Jean-Marie Gustave Le Clézio.- VIENTOS DEL SUR



No recuerdo demasiado bien el día en que me encontré con Maramu por primera vez. Yo acababa de salir de la infancia, y ella ya era una mujer. Se llamaba Jehanne, pero la llamaban por su nombre maohí, Maramu, Viento del Sur. En aquella época mi padre y yo vivíamos en esta casa a orillas del mar, en Punaauia. Él era médico en el hospital Mamao. Mi padre se había separado de mi madre cuando yo tenía seis o siete años. El recuerdo que guardo de ella, antes de que nos abandonara, es el de su risa, el de su voz algo melodiosa. Era por ella que mi padre había venido a instalarse aquí, después lo había abandonado para irse a Los Ángeles con un americano. Mi padre decía que se había ido porque él había dejado de divertirla. Él había sacado todo lo que podía recordarle a mi madre, las cartas, las fotos, incluso las chucherías que ella había comprado. Un día, sin embargo, encontré una vieja foto, de los primeros tiempos de su matrimonio. Estaban sobre la cubierta de un ferry, con gente alrededor. Ella parecía muy pequeña y endeble al lado de él, con su rostro asiático y sus cabellos cobrizos. Guardé la foto en mi habitación, en la caja secreta en la que guardaba las cosas importantes. Después terminé por olvidarla. Maramu era el ser más extraño que yo hubiera conocido nunca. Entraba a cada rato a nuestra casa, igual que una diosa de piel oscura, con rostro infantil, ojos muy dulces y separados, y cuando se cansaba su ojo izquierdo se desviaba y eso le daba una expresión un poco perdida. Tenía sobre todo una cabellera magnífica, ondulada y muy negra, que la envolvía y caía hasta su cintura como un adorno salvaje. Iba siempre descalza, vestida solamente con un pareo que anudaba en su pecho. Entraba a la casa por la playa, sin hacer ruido, con la desdeñosa indiferencia de los que no tienen nada. Mi padre me había contado un día que ella pertenecía a la raza de Ta’aroa y de Temeharo, princesas de Raiatea, princesas sin tierra. Ella me había puesto un nombre maorí, me llamaba “Tupa”, ya no sé por qué, quizás porque caminaba un poco de costado como los cangrejos. Me abrazaba. Venía a ver a mi padre para que le diera medicamentos para su hijo. Me asombraba pensar que había vivido ya tantas experiencias, teníamos casi la misma edad y ella había conocido todo eso, el amor, la maternidad, la vida. Yo no había visto nunca a su hijo. Era el hijo de un americano que se llamaba Sumner, los padres de Maramu eran los que lo educaban en Raiatea. Se llamaba Johnny. Parece que ahora trabaja en un hotel, en Hawai. Pasó el tiempo. Recuerdo, ella entraba en la casa, se llevaba los medicamentos para su hijo, como si fueran caramelos, sin escuchar lo que mi padre le decía. Yo estaba enamorado de ella, de sus ojos, de su cabello, de sus pasos silenciosos, de sus pies endurecidos y planos sobre el cemento. Ella me hablaba, trataba de “tú” a todo el mundo; las convenciones de los franceses la fastidiaban. Recuerdo la forma que tenía de sentarse en el suelo, a la manera de los sastres, con su pie izquierdo apoyado sobre el muslo. Mi padre decía que era así como se sentaban los antiguos khmers, los antiguos mayas. Con una mano apoyada sobre el muslo y la otra palma abierta hacia el cielo, para contar historias. Ella me hablaba de cosas extraordinarias, que había leídos en algún libro, quizás, o que había inventado, sobre sus ancestros que eran peces del mar, o sobre los grandes árboles que crecen al pie de los volcanes, y cuyas raíces son como órganos sensitivos atentos a todo lo que se dice en el mundo. Algunas mañanas, cuando yo no iba al colegio, me llevaba al arrecife. Caminábamos muy lentamente, como si buscáramos algo, sobre la alfombra dulce y viva, y las olas rompían contra nosotros, salpicándonos los ojos con su espuma. Después volvíamos a la casa fresca. Mi padre había traído frutas. Recuerdo bien que Maramu cantaba, que había una luz cálida, la luz de la tarde, uno tenía la impresión de que todo eso debía durar eternamente. Cuando ya había caído el sol, Maramu iba a bañarse en la laguna. Se quedaba sentada dentro del agua sin moverse. La forma en que mi padre nadaba la hacía reír. Sabía zambullirse, lentamente levantando la planta de sus pies, muy clara, hacia el cielo. Después, volvía a la casa, se enjuagaba en la canilla, con pudor, sin quitarse el pareo. Tenía piernas musculosas, espalda ancha, senos muy pequeños y livianos. Su cuerpo aceitoso brillaba. Ella sacudía su inmensa cabellera desparramando un ramo de chispas. Con Maramu, todo era simple. Yo no me sorprendía de nada. Creo que supe enseguida que era la amante de mi padre. Algunas veces se quedaba en mi casa a la noche, dormía en el suelo, en la habitación grande, decía que tenía demasiado calor en una cama. Mi padre se llamaba André, pero ella lo llamaba Bob, no sé por qué, quizás a causa del gorrito que usaba cuando iba a pescar, los fines de semana. Ella nunca hablaba de él, y él no sabía casi nada de ella. Ella era como un ave de paso. Y después, un día, todo cambió. Dejó de venir a nuestra casa, y día tras día, yo la esperaba. Esperaba el ruido ligero de sus pies desnudos sobre el cemento, creía ver su silueta a lo lejos, parada sobre la barrera de arrecifes, como un espejismo. Yo comprendía que algo pasaba, pero no sabía qué. Mi padre estaba como ausente, nervioso, volvía tarde. Un día, me habló de Francia, dijo que íbamos a volver, que yo iría a un colegio en Lyon, después de las vacaciones. Había encontrado trabajo allí, en una clínica. Maramu volvió. Era el fin de las vacaciones, yo estaba solo en la casa. Entró sin hacer ruido, como hacía siempre. Se sentó en la terraza para ver el mar. Estaba como ausente, su cabello enredado. Quizás estuviera borracha. Llevaba ropa bien verde. Se había puesto rouge en los labios, su boca parecía inmensa, una herida. Me habló como si nos hubiéramos visto por última vez esa misma mañana. Apretaba muy fuerte mi mano, apoyaba su cabeza contra mi hombro. Yo sentía el olor a aceite de coprha de su piel, un olor a sol en la noche que estaba llegando. Había nubes increíbles sobre el horizonte, del lado de Moorea.
–Tupa, ¿por qué el mar me da ganas de llorar? Hablé de metemos al mar. Yo tenía miedo de que me dijera algo terrible, que no nos volveríamos a ver. Maramu caminó conmigo sobre la arena. Fumaba. El crepúsculo apagaba el mar, había pájaros lúgubres. Dijo:
–Ven, vamos a divertirnos. Escribí unas líneas para mi padre, se las dejé sobre la mesa del comedor. Me fui sin cerrar las puertas. Sobre la ruta, nos esperaba un coche. El chofer era un chino, el señor Wong, y en el asiento de atrás había un hombre corpulento con una guitarra, que conocía a Maramu. Escuché que ella lo llamaba Tomy. Se sentó al lado de él, en el asiento de atrás. Era un hombre muy morocho, flaco, con manos finas. Yo no comprendía quién era, ni por qué Maramu había querido que yo fuera con ellos. Tomy tocaba la guitarra muy bajito, jazz, algo parecido a Billie Holiday. Hacía calor, el auto avanzaba rápidamente. Maramu comenzó a cantar, para acompañar a Tomy, después entonó melodías maohís, utes. Su voz ya no era ronca, se hacía fina como el humo. Yo tenía vergüenza de no saber cantar, me parecía que todos los miedos y todos los males desaparecían con esa música. Maramu había hecho resbalar los hombros de su vestido por los brazos, su rostro estaba inclinado, su cabellera espesa la ocultaba a medias. Tomy la miraba. La noche ya había caído, continuábamos avanzando, dejábamos pueblos atrás. Los faros alumbraban en la oscuridad de la noche. Avanzábamos por una ruta de cornisa, el mar era un gran vacío negro, sobre la izquierda. Del lado de la punta Venus, al final de un camino lleno de baches, con autos estacionados que obstaculizaban el paso, había un bar. Era un galpón de chapa iluminado por tubos de neón. Una orquesta tocaba a todo volumen una música suave, All kinds of everything de Dana. Lo recuerdo porque siempre me gustó esa canción. Hacía calor. Nos sentamos a una mesa, pedimos unas cervezas Hinano, y Maramu una botella de vino tinto. Había mucho ruido, a mí la cabeza me daba vueltas. Había gente extraña, legionarios, muchachas pintarrajeadas. Era la primera vez que yo pisaba un lugar así. Bailé con Maramu. Chocábamos con las otras personas que estaban bailando, con las sillas. Maramu me conducía, era un vals, un paso doble, un baile de otra época. Reía, su cabellera giraba alrededor de ella. Yo sentía el olor de su sudor, el hueco de su cintura bajo mis dedos. En la mesa, Tomy continuaba bebiendo con el rostro impasible. El cansancio había hundido sus ojos y eso le daba un aspecto como de máscara mortuoria. Maramu también parecía cansada. Se había sentado de costado, con los dos brazos apoyados sobre la mesa. Vi que tenía dos arrugas de cada lado de la boca, y una marca en forma de estrella entre las cejas. El chofer había salido del bar. Tenía demasiado calor, se aburría. Después estalló una pelea, exactamente al lado de nuestra mesa, a causa de un soldado ebrio. Maramu tenía mucho miedo. Le suplicó a Tomy que nos fuéramos. Caminaba descalza por la ruta, su vestido verde brillaba en la noche como un fuego artificial. Me detuve en una zanja para vomitar. Maramu me acomodó en el asiento de atrás, muy tiernamente, con gestos casi maternales. Acariciaba mi rostro con sus manos suaves. Sus dedos olían a tabaco. “¡Pobre Tupa, esto debe parecerte insoportable! Yo estoy acostumbrada, hago esto desde muy pequeña.” El señor Wong conducía lentamente, para que yo pudiera dormir. Nos detuvimos a orillas del mar, del lado de Pirae, Maramu quería bañarse. El viento soplaba apenas, el mar estaba oscuro, suave. Los dos hombres se quedaron sentados más arriba, en la playa. Tomy tocaba la guitarra. Yo veía la brasa de su cigarrillo que se encendía de a ratos. Entré desnudo en el mar, nadé sin ver hacia dónde iba. Era como si ya no existiera el tiempo, como si ya no existiera el espacio. Cuando salí del agua, Maramu se sentó a mi lado, sobre la arena.
–¿Vas a casarte con él? –pregunté. Se largó a reír.
–¿Con Tomy? Dijo:
–Es amable, rico, tiene un hotel en Hawai. Alguna vez seré vieja, Tupa. Quizás me vaya lejos, él será mi tané, no tendré otros.
–Si te vas, Maramu, es posible que me muera.
Lo dije para hacerla reír, pero no la hizo reír.
–Quizás también me vaya a Francia. Bob quisiera que fuera con él allí, a Lyon. Queda tan lejos, es posible que sea yo quien se muera. Nos quedamos en la playa, sobre la orilla. Maramu me hizo palparle la planta de los pies, llena de durezas.
–¿Crees que podría caminar con zapatos allí?
–Te pondrás zapatillas.
–Iré descalza, tendrán que acostumbrarse. Intenté reír, hacer bromas, pero de repente sentí un gran dolor en el medio del cuerpo, del lado del estómago, un poco a la derecha. Estaba apoyado sobre mi codo, y sentía cómo me temblaba el cuerpo. Maramu se dio cuenta. “¿Tienes frío?” Me estrechó muy fuerte contra ella para darme su calor. No sé por qué, pero pensé en mi madre. Quería que Maramu me hablara de ella, y fue como si hubiera leído mi pensamiento. Maramu era así, sabía cosas. Dijo:
–Recuerdo que se llamaba Tania, yo tenía doce años. Era muy bella, él la había encontrado en Bali, eso es lo que se contaba. A veces yo la veía sobre el barco, con tu padre y contigo. Eras un lindo muchacho, creo que me había enamorado de ti. Tenías el cabello del mismo color que el de Tania. Cuando se fue, Bob estaba muy triste. Pero ella ya no podía soportar más. Durante mucho tiempo creímos que volvería, porque Bob había quedado solo contigo, en Punaauia. Quizá si él se va a Francia, a esa ciudad que queda tan lejos, a Lyon, Tania volverá a vivir con ustedes. El cielo estaba claro, repleto de estrellas. Recuerdo las historias que me contaba Maramu, sobre la terraza de la casa, mirando las estrellas, la famosa nube de Magallanes, y las dos alas del gran pájaro, que llaman la Cruz del Sur. Se sentía el ruido de las olas sobre los arrecifes. Llegó el día, el señor Wong dijo que era necesario irse. Maramu fue a hablar con Tomy, discutieron un poco, yo escuchaba las resonancias de sus voces. No comprendía lo que decían. Después Tomy y el señor Wong se fueron. Escuché el ruido del auto que se alejaba por la ruta de la punta Venus. Maramu volvió cerca de mí. Rodeó mis hombros con su brazo. Podía sentir su olor, las emanaciones de su cabellera sobrenatural. Estaba unida al alba. Era maravilloso y terrible porque yo acababa de comprender que ésa era la última vez. Ella hablaba en voz baja, bien cerca de mi oído, como si me estuviera cantando: –Todas los caparazones, Tupa, el mundo es un caparazón, el cielo es un caparazón todavía más grande. Los hombres son caparazones, y el vientre de las mujeres es el caparazón que contiene a todos los hombres. Hablaba también de piraguas, de hojas que son como los órganos sensitivos de los árboles, y de las raíces de las piedras. Decía todo eso como si me estuviera dejando su saber, porque no volvería a verla. Cuando apareció la luz del sol, me di cuenta de que me había quedado dormido. Sobre la arena estaba la huella de Maramu. Creí que se había ido con los otros mientras yo dormía, sentí una inmensa angustia. La llamé:
–¡Maraaamu!
Salió de atrás de los matorrales, donde se había acurrucado para orinar. Yo tiritaba como si tuviera fiebre. El sol apareció del lado de las montañas. Había nubes en forma de yunque sobre el horizonte, en la dirección de Raiatea. Maramu brillaba con su ropa verde. Su rostro oscuro era suave, su mirada impenetrable. Lentamente, peinó su cabello hacia atrás, con un rodete sobre el cual fijó una peineta gitana. Caminando hacia la ruta, vi que el auto del señor Wong nos estaba esperando. En el asiento de atrás, Tomy fumaba un cigarrillo. La luz de la mañana hacía que todo pareciera frío y desteñido. –Tomaré el ferry hacia Raiatea. Maramu dijo esto muy suavemente. Era su decisión. Nadie podía modificarla. Fuimos en el auto hacia el puerto. Tomy no decía nada, ya no tocaba la guitarra. También él parecía muy cansado, quizás estaba deprimido. En el puerto, Maramu fue a buscar sus cosas a un hotel chino, cerca del embarcadero del ferry. Descendí del auto y esperé a la sombra de un árbol. Cuando volvió, había cambiado de ropa. Llevaba un pantalón y una camisa de hombre, y zapatos de taco alto que le hacían doler mucho los pies. Me abrazó.
–Hasta la vista. Quizás nos encontremos, alguno de estos días. Dije: “Hasta la vista”. Tenía la garganta cerrada, sentía náuseas. El señor Wong permaneció dentro del auto, ni miraba. Seguramente lo que estaba pasando le daba igual, gente que viene, gente que se va. Pero yo pensaba que no volvería a ver a Maramu, que no volvería a escuchar su voz clara de cuando cantaba los utes. No volvería a sentir el olor a incienso sobre su piel. Era por eso que la luz de esa mañana no tenía fuerza. Tomy descendió del auto. Me miró, pero no dijo nada. Llevaba en la mano una pequeña valija negra. Juntos, con Maramu, se alejaron hacia el ferry. Volví al auto, el señor Wong me llevó hasta Panaauia. No quiso que le pagara. Creo que fue Tomy quien se lo pidió.
Cuando llegué a casa, mi padre no me dijo nada, no preguntó nada. Nunca hablamos de esa noche que pasé afuera. Nunca volvió a pronunciar el nombre de Maramu.
Despues, volvimos a Francia, a la ciudad de Lyon donde el invierno dura mucho más que una estación, donde nunca se escucha el mar, y donde no sopla el viento del sur. Tania volvió a vivir con mi padre. Creo que eso era lo que quería Maramu. De Maramu no sé gran cosa. Alguien me dijo que se había casado con Tomy, y que había dado la vuelta al mundo. El tiempo pasó. Uno dice cosas, sufre y piensa que se puede morir de tristeza y algunos años más tarde de todo eso no queda más que el recuerdo.