Primero fallaron los retrocohetes. El combustible había perdido su
detonador. Después estalló la cosmonave. Fue el final de la primera guerra
interplanetaria. Sólo quedaron cuatro sobrevivientes. (Nunca se supo qué había
sucedido con los otros cosmonautas). De estos cuatro, dos perecieron en el mar
Cimmerium, de Marte. Los otros dos quedaron en órbita sobre Saturno. Llevaban
el traje espacial y el cinturón de propulsión, imposible de manejar en ese momento
por la fuerza orbital que los absorbía en una elipse vertiginosa. Estaban
tomados de la mano, exactamente como al estallar la cosmonave, y llevaban,
además, comprimidos de oxígeno que tragaban cuando el espacio se hacía
asfixiante. El niño permanecía impasible, indiferente a la catástrofe. El único
movimiento que realizaba con cierta avidez tenía relación con la mano libre que
le quedaba, en cuya muñeca podía verse un pequeñísimo receptor de
microcircuitos.
- ¿Oyes algo? - preguntó la madre.
Cuando Dédalus quiso contestar, un meteorito, al chocar contra la madre,
le cercenó la cabeza que quedó, sin embargo, en órbita sobre la elipse a pocos
metros de él. Quiso gritar. La voz se le coaguló en la garganta, mientras su
mano derecha seguía aferrada a la otra mano de la madre decapitada. Minutos
después, un segundo meteorito se llevó todo el cuerpo. Despapareció totalmente
como si se hubiera fusionado con una masa incandescente diluida, a su vez, en
el espacio. Dédalus quedó confuso, lleno de signos vacíos. Ahora estaba solo
mientas la cabeza de su madre le seguía como un satélite en la elipse. En la
escuela le habían enseñado a enfrentar situaciones y a no llorar. Pero sintió
una angustia que no pudo reprimir. Y ya era tarde para lamentarse. Los
meteoritos que cruzaban el espacio, también podrían mutilarlo o cercenarle la
cabeza como a su madre.
De pronto observó a lo lejos cierta estrella pálida, cruzada por una
recta. Pero a medida que avanzaba vio que la recta se convertía en un anillo
luminoso en cuyo interior giraba la supuesta estrella. Depués pudo ver con más
claridad y creyó contar hasta diez lunas. Recordó algunos de sus nombres:
Themis, Tetis, Titán, Hiperión. Ahora todo estaba claro. No era una estrella.
¡Era Saturno hacia donde lo llevaba la elipse! Sus conocimientos del planeta no
eran profundos. Recordaba, sin embargo, que el día en Saturno (incluida la
noche) era de diez horas, y que el planeta estaba cerca de 85 minutos-luz del
Sol, razón por la cual se necesitaban doce años para cincunvolarlo.
En ese momento se llevó el receptor al oído. Oyó por extrañas voces de
tono apagado que pugnaban por expresarse. Eran los saturnianos. Pero su
receptor era completo. Oprimió la llave de control que conectaba el
microcircuito de la versión idiomática y pudo entender que los saturnianos
estaban espantados. Que su proximidad en el cielo de Saturno era interpretada
como signo de mal agüero. Uno de esos habitantes decía que se trataba de un
daimón, un espíritu del mal. Otro aseguraba que era una señal que presagiaba el
fin del mundo. (No nos olvidemos que ellos hablaban de su planeta.) De todas
esas voces aplastadas, sólo una dijo que era necesario esperar el saturnizaje.
"Si es como ustedes dicen -agregó-, lo mataremos. Si no, lo dejaremos en
libertad". Dédalus siguió impasible. Le interesaba saber de qué manera
saturnizaría. La cabeza de su madre permanecía en órbita junto a él.
Mientras pensaba así, se ajustó el cinturón de propulsión. Ya estaba a
veinte mil metros de Saturno, y caía vertiginosamente. Si le fallaba el
cinturón se haría añicos sobre la escarcha del planeta. Pero el cinturón
funcionó cuando ya se hallaban a dos mil metros. Dédalus comenzó a descender
lentamente, precedido por la cabeza de su madre.
Abajo, ciertos seres esferoides, erguidos sobre dos pequeñas
extremidades, también circulares, esperaban su presencia. Ya en la superficie,
un tanto asfixiante, pudo observarlos mejor. Sus extremidades eran cortas. Sus
ojos, diminutos, pero no alargados como los suyos, sino redondos, con dos
anillos en derredor de los mismos, que crecían a modo de cejas circulares. Sus
vientres eran amplísimos, sobremarcados por dos anillos cartilaginosos (esto es
lo que creyó). Los dedos eran esferoides y rugosos. Calzaban zapatos esféricos.
Todos estaban desnudos a pesar de la baja temperatura, cubiertos con pieles que
sólo les cubrían los hombros. Las mujeres llevaban aros en forma de media luna,
que se repetían en los dijes de sus pulseras.
Cuando Dédalus pisó la superficie de Saturno, creyó hallarse ante una
"civilización india", pero no primitiva, con edificios circulares que
se extendían también en los pisos circulares. Uno de esos seres que esperaban
su descenso, se le acercó entonces tratando no pisar la cabeza de la madre que
le había precedido. Le habló lentamente, con voz aplastada. Para entenderlo
mejor, Dédalus extrajo de su bolsillo una pequeña antena que conectó al
receptor-pulsera que llevaba, y puso en funcionamiento el microcircuito de la
versión idiomática.
El saturniano fue breve. Le dijo con voz pausada que se lo consideraba
un espíritu del mal. Dédalus respondió, pero como el saturniano no lo
entendiera, le acercó el receptor. Entonces, lleno de asombro, éste pudo
entender su extraño lenguaje. Los que contemplaban la escena quedaron
paralizados. Comprendieron que ese aparato diminuto era capaz de traducir
cualquier especie de sonido, y que el recién llegado era realmente un daimón.
Dédalus repitió su explicación. Dijo que era el único sobreviviente de
la cosmonave que se había salvado en la guerra interplanetaria. Que su padre y
un hermano habían perecido, posiblemente, en el mar Cimmerium, y que su madre
era esa cabeza ensangrentada que yacía a su lado y lo había acompañado en la
órbita espacial. El saturniano transmitió a los demás el discurso de Dédalus.
Hubo un murmullo. Movieron las cabezas circularmente en señal dubitativa, y se
reunieron en círculo para deliberar. El que había hablado con Dédalus, que era
el jefe, quedó en el centro. Diez minutos después rompió el círculo, devolvió
el receptor y se expresó en estos términos:
- Eres de una raza monstruosa. En tu cuerpo gemina la semilla de la
destrucción. Si te dejamos con vida, Saturno podría ser otro de los planetas
donde crecería la discordia, como ya sucedió cuando el hombre, según lo llamas
tú, pisó los otros mundos. Por eso, después de deliberar, se ha resuelto que
debes morir. Vamos a extraerte el cerebro, para pulverizarlo y evitar de esta
manera que ni aún tus cenizas, más terribles que los rayos cósmicos, puedan
dañarnos algún día.
Dédalus explicó que era un niño y que llevaba el germen de la juventud.
Les dijo que podía trasmitirles la sabiduría del hombre y la felicidad. Pero
los saturnianos, inconmovibles, interpretaron que estas palabras ya habían
comenzado a corromperlos. Entonces, para evitar la tentación, hicieron sonar
una trompeta y todos se arrodillaron. Era la señal de la muerte. El verdugo se
adelantó con una máquina circular, a modo de yelmo, que puso en la cabeza de
Dédalus, y antes de cubrirle el rostro, murmuró:
- No sentirás nada. Dentro de un instante tu cerebro será arrastrado por
el polvillo cósmico, hecho polvo también como lo fue en el origen cuando el
fuego retrajo sus llamas.
El verdugo accionó una palanca, y Dédalus se convirtió en polvo. Pero
antes de que esto sucediera, alcanzó a ver la cabeza sangrante, pero aún con
vida, de su madre en cuyos ojos advirtió, por primera vez, dos lágrimas que
brillaban con más intensidad que la luz de las estrellas.