Ésta
será una historia de terror. Será una historia policíaca, un relato de serie
negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo
cuenta. Soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la
historia de un crimen atroz.
Yo
soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía
mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los
poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo. Podría decir: soy la madre y
corre un céfiro de la chingada desde hace siglos, pero mejor no lo digo. Podría
decir, por ejemplo: yo conocí a Arturito Belano cuando él tenía diecisiete años
y era un niño tímido que escribía obras de teatro y poesía y no sabía beber,
pero sería de algún modo una redundancia y a mí me enseñaron (con un látigo me
enseñaron, con una vara de fierro) que las redundancias sobran y que sólo debe
bastar con el argumento.
Lo
que sí puedo decir es mi nombre.
Me
llamo Auxilio Lacouture y soy uruguaya, de Montevideo, aunque cuando los caldos
se me suben a la cabeza, los caldos de la extrañeza, digo que soy charrúa, que
viene a ser lo mismo aunque no es lo mismo, y que confunde a los mexicanos y
por ende a los latinoamericanos.
Pero
lo que importa es que un día llegué a México sin saber muy bien por qué, ni a
qué, ni cómo, ni cuándo.
Yo
llegué a México Distrito Federal en el año 1967 o tal vez en el año 1965 o
1962. Yo ya no me acuerdo ni de las fechas ni de los peregrinajes, lo único que
sé es que llegué a México y ya no me volví a marchar. A ver, que haga un poco
de memoria. Estiremos el tiempo como la piel de una mujer desvanecida en el
quirófano de un cirujano plástico. Veamos. Yo llegué a México cuando aún estaba
vivo León Felipe, qué coloso, qué fuerza de la naturaleza, y León Felipe murió
en 1968. Yo llegué a México cuando aún vivía Pedro Garfias, qué gran hombre,
qué melancólico era, y don Pedro murió en 1967, o sea que yo tuve que llegar
antes de 1967. Pongamos pues que llegué a México en 1965.
Definitivamente,
yo creo que llegué en 1965 (pero puede que me equivoque, una casi siempre se
equivoca) y frecuenté a esos españoles universales, diariamente, hora tras
hora, con la pasión de una poetisa y la devoción irrestricta de una enfermera
inglesa y de una hermana menor que se desvela por sus hermanos mayores,
errabundos como yo, aunque la naturaleza de su éxodo era bien diferente de la
mía, a mí nadie me había echado de Montevideo, simplemente un día decidí partir
y me fui a Buenos Aires y de Buenos Aires, al cabo de unos meses, tal vez un
año, decidí seguir viajando porque ya entonces sabía que mi destino era México,
y sabía que León Felipe vivía en México y no estaba muy segura de si don Pedro
Garfias también vivía aquí, pero yo creo que en el fondo lo columbraba. Tal vez
fue la locura la que me impulsó a viajar. Puede que fuera la locura. Yo decía
que había sido la cultura. Claro que la cultura a veces es la locura, o
comprende la locura. Tal vez fue el desamor el que me impulsó a viajar. Tal vez
fue un amor excesivo y desbordante. Tal vez fue la locura.
Lo
único cierto es que llegué a México en 1965 y me planté en casa de León Felipe
y en casa de Pedro Garfias y les dije aquí estoy para lo que gusten mandar. Y
les debí de caer simpática, porque antipática no soy, aunque a veces soy
pesada, pero antipática nunca. Y lo primero que hice fue coger una escoba y
ponerme a barrer el suelo de sus casas y luego a limpiar las ventanas y cada
vez que podía les pedía dinero y les hacía la compra. Y ellos me decían con ese
tono español tan peculiar, esa musiquilla rispida que no los abandonó nunca,
como si encircularan las zetas y las ces y como si dejaran a las eses más
huérfanas y libidinosas que nunca, Auxilio, me decían, deja ya de trasegar por
el piso, Auxilio, deja esos papeles tranquilos, mujer, que el polvo siempre se
ha avenido con la literatura. Y yo me los quedaba mirando y pensaba cuánta
razón tienen, el polvo siempre, y la literatura siempre, y como yo entonces era
una buscadora de matices me imaginaba unas situaciones portentosas y tristes,
me imaginaba los libros quietos en las estanterías y me imaginaba el polvo del
mundo que iba entrando en las bibliotecas, lentamente, perseverantemente,
imparable, y entonces comprendía que los libros eran presa fácil del polvo (lo
comprendía pero me negaba a aceptarlo), veía torbellinos de polvo, nubes de
polvo que se materializaban en una pampa que existía en el fondo de mi memoria,
y las nubes avanzaban hasta llegar al DF, las nubes de mi pampa
particular que era la pampa de todos aunque muchos se negaban a verla, y
entonces todo quedaba cubierto por la polvareda, los libros que había leído y
los libros que pensaba leer, y ahí ya no había nada que hacer, por más que
usara la escoba y el trapo el polvo no se iba a marchar jamás, porque ese polvo
era parte consustancial de los libros y allí, a su manera, vivían o remedaban
algo parecido a la vida.
Eso
era lo que veía. Eso era lo que veía en medio de un escalofrío que sólo yo
sentía. Luego abría los ojos y aparecía el cielo de México. Estoy en México,
pensaba, cuando aún la cola del escalofrío no se había marchado. Estoy aquí,
pensaba. Entonces me olvidaba ipso facto del polvo. Veía el cielo a través de
una ventana. Veía las paredes por donde la luz del DF se deslizaba. Veía a los
poetas españoles y sus libros relucientes. Y yo les decía: don Pedro, León
(¡mira qué raro, al más viejo y venerable lo tuteaba; el más joven, sin
embargo, como que me intimidaba y no podía quitarle el tratamiento de usted!),
déjenme a mí ocuparme de esto, ustedes a lo suyo, sigan escribiendo tranquilos
y hagan de cuenta que soy la mujer invisible. Y ellos se reían. O mejor dicho,
León Felipe se reía, aunque una no sabía muy bien, si he de ser sincera, si se
estaba riendo o carraspeando o blasfemando, ese hombre era como un volcán, y
don Pedro Garfias, en cambio, te miraba y luego desviaba la mirada (una mirada
tan triste) y la posaba, no sé, digamos que en un florero o en una estantería
llena de libros (una mirada tan melancólica), y entonces yo pensaba: qué tiene
ese florero o los lomos de los libros en donde su vista se detiene, para
concitar tanta tristeza. Y a veces me ponía a reflexionar, cuando él ya no
estaba en la habitación o cuando no me miraba, yo me ponía a reflexionar e
incluso me ponía a mirar el florero en cuestión o los libros antes señalados y
llegaba a la conclusión (conclusión que por otra parte no tardaba en desechar)
de que allí, en esos objetos aparentemente tan inofensivos, se ocultaba el
infierno o una de sus puertas secretas.
Y
a veces don Pedro me sorprendía mirando su florero o los lomos de sus libros y
me preguntaba qué miras, Auxilio, y yo entonces decía ¿eh?, ¿qué?, y más bien
me hacía la tonta o la soñadora, pero otras veces le preguntaba cosas como al
margen de la cuestión, pero cosas que bien pensadas pues resultaban relevantes:
le decía don Pedro, ¿este florero desde cuándo lo tiene?, ¿se lo regaló
alguien?, ¿tiene algún valor especial para usted? Y él se me quedaba mirando
sin saber qué contestar. O decía: sólo es un florero. O: no tiene ningún
significado especial. ¿Y entonces por qué razón lo mira como si ahí se ocultara
una de las puertas del infierno?, hubiera debido replicarle yo. Pero yo no
replicaba. Yo sólo decía: ajá, ajá, que era una expresión que no sé quién me
había pegado por aquellos meses, los primeros que pasé en México. Pero mi
cabeza seguía funcionando por más ajás que mis labios articulasen. Y una vez,
esto lo recuerdo y me da risa, en que estaba sola en el estudio de Pedrito
Garfias, me puse a mirar el florero que él miraba con tanta tristeza, y pensé:
tal vez lo mira así porque no tiene flores, casi nunca tiene flores, y me
acerqué al florero y lo observé desde distintos ángulos, y entonces (estaba
cada vez más cerca, aunque mi forma de aproximarme, mi forma de desplazarme hacia
el objeto observado era como si trazara una espiral) pensé: voy a meter la mano
por la boca negra del florero. Eso pensé. Y vi cómo mi mano se despegaba de mi
cuerpo, se alzaba, planeaba sobre la boca negra del florero, se aproximaba a
los bordes esmaltados, y justo entonces una vocecita en mi interior me dijo:
che, Auxilio, qué haces, loca, y eso fue lo que me salvó, creo, porque en el
acto mi brazo se detuvo y mi mano quedó colgando, en una posición como de
bailarina muerta, a pocos centímetros de esa boca del infierno, y a partir de
ese momento no sé qué fue lo que me pasó aunque sí sé lo que no me pasó y me
pudo haber pasado.
Una
corre peligros. Esa es la pura verdad. Una corre riesgos y es juguete del
destino hasta en los sitios más inverosímiles.
La
vez del florero yo me puse a llorar. O mejor dicho: se me saltaron las lágrimas
sin darme cuenta y tuve que sentarme en un sillón, en el único sillón que don
Pedro tenía en aquella habitación, porque si no me siento me hubiera desmayado.
Al menos, puedo asegurar que en determinado momento se me nubló la vista y se
me aflojaron las piernas. Y cuando ya estuve sentada, me entraron unos
temblores muy fuertes que parecía que me fuera a dar un ataque. Y lo peor era
que mi única preocupación en ese momento consistía en que Pedrito Garfias no
entrara y me viera en ese estado tan lamentable. Al mismo tiempo no dejaba de
pensar en el florero, al que evitaba mirar aunque sabía (tonta de remate no
soy) que estaba allí, en la habitación, de pie sobre una repisa en donde había
también un sapo de plata, un sapo cuya piel parecía haber absorbido toda la
locura de la luna mexicana. Y luego, aún temblando, me levanté y me volví a
acercar, yo creo que con la sana intención de coger el florero y estrellarlo
contra el suelo, contra las baldosas verdes del suelo, y esta vez no me
aproximé al objeto de mi terror en espiral sino en línea recta, una línea recta
vacilante, sí, pero línea recta al fin y al cabo. Y cuando estuve a medio metro
del florero me detuve otra vez y me dije: si no el infierno, allí hay
pesadillas, allí está todo lo que la gente ha perdido, todo lo que causa dolor
y lo que más vale olvidar.
Y
entonces pensé: ¿Pedrito Garfias sabe lo que se esconde en el interior de su
florero? ¿Saben los poetas lo que se agazapa en la boca sin fondo de sus
floreros? ¿Y si lo saben por qué no los destrozan, por qué no asumen ellos
mismos esta responsabilidad?
Aquel
día no supe pensar en otra cosa. Me fui más temprano de lo usual y me dediqué a
pasear por el Bosque de Chapultepec. Un lugar bonito y sedante. Pero por más
que caminaba y admiraba lo que veía no podía dejar de pensar en el florero y en
el estudio de Pedrito Garfias y en sus libros y en su mirada tan triste que a
veces se posaba sobre las cosas más inofensivas y otras veces sobre las cosas
más peligrosas. Y así, mientras ante mis ojos veía los muros del Palacio de
Maximiliano y Carlota, o veía los árboles del bosque multiplicados en la
superficie del lago de Chapultepec, en mi imaginación sólo veía a un poeta
español que miraba un florero con una tristeza que parecía abarcarlo todo. Y
eso me daba rabia. O mejor dicho: al principio me daba rabia. Me preguntaba a
mí misma por qué razón él no hacía nada al respecto: Por qué el poeta se
quedaba mirando el florero en vez de dar dos pasos (dos o tres pasos que
resultarían tan elegantes con sus pantalones de lino crudo) y agarrar el
florero con ambas manos y estrellarlo contra el suelo. Pero luego se me iba la
rabia y me ponía a reflexionar mientras la brisa del Bosque de Chapultepec (del
pintoresco Chapultepec, como escribió Manuel Gutiérrez Nájera) me
acariciaba la punta de la nariz hasta que caía en la cuenta de que
probablemente Pedrito Garfias ya había roto muchos floreros, muchos objetos
misteriosos a lo largo de su vida, ¡innumerables floreros!, ¡y en dos
continentes!, así que quién era yo para reprocharle, aunque sólo fuera
mentalmente, la pasividad que mostraba ante el que tenía en su estudio.
Y
ya puesta en esa tesitura, incluso buscaba más de una razón que justificara la
permanencia del florero, y efectivamente se me ocurría más de una, pero para
qué enumerarlas, qué inutilidad enumerarlas. Lo único cierto era que el florero
estaba allí, aunque también podía estar en una ventana abierta de Montevideo o
sobre el escritorio de mi padre, que murió hace tanto tiempo que ya casi lo he
olvidado, en la antigua casa de mi padre, el doctor Lacouture, una casa y un
escritorio sobre los que caen ya mismo los pilares del olvido.
Así
que lo único cierto es que yo frecuentaba la casa de León Felipe y la casa de
Pedro Garfias y que los ayudaba en lo que podía, quitándoles el polvo a los
libros y barriendo el suelo, por ejemplo, y que cuando ellos protestaban yo les
decía déjenme tranquila, ustedes escriban y déjenme a mí ocuparme de la intendencia,
y que entonces León Felipe se reía y don Pedro no se reía, Pedrito Garfias, qué
melancólico, él no se reía, él me miraba con sus ojos como de lago al
atardecer, esos lagos que están en medio del monte y que nadie visita, esos
lagos tristísimos y apacibles, tan apacibles que no parecen de este mundo, y
decía no te molestes, Auxilio, o gracias, Auxilio, y no decía nada más. Qué
hombre más divino. Qué hombre más íntegro. Se quedaba de pie, inmóvil, y me
daba las gracias. Eso era todo y con eso a mí me bastaba. Porque yo me conformo
con poco. Eso salta a la vista. León Felipe me decía bonita, me decía eres una
chica impagable, Auxilio, y trataba de ayudarme con unos cuantos pesos, pero yo
generalmente cuando él me ofrecía dinero ponía el grito en el cielo
(literalmente), yo esto lo hago por gusto, León Felipe, le decía, yo esto lo
hago asaeteada por la admiración. Y León Felipe se quedaba un ratito pensando
en mi adjetivo y yo entonces volvía a poner sobre su mesa el dinero que me
había dado y seguía con mi trabajo. Yo cantaba. Yo cuando trabajaba cantaba y
no me importaba que el trabajo fuera gratis o pagado. De hecho, creo que
prefería que el trabajo fuera gratis (aunque no voy a ser tan hipócrita como
para decir que no era feliz cuando me pagaban). Pero con ellos prefería que
fuera gratis. Con ellos yo hubiera pagado de mi propio bolsillo para moverme
entre sus libros y entre sus papeles con total libertad. Y lo que solía recibir
(y aceptar) eran regalos. León Felipe me regalaba figuritas mexicanas de barro
que yo no sé de dónde las sacaba porque en su casa tampoco es que tuviera
muchas. Yo creo que las compraba especialmente para mí. Qué tristeza de
figuritas. Eran tan bonitas. Chiquititas y bonitas. Allí no se escondía la
puerta del infierno ni del cielo, sólo eran figuritas que hacían los indios y
que luego vendían a los intermediarios que iban a Oaxaca a comprarlas y que
éstos revendían, mucho más caras, en los mercados o en puestos callejeros del
DF. Don Pedro Garfias, en cambio, me regalaba libros, libros de filosofía.
Ahora mismo recuerdo uno de José Gaos, que intenté leer pero que no me gustó.
José Gaos también era español y también murió en México. Pobre José Gaos,
tendría que haberme esforzado más. ¿Cuándo murió Gaos? Creo que en 1968, como León
Felipe, o no, en 1969, y entonces hasta es posible que muriera de tristeza.
Pedrito Garfias murió en 1967, en Monterrey. León Felipe murió en 1968. Las
figuritas que León Felipe me regaló las fui perdiendo una detrás de otra. Ahora
deben de estar en estanterías de casas sólidas o de cuartos de azotea de la
colonia Nápoles o de la colonia Roma o de la colonia Hipódromo-Condesa. Las que
no se rompieron. Las que se rompieron deben de ser parte del polvo del DF. Los
libros de Pedro Garfias también los perdí. Los de filosofía, los primeros, y
los de poesía, fatalmente, también.
A
veces me da por pensar que tanto mis libros como mis figuritas de alguna manera
me acompañan.
¿Pero
cómo me pueden acompañar?, me pregunto. ¿Flotan a mí alrededor? ¿Flotan sobre
mi cabeza? ¿Los libros y las figuritas que fui perdiendo se han convertido en
el aire del DF? ¿Se han convertido en la ceniza que recorre esta ciudad de
norte a sur y de este a oeste? Puede ser. La noche oscura del alma avanza por
las calles del DF barriéndolo todo. Ya apenas se escuchan canciones, aquí, en
donde antes todo era una canción. La nube de polvo lo pulveriza todo. Primero a
los poetas, luego los amores, y luego, cuando parece que está saciada y que se
pierde, la nube vuelve y se instala en lo más alto de tu ciudad o de tu mente y
te dice con gestos misteriosos que no piensa moverse.
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