuela, algo ajeno por entero a toda idea sexual y sin el menor significado erótico. A veces sonríen mostrando sus dientes afilados y su sonrisa pierde por ello todo matiz de cordialidad o de simple convivencia.
El práctico me explica que es común en estos parajes que los indios viajen por el río en las embarcaciones de los blancos. No suelen dar explicación alguna ni dicen jamás dónde van a bajar. Un día desaparecen como llegaron. Son de carácter apacible y jamás toman nada que no les pertenece, ni comparten la comida con el resto del pasaje. Comen hierbas, pescado crudo y reptiles también sin cocinar. Algunos suben armados con flechas cuyas puntas están mojadas en curare, el veneno instantáneo cuya preparación es un secreto jamás revelado por ellos.
Esa noche, mientras dormía profundamente, me invadió de pronto un olor a limo en descomposición, a serpiente en celo, una fetidez creciente, dulzona, insoportable. Abrí los ojos. La india estaba mirándome fijamente y sonriendo con malicia que tenía algo de carnívoro, pero al mismo tiempo de una inocencia nauseabunda. Puso su mano en mi sexo y comenzó a acariciarme. Se acostó a mi lado. Al entrar en ella, sentí cómo me hundía en una cera insípida que, sin oponer resistencia, dejaba hacer con una inmóvil placidez vegetal. El olor que me despertó era cada vez más intenso con la proximidad de ese cuerpo blando que en nada recordaba el tacto de las formas femeninas. Una náusea incontenible iba creciendo en mí. Terminé rápidamente, antes de tener que retirarme a vomitar sin haber llegado al final. Ella se alejó en silencio. Entretanto, en la hamaca del eslavo, el indio, entrelazado al cuerpo de éste, lo penetraba mientras emitía un levísimo chillido de ave en peligro. Luego, el gigante lo penetró a su vez, y el indio continuaba su quejido que nada tenía de humano. Fui a la proa y traté de lavarme como pude, en un intento de borrar la hedionda capa de pantano podrido que se adhería al cuerpo. Vomité con alivio. Aún me viene de repente a la nariz el fétido aliento que temo no habrá de abandonarme en mucho tiempo.
Ellos siguieron allí, de pie, en medio de la barca, con la mirada perdida en las copas de los árboles, masticando sin cesar un amasijo hecho de hojas parecidas a las del laurel y carne de pescado o de lagarto que capturan con una habilidad notable. El eslavo se llevó anoche a la india a su hamaca, y esta mañana amaneció otra vez con el indio que dormía abrazado sobre él. El Capitán los separó, no por pudor, sino, como explicó con voz estropajosa, porque el resto de la tripulación podía seguir su ejemplo y ello traería de seguro peligrosas complicaciones. El viaje, añadió, era largo y la selva tiene un poder incontrolable sobre la conducta de quienes no han nacido en ella. Los vuelve irritables y suele producir un estado delirante no exento de riesgo. El eslavo musitó no sé qué explicación que no logré entender y regresó tranquilamente a su hamaca después de tomar una taza de café que le ofreció el práctico, con quien sospecho que se ha conocido en el pasado. Desconfío de la obediente mansedumbre de este gigante, en cuyos ojos se asoma a veces la sombra de una cansina y triste demencia.

Marzo 24

Hemos llegado a un amplio claro de la selva. Después de tantos días, por fin, arriba, asoman el cielo y las nubes que se desplazan con lentitud bienhechora. El calor es más intenso, pero no nos abruma con esa agobiante densidad que, bajo el verde dombo de los grandes árboles, en la penumbra constante, lo convierte en un elemento que nos va minando con implacable porfía. El ruido del motor se diluye en lo alto y el planchón se desliza sin que suframos su desesperado batallar contra la corriente. Algo semejante a la felicidad se instala en mí. En los demás es fácil percibir también una sensación de alivio. Pero allá, al fondo, se va perfilando de nuevo la oscura muralla vegetal que nos ha de
tragar dentro de unas horas.
Este apacible intermedio de sol y relativo silencio ha sido propicio al examen de las razones que me impulsaron a emprender este viaje. La historia de la madera la escuché por primera vez en La Nieve del Almirante, la tienda de Flor Estévez en la cordillera. Vivía con ella desde hacía varios meses, curándome una llaga que me dejó en la pierna la picadura de cierta mosca ponzoñosa de los manglares del delta. Flor me cuidaba con un cariño distante pero firme, y en las noches hacíamos el amor con la consiguiente incomodidad de mi pierna baldada, pero con un sentido de rescate y alivio de anteriores desdichas que, cada uno por su lado, cargábamos como un fardo agobiante. Creo que sobre la tienda de Flor y mis días en el páramo dejé constancia en algunos papeles anteriores. Allí llegó el dueño de un camión, que él mismo conducía, cargado con reses compradas en los llanos y nos contó la historia de la madera que se podía comprar en un aserradero situado en el límite de la selva y que, bajando el Xurandó, podía venderse a un precio mucho más alto en los puestos militares que estaban ahora instalando a orillas del gran río. Cuando secó la llaga y con dinero que me dio Flor, bajé a la selva, siempre con la sospecha de que había algo incierto en toda esta empresa.