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lunes, 30 de mayo de 2011
LA GRAN CADENA DE LOS PANADEROS por Marcelo Cohen
A la puerta de su panadería Braulio Fossey se repone de parte de la jornada en una silla de plástico. Son las seis y media de la tarde. Una luz pletórica cavila al borde de Fossey como si dudara de poder mostrarse en las muchas facetas de su cuerpo, o un rapto de caridad la detuviera. Aunque está fresco, bajo la bata no muy limpia la piel de Fossey no se eriza ni reacciona. La acidez del aire no llega a ser corrosiva. Fossey ha entornado los ojos. Entre los párpados asoma un festón blanco que mantiene la luz a raya. Al lado de la silla hay un parasol verde y rojo, junto al parasol una mesa de plástico y en la mesa un vaso con granizado de limón. Unos bichitos voladores van a inmolarse en los añicos de hielo. Los que no mueren siguen zumbando al borde del vaso. La conciencia de Fossey prepara sus polirritmias para un momento supremo, aunque Fossey se ha identificado tanto con la silla que él mismo se pregunta si lo sabe, si sabe que se acerca un momento imponderable. El colosal corpachón resplandece en su inmanencia. Fossey descansa y vela. Es buena parte del todo. No todo el todo, porque algo diferente de él se apresta a importunarlo.Este Fossey derramado en la silla es un hombre intenso y desprendido. Más de sesenta y cinco años ya. Discordias superficiales; lucidez intermitente. Tiene la carne fofa por las cantidades de pan que ha comido y firme por los miles de panes que ha amasado y acarreado; tiene la piel blancuzca de harina y rubicunda por el calor del horno. Expresivas pompas de pensamiento se desprenden de la calva de engrudo seco, pero la luz se apresura a capturarlas y las revienta. La boca de Fossey agradece con un pliegue risueño. Después se pliega en otro sentido, el sentido de la sombra. Fossey se rinde a la silla como si ya hubiera cumplido, no sabe con qué.
En la mente se abre un intervalo. A espaldas de Fossey, el cuerpo rendido se disputa el cristal con muchos otros reflejos y con el cartel que él mismo pintó hace unos años: Panadería El Firmamento. Detrás del escaparate la jovial mujer de Fossey y su hija mayor venden uno que otro pastel o los regalan a los mendigos del vecindario, y al fondo, en un rectángulo de penumbra ambarina, el aprendiz vigila la última horneada, que más tarde Fossey repartirá a pulso por fondas y cafetuchos de la zona. Al lado de la panadería el hijo mayor repara motos en el taller que Fossey construyó después de comprar el local de la panadería. Más allá una vendedora de empanadas atiende las súplicas de su novio en un pequeño telefonín visuable. El aire huele a levadura y canela. A la puerta de la panadería las azaleas de la señora de Fossey arden sin consumirse en un rosado triunfal.
Todo está en su punto, incluso el caos. La verdad, Fossey, que hoy amasó los primeros panes a las cinco de la mañana, no ignora totalmente con qué ha cumplido. Tampoco ignora que ya no quiere sólo media hora de quietud para beber limonada. El mantra de su conciencia le repite que está muy cansado, pero mucho. Es un rumor que anima a esperar algo, probablemente la indiferencia. Como si esperase lograr la indiferencia, Fossey está majestuosamente derrumbado en la silla. Por ahora gana el cansancio. Lo que el pan no tiene de peso lo tiene de volumen.
A un lado y otro del parasol abstraídos peatones andan chocándose por la acera. Hay un ritmo cardíaco en la decepción de los comercios. El rincón de las imágenes – Bálsamos naturales – Frenos y dirección del automotor – Frutas por unidad - Minicomponentes y clases de audio – Se hacen llaves. Delante de Fossey la avenida es un estruendoso algoritmo de camiones. Las vías del tren elevado se desgañitan en chirridos. Marañas de smog irisan la luz. A pocos metros de la silla de Fossey una banda de adolescentes juega con esos dados que en cada cara traen una imagen famosa que parece gesticular. El hardware físico de los muchachos no logra disfrutar, ni saber quién gana o pierde en cada tirada, porque le han comprado el juego a un reducidor de bienes robados y el programa está en otro idioma. Avanzada como está su atrofia gramatical, tampoco pueden comunicarse sensaciones complejas, ni acaso tenerlas. Sin embargo gritan. Dejame a mí que a esa tarada le hincho un ojo – Mirá, mirá cómo le entra la pena – Dos que se ríen y soy un campeón. Aunque el entusiasmo de los muchachos no se aviene en un espacio mental unitario, como red orgánica tienen una entidad. Sus alaridos compiten con los bocinazos. Ahora que terminan de rodar por las baldosas, los tres dados muestran la cara ilusionada de la misma cantante, que en cada uno canta una melodía diferente. Bailoteando sobre esa disonancia una chica grita “Hurra” y levanta velozmente el pozo de las apuestas. Es la hija mediana de Fossey, una desaforada, y nadie se atreve a discutirle si es cierto que ha ganado o no, ni siquiera Fossey.
A lo lejos se suceden varios ruidos. Frenadas, choques, alaridos de dolor, una explosión, latigazos de luz giratoria. Un patrullero hiende el tráfico para incrustarse en la batahola. Corren vecinos gritando La pisó, la pisó, mientras otros gritan Al hospital del quemado. De la cloaca que hay a los pies de la silla sube un hedor a tripa. La luz entra en un vórtice, pero ante la colosal inmovilidad de Fossey recupera nerviosamente el equilibrio. Todo huye o prefiere no tocarlo. Fossey reposa dentro de su campo de fuerzas, a la espera de algo que podría suceder en el momento menos pensado.
Esperar aumenta el cansancio. Un rezongo de la nariz chata comprime toda una vida. Muchos creen conocer la utilidad de lo útil. Muchos ignoran la utilidad de lo inútil. ¿Cómo saber si los muertos no se arrepienten de desear la vida? ¿Y esto quién lo dice? La hiriente agudeza de esa voz arruga la frente de Fossey. Una ceja tironea, como resistiéndose a un falso llamado divino. Majestad. Majestad. Pasa el tiempo y al fondo de la panadería el aprendiz vigila la horneada que Fossey deberá repartir. Las bolsas de pan van a pesar bastante cuando en cada fonda Fossey las saque de la camioneta, y eso es porque está cansado. Una vez más, y varias veces aún, tendrá que contar lo que ha visto en la vida y en el día, explicar por qué reparte el pan él mismo, retribuir el amor que le dan; tendrá que inventar consejos y cantar tonadas a los nietos, y oír chistes que contará sin gracia, volverá a emocionarse con la frescura de su mujer. Tendrá que amasar. Hacerse radiografías. Lavar la dentadura postiza. Operarse una vez más de la hernia, despertarse de la anestesia. Contar el dinero de la caja y repartirlo. Padecer los pies planos bajo sus noventa y seis kilos. Tendrá que ver morir, todavía. Tendrá que transmitir experiencia a los chicos, él, que sería tan poco propenso a modificar vidas ajenas, si supiera en qué dirección conviene. Cansancio y majestad.
Con un crujido hueco la mandíbula inferior de Fossey cae de pronto sobre el pecho monumental, como una puerta de ventilación activada por un termostato; pero por cansado que esté Fossey, y hasta plácido, la temperatura mental no le afloja. Tampoco es que Fossey necesite mucho aire interior. Quiere seguir adelante. Para seguir adelante necesita un descanso. Cuanto más adelante siga más grande será la necesidad. Este debate es grandioso; de ahí quizá la placidez. Fossey no querría entregar a la muerte sus escombros. Los escombros temen y crujen y él tiene que ir pensando en la paz. Pero ahora le bastaría alargar la mano para atrapar el momento imponderable.
Los ruidos del tráfico y el aroma a canela se ordenan en un mandala. En la luz tan amarilla la enharinada mole del cuerpo de Fossey es un iceberg de tiempo que se funde por la médula. Ya no sabe si está plácido en su silla o el cansancio le impedirá volver a levantarse. Adelante. Quieto. Hacia el tránsito.
Hay una tradición en la isla que recomienda plantar el gran árbol viejo e inútil en las llanuras de la nada. Los que todavía la escuchan piensan que es más farmacéutica que metafísica. Fossey siempre ha mantenido su tradicionalismo en segundo plano, para no desentonar con las actualizaciones del medio ambiente. Desde ese segundo plano, rendido en la silla, piensa ahora en las llanuras de la nada. Pero la tradición dice que el anciano cansado sólo puede retirarse de los afanes cuando haya recibido el esclarecimiento. Pero lo esclarecido sólo aparece cuando el cansancio es auténtico e insuperable. Sólo entonces el anciano puede ir a plantarse en las llanuras de la nada. Dejar el timón en manos frescas; apreciar sin desvelo el horizonte que no alcanzará: hay una bocha de expresiones para expresar el gran derecho a hacer sebo. Los chicos las desdeñan porque son frases que exigen cierto dominio sintáctico. Pero antes incluso de retirarse el candidato debe reconocer él mismo que algo se le reveló, con una certidumbre tan precisa que cuando lo cuente los demás comprendan en un santiamén que ese hombre es un sabio. Tiene que dejarlos boquiabiertos. Entonces sí el árbol viejo podrá ir a echar raíces donde dice la tradición, para los que la escuchan.
Fossey ha vivido todos los pasajes que le correspondían. Se destetó a tiempo de una madre no poco absorbente. Pasó él solito de la niñez a la virilidad y de la virilidad a la hombría, luego de la hombría al amor, de la jactancia al compañerismo, de la obsecuencia a la firmeza, de la ambición a la humildad, de la diletancia a la concentración, de la sordera a la atención, del hambre a la satisfacción, de ser hijo a ser padre y de ser padre a ser abuelo, de la insatisfacción al contento y de la precaución a la entrega, todo esto en palabras de la tradición que ya nadie escucha, y, como nadie le daba instrucciones, cada pasaje le costó una barbaridad de esfuerzo. Ni siquiera sabe si realmente pasó en cada ocasión al otro lado, o meramente se hizo la idea. Ignora si hacerse la idea no es ya un modo de haber pasado las pruebas. Está la posibilidad de que su cuerpo monumental se haya quedado siempre del lado de allá del primer pasaje, y Fossey sea aún un niño exhausto que aún tiene por delante una vida de labores. Qué horror. Desde luego que esta ignorancia dificulta el pasaje de por sí trabajoso que tiene que dejarlo listo para ir a plantarse en las llanuras de la nada. El asesor espiritual de Fossey le ha dicho que una combinación de acoples amorosos con su mujer y retención de la semilla le darán una nitidez mental muy grande, al cabo de varias sesiones; así, lúcido a fuerza de penetrar sin derramarse, le dará grandes placeres a la mujer y entrará lozano en el derecho al descanso. En cambio el médico de Fossey dice que excitarse a menudo sin descargar la semilla terminaría matándolo de cáncer de próstata, esto antes de haber hecho el tránsito a las llanuras de la nada. De modo que Fossey viene haciendo el amor con su mujer como siempre.
Fossey sólo quiere una excusa íntima. No cree que vaya a explotarla. Es para su tranquilidad, para poder estarse dos o tres horas más por día mirando cómo pasan camiones por la avenida. Hay incluso un aromo mustio, en la remota vereda de enfrente, donde al mediodía van a picotearse unas tortolitas.
La luz ha caído uno o dos grados, como si el gentío que rodea a Fossey se hubiera aunado para correr una cortina. Atrás se redobla el olor a masa puesta al horno. También adelante la fetidez de la cloaca. No queda mucho tiempo. No falta casi nada para tener que empezar una vez más. Todos esperan verlo cargar las bolsas de pan en la camioneta para decir Ahí va Fossey a repartir el pan del atardecer. Fossey piensa en lo apacible que es abandonarse a la silla y se cansa más. Puede que esta mezcla insostenible de placidez y agotamiento sea el anuncio de un saber, el salvoconducto.
Las manazas de Fossey se crispan hasta donde se lo permite el tamaño, la consistencia y la pereza. El plexo metódico eleva y declina en su tejido. La conciencia se deslinda en una doble cinta helicoidal y es como si la cabeza redonda se ovalara. Inmovilidad. Majestad. Un esfuerzo.
Nace una visión.
Por encima de los vahos del tráfico, lamiendo casi los techos, unas nubes menudas derivan como retoños de las vidas que Fossey no vivió. A Fossey lo reconfortaría este encuentro con sus posibilidades truncas si se imaginase al menos qué puede haber dejado de ser él. Respira, y el aliento aparta la luz. La imaginación de Fossey trabaja brutalmente sobre las nubecitas platinadas. Late una vena. Las nubes se desdoblan, segregan cada una un ser acabado y exhausto, cumplido, diferente. Se ven claro, estos Fosseyes. Lívidamente atraviesan las ristras de camiones, los espectros de un hombre con gran aparato de herramientas colgadas de un correaje, otro con el pelo y la ropa manchados de pintura, otro con arreos de taxista, otro con una bolsa de cemento al hombro, todos corpulentos, y algunos más dentro de la gama de profesiones que día a día Fossey ve en su barrio. Esos espectros son de una niñez larga y macerada, un desasosiego tan inocente que Fossey querría acunarlos. Pero la compasión lo impacienta y, como si entendieran que no van a revelarle nada, los Fosseyes opcionales revientan en una miríada de centellas.
Es una pobre pirotecnia. Fossey resopla. Llovizna de vidas deshechas sobre humo de escapes. Ruedan otra vez los dados. Si tocás te parto la jeta. La tradición dice que el que muere sin haber descansado pasea su ansiedad por las azoteas de los vivos. Duros como corchos, los labios de Fossey murmuran una pregunta. Las centellas quedan suspendidas a ras del pavimento, donde caben entre los autobuses, y como si un deseo las elevara se agrupan en dos o borbotones, se subdividen y configuran en nuevas pautas. Ahora son todos panaderos. Con el poder de penetración típico de las visiones, ocupan el cuerpo de Fossey. Desde adentro lo coronan como último eslabón provisorio de la inmemorial cadena de hacedores de pan. Son tantos que si les diera por ponerse a amasar el cuerpo de Fossey estallaría. Y en cierto modo vibra, lo bastante para que los chicos holgazanes quieran apartarse unos metros. Se van con sus dados y sus frases faltas de potencial, de subjuntivo, ese idioma donde nada cuaja. En cierto modo es una reverencia. Pero Fossey no siente satisfacción sino pesadumbre. La pachorrienta hélice de la conciencia se pone a moler la noble tropa de predecesores de Fossey, y después de hacerlos pasta sigue raspando las paredes del cráneo, y eso duele. Es decepción, es desesperación, es lo poco que falta para que el pan esté horneado, para tener que amasar el de mañana: es la confianza de la familia en que Fossey seguirá saliendo muchos años a repartir el pan de la noche. Todo tan compacto que al fin Fossey se escapa.
Mientras la tarde palidece, las últimas resistencias musculares se desvanecen en una entrega total. La silla de plástico se ofrenda sin una queja. Fossey se ha dormido.
Es una nube. Dentro de esta nube menuda, a la deriva en un bel canto de atardecer, la conciencia está tan plena como abarcadora es la visión. Una nube puede desprenderse de su marco de cielo, bien que la avenida truene de camiones, si tiene muchas ganas de acercarse a una escena. Aunque las nubes ven con una nitidez de presente inamovible, sin intermitencias ni rayas, tienden a sintetizar las imágenes. Son muy subjetivas. Silencio. Discreción. Imagen absoluta. A la puerta de su panadería Braulio Fossey se repone de parte de la jornada en una silla de plástico. Son las seis y media de la tarde. Una luz pletórica cavila al borde de Fossey como si un rapto de caridad la detuviera. Aunque está fresco, la acidez del aire no llega a ser corrosiva. Fossey ha entornado los párpados. Nada en su piel se eriza ni reacciona. Al lado de la silla hay un parasol verde y rojo y sobre la mesa de plástico unos bichitos se inmolan en un taller de nubes. Firmamento en el subrepticio hedor a tripa horneada. La conciencia de Fossey zumba como amarillentos añicos de hielo. Polirritmias de un momento imponderable se acercan a importunar al corpachón demarramado en la silla. Discordias intermitentes, lucidez superficial, este hombre sería parte del todo si la carne fofa no hubiera transportado la piel blancuzca. A las llanuras de la nada todas las bolsas de pan que ha comido mantienen la piel firme por el calor de calvas pompas de pensamiento. La luz de engrudo pliega la boca en el sentido de la sombra. Majestad. Quietud. Balanceo del horizonte que no alcanzará. Chirridos en la cadena de hacedores de pan. Velozmente suplica el farphone una batahola de dados pastosos. La espalda no sabe con qué ha cumplido. Lo que el pan no tiene de peso lo tiene de reflejos en las llanuras de la nada. Una policromía detrás del escaparate recoge al aprendiz y la hija menor de Fossey en un rectángulo de penumbra. La mujer de Fossey, el cuerpo jovial rendido. Los crotos del vecindario atienden los logros del horizonte que no alcanzará. Levadura y canela del mantra de la conciencia repitiendo el taller de motos. El aire incluso el caos gritan de entusiasmo en un iceberg de tiempo que se funde por la médula. Panadería Ambarina no ignora con qué ha cumplido. Quietud. Firmamento. Se hacen llaves irisadas a un reducidor de otro programa. Majestad. De una ceja tironea el pozo de las apuestas. Ebriedad que él mismo pintó hace unos años. El aire en media hora repite que está exhausto del horizonte que no alcanza. Fossey derrumbado en el pan como si esperase conquistar la indiferencia. Las seis de la mañana, no ignora lo que el pan tiene de peso. Majestuosamente un rumor de Alineación y vida intermitente. Marañas de peatones en un estruendoso algoritmo de ansia majestuosa. El ritmo cardíaco de los Minicomponentes hiere la batahola defraudada. Una red orgánica de la hija mediana trae la julinfa le hincho un ojo de un espacio interior unitario. En la inmovilidad colosal el firmamento se agudiza. Pisan los muertos la decepción de disfrutar quién gana o pierde. Inutilidad de cantantes diferentes quema los dados desgañitándose en un vórtice de camiones de llanura. Dos o tres grados de luz tienen que declinar el pan en una camioneta de radiografías. Un salvoconducto para la perplejidad del firmamento acuna a Fossey la semilla de plástico, pero las tortolitas en acoples amorosos retienen el tránsito hacia las llanuras de la nada. Entrega. Precaución. Firmeza. Contento. Placer de la señora Fossey recoge la perspicacia de un momento imponderable. Truena el mantra del nieto al abuelo. La pintura del padre instruye si ha pasado las pruebas. Aun si un niño monumental da lucidez para jactarse, da raíces de platino en la llanuras de la nada, la indiferencia escalerece la cadena de los panaderos, con tal certidumbre que el anciano es coronado en timón de manos que no alcanzan. Escapa el pensamiento en nubes menudas. Sobre la nariz de engrudo el grandioso debate del firmamento. Luces giratorias de temperatura mental en granizado de pies planos. Pletóricos bichos rojizos se inmolan en pirotecnia de camiones. Un patrullero cumplido ulcera el firmamento. Noventa y seis kilos de estruendo se disputan una imagen en imperceptible evolución gestual, en atrofia sintáctica, en smog caritativo, y por las azoteas remotas pasea el cansancio que no entrega a la muerte sus escombros. Grasiento platino del mandala. Se aúna el cuerpo esclarecido para alcanzar el rezongo del momento imponderable. Y así la nube sigue y sigue componiendo lo que mira, desaforada como la hija menor del hombre que descansa en la silla, tan ruidosa que Fossey empieza a comprender dormido aún que está soñando y pide, pide que la nube lo toque, pide tocarse como si lo esclareciera un ángel, y siente en la mejilla el dorso algo pesado de la mano, y se despierta.
Ni la tradición ni el asesor espiritual de Fossey han explicado nunca de qué manera llega el esclarecimiento. Es posible que sea apenas un parpadeo, pero Fossey no tiene tiempo de considerarlo porque al tocarse la mejilla que la nube acarició se encuentra, depositado en una rugosa cavidad de su moflete derecho, un objeto cúbico que susurra una canción. Es uno de los dados de látex con imágenes, que se les ha escapado a los muchachos. Fossey tarda unos buenos segundos en despegárselo de la piel. La expectativa temerosa de los chicos se debate en frases como muñones verbales. Ese rumor le facilita a Fossey el afloramiento. En realidad se levanta con tal agilidad que la silla, mientras Fossey se tambalea por la inercia, cae hacia atrás en una polvareda de harina. La fuerza de gravedad se ha reducido. Y aunque el cansancio perdura, hecho casi agotamiento, Fossey termina de estirar el cuerpo en un nimbo de levedad, no porque el sueño fuera una versión indisciplinada de la realidad que ahora vuelve a incluirlo, sino porque esta realidad que él ve ahora, los dados en las manos de los ciberbrutos, los camiones, la luz almidonada, los bichos en el hielo, la panadería El Firmamento, es un arreglo superior a lo que el sueño apuntó.
Todo está igual que antes, pero un poco diferente. En el ocaso hay un centro claro, y en el tráfico un bullicio curioso, y el cuerpo de Fossey es el todo como si las cosas se alegraran de que haya vuelto.
Esta diferencia le da permiso. Desde las superpuestas capas de inútiles tejidos de su cuerpo, se enfrenta con los verbobrutitos. Les arroja el dado. Pero antes de que ellos se abalancen a recogerlo Fossey los frena alzando una mano, sólo hasta la altura del abdomen, la palma hacia adelante con sus costras de harina y sus estrías. No está del todo seguro de lo que va a decir. No obstante lo dice.
“Ustedes no pueden imaginarse, muchachos, todo lo que hay que ver para el que está dispuesto.”
Los muchachos asienten. Fossey baja la mano y se la limpia en la bata. Para esconder la turbación se retira. Detrás del chancleteo de sus pies planos, algunos muchachos se rascan; otros ríen como si se desagotaran. Echando una mirada a las fogosas azaleas del tiesto, Fossey entra en la panadería. Como siempre, la belleza de su mujer lo deja aturdido. A Fossey le basta mirarle los ojos irritados para recordar lo poco que le importa a ella meditar sobre su propio cansancio. Detrás de la caja, la hija mayor se instruye leyendo un manual de psicometría. Un cliente reflexivo duda ante varios paquetes de galletas iguales. En la parca iluminación del local se vuelca la luz del atardecer, y en esa confluencia el cansancio de Fossey, la simpatía de la señora de Fossey y el grupo humano en general titilan en la tensión de un momento imponderable. Esto piensa Fossey. La señora de Fossey le da un beso y le pregunta si está más repuesto. “Más que repuesto”, dice Fossey entonces: “Tuve un sueño”. “No me digas.” “Sí”, dice Fossey, procurando no chocar con la lámpara de techo: “Tuve un sueño increíble. Un sueño que no cabe en la cabeza. Habría que ser un burro para querer contar un sueño así. Soñé que era... Me parece que no sé si se puede decir qué. Me parece que... en fin. Habría que ser un zoquete para pensar que se puede decir lo que soñé. Yo no creo que alguien haya visto algo así, no creo que alguien lo haya oído. No creo que haya palabras, no creo que quepa en la cabeza de nadie soñar eso. No se puede decir nada de lo que soñé; habría que escribirlo porque en el fondo no era nada”.
En la panadería ya no se ve gran cosa. Pero Fossey piensa que él debe estar espléndido, porque la mujer se cala los anteojos como cuando va a abrir un regalo. “Es un sueño lindísimo, Braulio”, dice. Fossey prevé nuevos y largos acoples sin derrame de semilla. El cliente reflexivo le paga las galletas a la hija mayor de Fossey. “¿O sea que no vas a repartir el pan?”, dice la chica. El sobrio Fossey le acaricia la nuca, febril de una jornada entera en funcionamiento. Con ese calor en la palma emprende el traslado de sus muchos kilos hacia el taller del fondo. La temperatura sube bastante. El aprendiz, que ya está sacando las bandejas, le pregunta sin mirarlo si quiere que reparta el pan por él. Fossey le dice que no, que está bastante despejado y que se vaya a su casa. Las aristas menos visibles del taller se resignan a adaptarse a la inconveniente magnitud de su cuerpo. Fuera, más que camiones, se ven ahora ristras de faros. En la lejana vereda de enfrente el cielo rojizo se va tragando las nubecitas una a una, y a veces de a dos. Fossey mira el caudal del tráfico como si fuera el río que baña las llanuras de la nada. Abundancia. Disolución. El crepúsculo de la mente dura más que el del firmamento. No se extingue. Una amplia bolsa de hilo sintético se despliega entre las manos de Fossey, ávida de recibir panes calientes.
DOSSIER FOTOGRAFICO DE MARY ELLEN MARK
Mary Ellen Mark naciò el 20 de marzo de 1940. Una fotògrafa social de lo mas destacado. Un material elocuente.
QUÈ ES LA PATAFÌSICA Segùn Boris Vian
El 25 de mayo de 1959, Marc Bernard consagraba las últimas de sus transmisiones radiofónicas acerca de las revistas literarias a los cuadernos de Patafísica. Entrevistando a Vian, proveedor general adjunto y rogador del Colegio. Estos son algunos fragmentos del pensamiento Borisvianista sobre la Patafísica
El Colegio de Patafísica es dominado por su curador inamovible que es el doctor Faustroll. Debajo del curador inamovible se encuentra un vicecurador, que tiene derecho al título de Su Magnificencia. El último vicecurador, en ejercicio murió hace algunos años. Mas abajo tenemos un cuerpo de proveedores, proovedor general, proovedor general adjunto y rogador; en seguida están los sátrapas, que por derecho deben ser llamados Su Trascendencia; y tenemos a los regentes, quienes tienen a su cargo enseñar un cierto número de disciplinas más o menos complejas de las cuales se destacan siempre naturalmente. Yo mismo no soy especialista en la jerarquía del Colegio, pero el señor Sainmont podría proporcionarle todas las luces que usted requiriese acerca de este tema. De todas maneras es mejor darle a todo esto un cierto misterio.
Otro principio del Colegio es el interés que otorgan los patafísicos a la excepción más que al caso genera. Se sabe que Jarry considera las leyes generales de la física como un conjunto de excepciones no excepcionales, y, en consecuencia, sin ningún interés. La excepción excepcional es la única que tiene un interés. Según otra fórmula, la Patafísica es una ciencia y que en ciencia no hay mas que la excepción que hace avanzar a toda ciencia. No tengo necesidad de recordarle los principios de Fleming, de Pasteur o de cualquiera de esos ilustres sabios para constatar que la mayor parte...en fin…
Todo descubrimiento lo produce, además, el azar...Es el momento en que el observador se percata de una anomalía. Es la anomalía lo que descubre el descubrimiento, valga el pleonasmo. Es la anomalía -la historia del cultivo del Penicillium notatum de Fleming- lo que, gracias a Dios, y sobre todo a Faustroll, le hizo tomar conciencia... Faustroll es el padre de todo descubrimiento.
No se ha pensado jamás en la gente que lee acostada. Y eso es extremadamente molesto... por ejemplo, supongamos que hace mucho frío. Uno está obligado a tener las dos manos de las sábanas para leer. Le Monolo de Jean Ferry se puede leer estando acostado, con una mano fuera y la otra bien calientita bajo las frazadas y girarse con una sola mano. Es muy cómodo, se pueden alternar las manos y así el lector de Monolo, aunque haga un frío glacial, nunca lo va a padecer.
Me permito agregar una última palabra. . No hay necesidad de que se esperen cosas complicadas para encontrarla Patafísica. Para darles un detalle personal, vine a la Patafísica a la edad de ocho o nueve años leyendo una obra de Robert des Flers et Cavaillet que se llama La belle aventure. Es realmente el último lugar donde se puede esperar encontrar la Patafísica cuando uno no es patafísico. Ella contenía sobre todo esa réplica acerca de la creación en boca de Victor Bouchet, y que le doy para concluir esta pequeña conversación previa. Yo creo que ella puede iniciar a todo el mundo muy cómoda y rápidamente a la Patafísica es la siguiente “Yo me dedico voluntariamente a pensar en cosas en las cuales pienso que los otros no pensarán”
No se ha pensado jamás en la gente que lee acostada. Y eso es extremadamente molesto... por ejemplo, supongamos que hace mucho frío. Uno está obligado a tener las dos manos de las sábanas para leer. Le Monolo de Jean Ferry se puede leer estando acostado, con una mano fuera y la otra bien calientita bajo las frazadas y girarse con una sola mano. Es muy cómodo, se pueden alternar las manos y así el lector de Monolo, aunque haga un frío glacial, nunca lo va a padecer.
Me permito agregar una última palabra. . No hay necesidad de que se esperen cosas complicadas para encontrar
Boris Vian
CRONOPIOS, VINO TINTO Y CAJONCITOS POR JULIO CORTAZAR
Por Paco y Sara Porrúa, dos lados del indefinible polígono que va urdiendo mi vida con otros lados que se llaman Fredi Guthmann, Jean Thiercelin, Claude Tarnand y Sergio de Castro (puede haber otros que ignoro, partes de la figura que se manifestarán algún día o nunca), conocí a Juan Esteban Fassio en un viaje a la Argentina, creo que hacia 1962. Todo empezó como debía, es decir en el café de la estación de Plaza Once, porque cualquiera que tenga un sentimiento sagaz de lo que es el café de una estación ferroviaria comprenderá que allí los encuentros y los desencuentros tenían que darse de entrada en un territorio marginal, de tránsito, que eran cosa de borde. Esa tarde hubo como una oscura voluntad material y espesa, un alquitrán negativo contra Sara, Paco, mi mujer y yo que debíamos encontrarnos a esa hora y nos desencontramos, nos telefoneamos, buscamos en las mesas y los andenes y acabamos por reunirnos al cabo de dos horas de interminables complicaciones y una sensación de estar abriéndonos paso los unos hacia los otros como en las peores pesadillas en que todo se vuelve postergación y goma. El plan era ir desde allí a la casa de Fassio, y si en el momento no sospeché el sentido de la resistencia de las cosas a esa cita y a ese encuentro, más tarde me pareció casi fatal en la medida en que todo orden establecido se forma en cuadro frente a una sospecha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio de la continuación. Que todo siga como siempre es el ideal de una realidad a la medida burguesa y burguesa ella misma (por ser de medida); Buenos Aires y especialmente el café del Once se coaligaron sordamente para evitar un encuentro del que no podía salir nada bueno para la República. Pero lo mismo llegamos a la calle Misiones (hay nombres que...), y antes de las ocho de la noche estábamos bebiendo el primer vaso de vino tinto con el Proveedor Propagador en la Mesembrinesia Americana, Administrador Antártico y Gran Competente OGG, además de regente de la cátedra de trabajos prácticos rousselianos. Tuve en mis manes la máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique, y también la valija de Marcel Duchamp; Fassio, que hablaba poco, servía en cambio unos sándwiches de tamaño natural y mucho vino tinto, y acabó sacando una kodak del tiempo de los pterodáctilos con la que nos fotografió a todos debajo de un paraguas y en otras actitudes dignas de las circunstancias. Poco después volví a Francia, y dos años más tarde me llegaron los documentos, anunciados sigilosamente por Paco Porrúa que había participado con Sara en la etapa experimental de la lectura mecánica de Rayuela. No me parece inútil reproducir ante todo el membrete y encabezamiento de la trascendental comunicación: | |
En una referencia complementaria se alude a un botón G, que el lector apretará en un caso extremo, y que tiene por función hacer saltar todo el aparato | Nunca entenderé por qué algunos diseños venían numerados mientras otros se dejaban situar en cualquier parte, que he imitado respetuosamente. Pienso que éste dará una idea general de la máquina: |
FRAGMENTO DE UNA ENTREVISTA REALIZADA A JEAN MICHEL COLE
Para poder entender qué es la Patafísica. Hay una definición, se encuentra en Gestos y Opiniones del Doctor Fasustroll: Es la ciencia de las soluciones imaginarias. Esto significa que es una ciencia total en la medida en que todas las soluciones son imaginarias o hay algo aberrante en todas las soluciones. No hay universalidad posible para el espíritu humano. Ni la universalidad es universal. La Patafísica incluye todas las ciencias –las que pretenden ser universales- y el arte-las disciplinas que tratan de las cosas particulares-. Nada ni nadie se escapa de la Patafísica.
Su nombre nace con Alfred Jarry cuando escribe Gestos y Opiniones del Doctor Faustroll y se podría decir que renace cuando algunos en 1946 crean el colegio de Patafísica y hacen una enciclopedia de las ciencias inexactas, incluyendo en las ciencias inexactas, las ciencias que se dicen exactas. Hay muchos matemáticos, físicos, científicos que participan del movimiento, pero también hay pintores, historietistas, músicos.
Patafísica es una palabra que se construye con la palabra metafísica. Se creó una disciplina que es la metafísica: Ciencias del ser y otras cosas imaginarias. Alfred Jarry quiso crear una ciencia que estuviera mas alla de la metafísica, como la metafísica lo está de la física. Entonces se utilizó palabras griegas como epi meta ta physica, que haciéndola mas corta da Patafísica.
Reportaje publicado en la revista Con V de Vian
jueves, 19 de mayo de 2011
LOS RETROCELOS Por Julian Barnes
HACE POCO UNA CORTE de Hong Kong trató el caso de Sun Biu, de noventa y tres años, acusado de arrastrar fuera de la cama a su esposa de ochenta y seis años y patearla repetidas veces porque pensaba que estaba teniendo un affaire amoroso. En ocasiones anteriores este nonagenario suspicaz había empujado y golpeado a la esposa mientras la acusaba de tener "amigos". El jurado dejó libre a Sun Biu bajo fianza y le aconsejó, en uno de los juicios más arcaicamente deliciosos de la historia legal, que no fuera tan celoso en el futuro.
El lugar común actual respecto a los celos sostiene que son razonablemente poco frecuentes, que quedan limitados sobre todo a los inexpertos, y que poco a poco se extinguen a medida que las actitudes más iluminadas hacia el sexo se filtran en la sociedad. Todas estas afirmaciones parecen discutibles. Si el incesto es el crimen doméstico no divulgado, los celos son la emoción doméstica no confesada; las personas maduras y las ancianas, aunque alentadas a creer que esta pasión es vergonzosa, si no realmente ridícula en ellos, la sienten con la misma agudeza que los jóvenes; y no muestra indicios de marchitarse.
Los celos constituyen una falla importante en la suposición esperanzada de los años ‘60 acerca de que cuanto más gente se acuesta contigo más te aflojas; de que un aumento en el tráfico sexual produce una disminución en las emociones desagradables excitadas a veces por el asunto. Más sexo, más emociones, más problemas: esa parece ser ahora la línea lógica. Y para culminar, nuevas zonas de crecimiento aprovechables para los celos parecen estar surgiendo sin cesar.
Los celos retrospectivos, por ejemplo, se han convertido en una pequeña industria rozagante: los celos que la segunda esposa tiene de la primera, el esposo celoso de los amantes previos de su mujer, cada uno se inicia sexualmente celoso/a de las conquistas anteriores de su compañero/a. Otro motivo para cavilar es ese azaroso pasaje al comienzo de cualquier relación en el que te presentan las astillas del pasado de tu amante: junto con las cómodas delicias normales del descubrimiento y el anexamiento, llega aquel nauseabundo instante en que una astilla penetra, cuando adviertes que el pasado es otras personas. Como esa persona, y aquélla, y tal vez incluso aquélla.
Las reuniones sociales se convierten en trampas cazabobos; la mente suspicaz imagina gestos privados de entendimiento, códigos y símbolos de un pasado amenazante. ¿Por qué me están mirando de ese modo? ¿Lo hicieron, o no? Aunque el autolacerador no lo advierte, éste es con frecuencia un intercambio en dos sentidos, porque el pasado también puede sentirse celoso del presente... por lo común con buenos motivos.
Los retrocelos son avergonzantes, extraordinariamente inútiles, entusiastamente eliminados una vez que se han esfumado, y considerablemente más comunes de lo que creen aquellos que nunca los han experimentado. Hace dos años, cuando publiqué una novela sobre el tema, varias personas insinuaron que los retrocelos tenían tanta relevancia contemporánea como un mosquete; una cantidad gratificantemente mayor me hizo confesiones casuales, levemente embarazadas sobre ellas, que confirmaron cuán insidiosamente adaptables pueden ser los celos a las circunstancias especiales del individuo.
Un amigo, por ejemplo, con un pasado sexual bastante lascivo, se había casado hacía poco con una mujer que llegó virgen al altar. Pocas oportunidades aquí para los retrocelos, al menos de parte de él, podría pensarse. En absoluto: mi amigo logró tener celos de los diversos hombres con los que su esposa no se había acostado, debatiéndose en un torno de desprecio obsesivo por el fracaso de ellos en hacer aquello que, en caso de haberlo hecho, probablemente lo hubiese vuelto a él aún más celoso.
¿Un caso excéntrico? Pero cuando se trata del sexo, todos somos casos excéntricos. "Mi propia creencia", escribió W. Somerset Maugham, "es que difícilmente exista alguien cuya vida sexual, si fuera transmitida por radio, no llenara al mundo entero de sorpresa y horror". John Lennon, por ejemplo. ¿El apóstol de la libertad de la droga, el liberador sexual, el príncipe del "letting it be", ve y haz lo que quieras? En una entrevista realizada poco después de la muerte de Lennon, la propia Yoko Ono admitió que en su esposo había agudos retrocelos, que contaminaron incluso las zonas más banales de la vida en común. Lennon la había obligado, por ejemplo, a escribir una lista completa de sus amantes anteriores, y le prohibía leer diarios japoneses por temor a que le recordaran con demasiada violencia los años anteriores al momento de conocerlo.
En la jerarquía de los celos, los de tipo retrospectivo desempeñan tanto el papel del aristócrata como el del imbécil. Si se da que surgen de una conducta muerta, ininfluenciable, adquieren un matiz refinado, superior, casi altruista. Por otro lado, tienen un C.I. muy bajo: a diferencia de la mayoría de las formas de los celos, lo que hace mover el aparato aquí es siempre intelectualmente indefendible. Oigan cómo empieza el catecismo de los retrocelos: ¿Quieres que quien te acompaña siga siendo virgen hasta que él/ella te conozca? Por supuesto que no. ¿Quieres que él/ella no sea apreciado hasta ese momento? Por supuesto que no. ¿Quieres que él/ella nunca haya tenido impulsos, inquietud, o experimentado una plena satisfacción sexual? Por supuesto que no. Y así sigue el catecismo. Pronto te encuentras ensartado en un anzuelo doble y mayor: ¿Preferirías magnánimamente que la vida anterior de quien te acompaña hubiese sido feliz... en cuyo caso él/ella podría estar menos dispuesto a apreciar la maravillosa buena suerte de encontrarte? ¿O en beneficio de tus propios intereses preferirías que hubiese sido desdichada,... en cuyo caso le estás deseando la desgracia a quien declaras amar?
Los retrocelos, a diferencia de sus hermanos más familiares, también pueden crecer hasta convertirse en una obsesión mayor. La fijación en aquella relación previa, aquel amor anterior, resulta ser entonces simplemente la abertura a zonas más amplias de atónito resentimiento: una especie de rabia tonta contra la inmutabilidad del pasado y un quejido metafísico ante el hecho de que las cosas pueden ocurrir realmente en el mundo a pesar de tu ausencia. Una vez más, surge la tentación de autofelicitarte por haber arrinconado una marca nítidamente superior de celos... hasta que el imbécil regresa para darte un buen golpe en las orejas.
Los celos constituyen una falla importante en la suposición esperanzada de los años ‘60 acerca de que cuanto más gente se acuesta contigo más te aflojas; de que un aumento en el tráfico sexual produce una disminución en las emociones desagradables excitadas a veces por el asunto. Más sexo, más emociones, más problemas: esa parece ser ahora la línea lógica. Y para culminar, nuevas zonas de crecimiento aprovechables para los celos parecen estar surgiendo sin cesar.
Los celos retrospectivos, por ejemplo, se han convertido en una pequeña industria rozagante: los celos que la segunda esposa tiene de la primera, el esposo celoso de los amantes previos de su mujer, cada uno se inicia sexualmente celoso/a de las conquistas anteriores de su compañero/a. Otro motivo para cavilar es ese azaroso pasaje al comienzo de cualquier relación en el que te presentan las astillas del pasado de tu amante: junto con las cómodas delicias normales del descubrimiento y el anexamiento, llega aquel nauseabundo instante en que una astilla penetra, cuando adviertes que el pasado es otras personas. Como esa persona, y aquélla, y tal vez incluso aquélla.
Las reuniones sociales se convierten en trampas cazabobos; la mente suspicaz imagina gestos privados de entendimiento, códigos y símbolos de un pasado amenazante. ¿Por qué me están mirando de ese modo? ¿Lo hicieron, o no? Aunque el autolacerador no lo advierte, éste es con frecuencia un intercambio en dos sentidos, porque el pasado también puede sentirse celoso del presente... por lo común con buenos motivos.
Los retrocelos son avergonzantes, extraordinariamente inútiles, entusiastamente eliminados una vez que se han esfumado, y considerablemente más comunes de lo que creen aquellos que nunca los han experimentado. Hace dos años, cuando publiqué una novela sobre el tema, varias personas insinuaron que los retrocelos tenían tanta relevancia contemporánea como un mosquete; una cantidad gratificantemente mayor me hizo confesiones casuales, levemente embarazadas sobre ellas, que confirmaron cuán insidiosamente adaptables pueden ser los celos a las circunstancias especiales del individuo.
Un amigo, por ejemplo, con un pasado sexual bastante lascivo, se había casado hacía poco con una mujer que llegó virgen al altar. Pocas oportunidades aquí para los retrocelos, al menos de parte de él, podría pensarse. En absoluto: mi amigo logró tener celos de los diversos hombres con los que su esposa no se había acostado, debatiéndose en un torno de desprecio obsesivo por el fracaso de ellos en hacer aquello que, en caso de haberlo hecho, probablemente lo hubiese vuelto a él aún más celoso.
¿Un caso excéntrico? Pero cuando se trata del sexo, todos somos casos excéntricos. "Mi propia creencia", escribió W. Somerset Maugham, "es que difícilmente exista alguien cuya vida sexual, si fuera transmitida por radio, no llenara al mundo entero de sorpresa y horror". John Lennon, por ejemplo. ¿El apóstol de la libertad de la droga, el liberador sexual, el príncipe del "letting it be", ve y haz lo que quieras? En una entrevista realizada poco después de la muerte de Lennon, la propia Yoko Ono admitió que en su esposo había agudos retrocelos, que contaminaron incluso las zonas más banales de la vida en común. Lennon la había obligado, por ejemplo, a escribir una lista completa de sus amantes anteriores, y le prohibía leer diarios japoneses por temor a que le recordaran con demasiada violencia los años anteriores al momento de conocerlo.
En la jerarquía de los celos, los de tipo retrospectivo desempeñan tanto el papel del aristócrata como el del imbécil. Si se da que surgen de una conducta muerta, ininfluenciable, adquieren un matiz refinado, superior, casi altruista. Por otro lado, tienen un C.I. muy bajo: a diferencia de la mayoría de las formas de los celos, lo que hace mover el aparato aquí es siempre intelectualmente indefendible. Oigan cómo empieza el catecismo de los retrocelos: ¿Quieres que quien te acompaña siga siendo virgen hasta que él/ella te conozca? Por supuesto que no. ¿Quieres que él/ella no sea apreciado hasta ese momento? Por supuesto que no. ¿Quieres que él/ella nunca haya tenido impulsos, inquietud, o experimentado una plena satisfacción sexual? Por supuesto que no. Y así sigue el catecismo. Pronto te encuentras ensartado en un anzuelo doble y mayor: ¿Preferirías magnánimamente que la vida anterior de quien te acompaña hubiese sido feliz... en cuyo caso él/ella podría estar menos dispuesto a apreciar la maravillosa buena suerte de encontrarte? ¿O en beneficio de tus propios intereses preferirías que hubiese sido desdichada,... en cuyo caso le estás deseando la desgracia a quien declaras amar?
Los retrocelos, a diferencia de sus hermanos más familiares, también pueden crecer hasta convertirse en una obsesión mayor. La fijación en aquella relación previa, aquel amor anterior, resulta ser entonces simplemente la abertura a zonas más amplias de atónito resentimiento: una especie de rabia tonta contra la inmutabilidad del pasado y un quejido metafísico ante el hecho de que las cosas pueden ocurrir realmente en el mundo a pesar de tu ausencia. Una vez más, surge la tentación de autofelicitarte por haber arrinconado una marca nítidamente superior de celos... hasta que el imbécil regresa para darte un buen golpe en las orejas.
PENA DE MUERTE. Un cuento de Georges Simenon
El peligro más grande, en esta clase de asuntos, es llegar a hastiarse. El "plantón", como se dice, duraba ya doce días; el inspector Janvier y el brigadier Lucas se relevaban con una paciencia incansable, pero Maigret había tomado a su cuenta un buen centenar de horas porque él solo, en suma, sabía quizá a dónde quería llegar.
Aquella mañana, Lucas le había telefoneado desde el bulevar de Batignolles:
-Los pájaros tienen aspecto de querer volar... La mujer del cuarto acaba de decirme que están cerrando sus maletas...
A las ocho, Maigret estaba de guardia en un taxi, no lejos del hotel Beauséjour, con una maleta a sus pies.
Llovía. Era domingo. A las ocho y cuarto la pareja salía del hotel con tres maletas y llamaba un taxi. A las ocho y media, éste se detenía ante una cervecería de la estación del Norte, frente al gran reloj. Maigret bajaba también de su coche y, sin esconderse, se sentaba en la terraza, en un velador contiguo al de sus "pájaros".
No sólo llovía, sino que hacía frío. La pareja se había instalado cerca de un brasero. Cuando el hombre distinguió al comisario, a su pesar, hizo un movimiento con la mano hacia su sombrero hongo y, sin embargo, su compañera apretaba más contra ella su abrigo de pieles.
-¡Un ponche, camarero!
Los demás también tomaban ponche y los que pasaban les rozaban. El camarero iba y venía. La vida de un domingo por la mañana alrededor de una gran estación continuaba como si no estuviese en juego la cabeza de un hombre.
La aguja, por su parte, avanzaba a sacudidas por el cuadrante del reloj y, a las nueve, la pareja se levantó, se dirigió hacia una ventanilla.
-Dos segundas "ida" Bruselas...
-Segunda simple a Bruselas -dijo Maigret como un eco.
Luego los andenes atestados, el rápido en el que había que encontrar sitio, un compartimiento, en la cabeza, cerca de la máquina, en donde por fin la pareja se acomodó y en donde el comisario colocó su maleta en la red. La gente se abrazaba. El joven del sombrero hongo bajó para comprar periódicos y volvió con un paquete de semanarios y revistas ilustradas.
Era el rápido de Berlín. Había una gran algarabía. Se hablaban todas las lenguas. Una vez el tren en marcha, el joven, sin quitarse los guantes, empezó a leer un periódico mientras que su compañera, que parecía tener frío, ponía con gesto instintivo su mano sobre la de su compañero.
-¿Hay vagón restaurante? -preguntó alguien.
-¡Creo que después de la frontera! -contestó otra persona.
-¿Se para en la aduana?
-No. La inspección tiene lugar en el tren, a partir de Saint-Quentin...
Los arrabales, luego bosques hasta donde alcanzaba la vista; después Compiègne, en donde no se detuvo más que el tiempo de la parada.
El joven, de tanto en tanto, levantaba los ojos de su periódico y su mirada recorría el plácido rostro de Maigret.
Estaba cansado, era cierto. Maigret, que también echaba las mismas ojeadas furtivas, lo encontraba más pálido que los demás días, todavía más nervioso, más crispado, y hubiera jurado que sería incapaz de decirle lo que leía desde hacía una hora.
-¿No tienes hambre? -preguntó la joven.
-No...
Fumaba cigarrillos y pipas. Estaba oscuro. Las aldeas dejaban ver calles mojadas y vacías, iglesias en las que tal vez se decía la misa mayor.
Y Maigret tampoco intentaba volver a sopesar los hechos uno a uno, precisamente por temor al hastío, porque después de dos semanas y media sólo pensaba en aquel asunto.
El joven, frente a él, iba vestido sobriamente, más como un inglés que como un parisino: traje gris hierro, abrigo gris sin botones aparentes, sombrero hongo y, para completar el conjunto, un paraguas que había colocado en la red inferior.
Si se hubiese pronunciado su nombre en el compartimiento, todo el mundo hubiese temblado, porque, entre los periódicos diseminados sobre las rodillas, la mitad por lo menos hablaban todavía de él.
Un bonito nombre: Jehan d'Oulmont. Una excelente familia belga, varias veces representada en la Historia. Jehan d'Oulmont era rubio; tenía los rasgos bastante finos, pero la piel, demasiado sensible, enrojecía con facilidad, y los rasgos fácilmente agitados por tics nerviosos.
Por dos veces Maigret lo había tenido frente a él, en su despacho de la Policía Judicial y, por dos veces, durante horas, había intentado en vano hacer doblegar al joven.
-¿Admite que desde hace dos años es la desesperación de su familia?
-¡Eso le importa a mi familia!
-Después de haber iniciado sus estudios de Derecho, lo han echado de la Universidad de Lovaina por notoria mala conducta.
-Vivía con una mujer...
-¡Perdón! Con una mujer a la que un negociante de Anvers mantenía...
-¡El detalle carece de importancia!
-Maldecido por su familia, vino a París... Se le ha visto sobre todo en las carreras y en los locales nocturnos... Se hacía llamar Conde d'Oulmont, título al que no tiene derecho...
-Hay gentes a las que esto les gusta...
Siempre la misma sangre fría, a despecho de una palidez enfermiza.
-Conoció a Sonia Lipchitz y no ignoraba nada de su pasado...
-No me permito juzgar el pasado de una mujer...
-A los veintitrés años, Sonia Lipchitz ya ha tenido numerosos protectores... El último le dejó una cierta fortuna que ella ha dilapidado en menos de dos años...
-Lo que prueba que no soy interesado, porque, en ese caso, habría llegado demasiado tarde...
-No ignora que su tío, el conde Adalbert d'Oulmont -se tiene, en su familia, gusto por los nombres originales-, no ignora, digo, que bajaba cada mes a París por algunos días, en el hotel del Louvre...
-Para vengarse de la vida austera que se cree obligado a llevar en Bruselas...
-¡Sea!... Su tío, antiguo acostumbrado al hotel, reservaba siempre el mismo apartamento, el 318... Cada mañana montaba a caballo, en el Bois, almorzaba a continuación en un cabaret de moda y luego se encerraba en su apartamento hasta las cinco...
-¡Debía necesitar reposo! -replicaba cínicamente el joven- ¡A su edad!...
-A las cinco hacía subir al peluquero y a la manicura y...
-Y frecuentaba a continuación, hasta las dos de la mañana, los lugares en los que se encuentran mujeres hermosas...
-Todavía exacto...
Porque si el conde d'Oulmont, en cierta época de su vida, había sido un diplomático distinguido, era forzoso admitir que con la edad se había identificado poco a poco con el repertorio de viejos verdes y que no le faltaba ni la peluca.
-Siempre se ha dicho...
-Y le ayudó varias veces con sus subsidios...
-Y con sus lecciones de moral... Una cosa compensa la otra...
-Dos días antes del drama, en un bar de los Champs Elysées, usted le presentó a su amante Sonia Lipchitz...
-Como usted le hubiese presentado a su mujer...
-¡Perdón! Tomaron el aperitivo los tres y luego, bajo el pretexto de una cita de negocios, usted los dejó solos... En este momento, usted estaba, usted y Sonia, como se dice, a dos velas. Después de haber vivido largo tiempo en el hotel Berry, cerca de los Champs Elysées, en donde dejó a una ardiente coqueta, cuesta verle ahora yendo a parar a un hotel más que modesto del bulevar Batignolles...
-¿Me lo reprocha?
-Hay que creer que Sonia no le gustó a su tío, que la dejó inmediatamente después de cenar para ir a un pequeño teatro...
-¿Otro reproche?
-Dos días después, el viernes, hacia las tres y media, el conde d'Oulmont era asesinado en su apartamento, en donde, como de costumbre, echaba la siesta... Según el dictamen del forense, fue abatido por un golpe violento propinado por medio de un tubo de plomo o una barra de hierro...
-Ya he sido registrado... -contestó socarronamente el joven.
-¡Lo sé! E incluso tenía una coartada. Me enseñó, al día siguiente, su carné de apuestas, porque usted es un aficionado a las carreras... La tarde de la muerte, estaba en Longchamp y apostó a dos caballos en cada carrera... Boletos de la Mutua, encontrados en su abrigo, lo han establecido así y camaradas suyos lo vieron una o dos veces en el transcurso de la tarde...
-¿Usted ve?
-Lo que no impide que hubiese tenido tiempo, en el curso de la reunión, de subir a un taxi y llegar hasta su tío...
-¿Alguien me vio?
-Conoce lo bastante el hotel del Louvre para saber que no se presta atención a las idas y venidas de los clientes habituales... Sin embargo, un botones cree acordarse...
-¿No le parece que es demasiado vago?
-Una suma de treinta y dos mil francos en billetes franceses le fue robada a su tío.
-¡De tenerlos, hubiera tenido tiempo de pasar la frontera!
-También lo sé. No se encontró nada en su hotel. ¡Mejor! Dos días más tarde, su amante empeñaba sus dos últimos anillos en el Crédito Municipal y usted vive ahora de los cinco mil francos que ella recibió a cambio...
-¡Por lo tanto...!
¡Ése era todo el asunto! Dicho de otra manera, casi el crimen perfecto. La coartada era de las que no se pueden contradecir con éxito. Gente había visto a Jehan en las carreras aquella tarde. Pero, ¿a qué hora?
Había jugado. Pero, en ciertas carreras, su amante había podido jugar por él y no hay mucha distancia entre Longchamp y la calle Rivoli.
¿Un tubo de plomo, una masa de hierro? Todo el mundo puede procurarse uno y desembarazarse de él sin dificultad. Y todo el mundo, con un poco de habilidad, puede introducirse en un gran hotel sin hacerse notar.
¿El golpe de los anillos empeñados a los dos días? ¿El carné de apuestas de d'Oulmont?
-Usted mismo admite -decía este último- que mi buen tío recibía a veces mujeres en su cuarto. ¿Por qué no busca por ese lado?
Y, lógicamente, no había ni una fisura en su razonamiento. Tenía tan poco que, cuando se presentó en el Quai des Orfevres, tras dos interrogatorios, y había manifestado el deseo de volver a Bélgica, se había visto obligado, a falta de elementos suficientes, a darle la autorización.
He aquí el porqué, desde hacía doce días, Maigret empleaba su vieja táctica: hacer seguir a su hombre paso a paso, minuto a minuto, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, hacerlo seguir ostensiblemente a fin de que el hastío, si se producía en uno de los dos campos, se produjese a su lado.
He aquí por qué también, aquella mañana, había tomado sitio en el compartimiento, frente al joven que, al verle, había esbozado un saludo y estaba obligado, durante horas, a representar la comedia de la desenvoltura.
¡Crimen vicioso! ¡Crimen sin excusa! ¡Crimen tanto más odioso en cuanto que cometido por un pariente de la víctima, por un muchacho instruido y sin taras aparentes! ¡Crimen a sangre fría también! ¡Crimen casi científico!
Para los jurados, esto se traduce por una cabeza que cae. Y aquella cabeza, un poco pálida, cierto, apenas coloreada en los pómulos, se levantó para la inspección aduanera.
Faltó poco para que hubiese protestas en el compartimiento. Maigret había dado órdenes por teléfono y, para la pareja, el registro fue minucioso, tan minucioso que se hacia indiscreto.
Resultado: ¡nada! Jehan d'Oulmont sonreía con su pálida sonrisa. Sonreía a Maigret. Sabía que era su enemigo. Se percataba también de que era una guerra de usura, pero una guerra en la que su cabeza estaba en juego.
Uno lo sabía todo: el asesino. Cuándo, cómo, en qué minuto, en qué circunstancias había sido cometido el crimen.
Pero el otro, Maigret, que fumaba su pipa, a despecho de los gemidos de su vecina, a la que molestaba el tabaco, ¿qué sabía? ¿Qué había descubierto?
¡Guerra de agotamiento, sí! Pasada la frontera, Maigret carecía del derecho de intervenir y se acababan de divisar los primeros caseríos de Borinage.
Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué se obstinaba? ¿Por qué en el vagón restaurante, a donde la pareja iba a tomar el aperitivo, se instalaba en la misma mesa, amenazador y silencioso?
¿Por qué en Bruselas iba al Palace, en donde Jehan d'Oulmont y su amante tomaban un apartamento?
¿Había descubierto Maigret una fisura en la coartada? ¿Había olvidado Jehan d'Oulmont algún detalle que lo había traicionado?
¡Claro que no! En ese caso, lo hubiese arrestado en Francia, lo hubiese entregado a los tribunales franceses, lo que comportaba, sin disputa, la pena de muerte...
Y Maigret, en el Palace, ocupaba la habitación contigua. Maigret dejaba su puerta abierta, bajaba detrás de la pareja al restaurante, paseaba tras ellos a lo largo de los escaparates de la calle Neuve, entraba en la misma cervecería, siempre obstinado y tranquilo en apariencia.
Sonia estaba casi tan febril como su compañero. Al día siguiente no se levantó hasta las dos y la pareja almorzó en su habitación. Y oían el sonido del teléfono, porque Maigret encargaba el almuerzo.
Un día... Dos días... Los cinco mil francos debían acabarse... Maigret seguía allí, con la pipa en la boca, las manos en los bolsillos, sombrío y paciente.
Pero ¿qué sabía? ¿Quién hubiera podido decir lo que sabía?
¡En verdad Maigret no sabía nada! Maigret "sentía". Maigret estaba seguro del caso, hubiera apostado su apellido a que tenía razón. Pero en vano había dado vueltas cien veces al problema en su cabeza, había interrogado a los choferes de París y en particular a los especialistas en carreras.
-¡Ya sabe! Vemos tanto... ¿Tal vez...?
Tanto más cuanto que Jehan d'Oulmont no tenía nada de particular y que las gentes a las que enseñaba su fotografía reconocían inmediatamente a algún otro.
El olfato no bastaba. La convicción tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin saber quién se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín Botánico. Asistió a veladas de cine. Comió y cenó en excelentes cervecerías, como le gustaba, y se atiborró de cerveza.
A la lluvia la había reemplazado una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el comisario, apenas les quedaban trescientos francos belgas a sus víctimas y tal vez, se dijo, tendrían que echar mano del "tesoro escondido".
Era una vida agotadora y, por la noche, tenía que despertarse al menor ruido producido en la vecina habitación. Pero seguía como esos perros que, tumbados en el suelo, se dejan aplastar antes que retroceder.
La gente, a su alrededor, continuaba sin darse cuenta de nada. Se servía al pálido Jehan d'Oulmont como a un cliente cualquiera sin percatarse de que su cabeza no estaba muy segura sobre sus hombros. En una casa de baile alguien invitó a Sonia; luego desapareció, la volvió a invitar una hora más tarde y jugó tercamente con su bolso. Ese alguien, que parecía un joven de buena familia, hizo de lejos una señal de amistad a d'Oulmont.
Era poca cosa. Transcurría ya el tercer día en Bruselas. Sin embargo, en aquel minuto, Maigret tuvo por fin la esperanza de triunfar.
Lo que hizo entonces era tan poco corriente en él que la señora Maigret se hubiese quedado de una pieza. Se dirigió hacia el bar de la boîte y se tomó varias copas en compañía de mujeres que lo asaltaban; pareció divertirse mas allá de los límites admitidos y acabó, casi vacilante, por invitar a Sonia a bailar.
-¡Si puede tenerse en pie! -dijo secamente.
Dejó su bolso sobre la mesa, dirigió una ojeada a su amante, pero éste a su vez salió a bailar con una de las señoras de la casa.
En aquel momento, mientras las dos parejas estaban mezcladas entre las demás, bajo una luz anaranjada, ¿quién hubiera podido prever lo que iba a pasar?
Maigret, acabado el baile, no estaba solo. Un hombrecillo vestido de negro lo acompañaba hasta la mesa de la pareja y era él quien pronunciaba:
-¿Señor Jehan d'Oulmont?... Sin ruido... Sin escándalo... Estoy encargado por la Sûreté belga de detenerlo...
El bolso seguía allí, sobre la mesa. Maigret parecía pensar en otra cosa.
-¿Detenerme en virtud de qué?
-De una orden de extradición...
Entonces la mano de d'Oulmont alcanzó el bolso. Luego, de repente, el joven se incorporó, apuntó sobre Maigret un revólver y...
-He ahí uno que no irá al paraíso -farfulló.
Una detonación. Maigret seguía de pie, con las manos en los bolsillos. Jehan, con el revólver en la mano, se asustaba. Los bailarines huían. El habitual maremágnum...
-¿Comprende? -decía Maigret al jefe de la Sûreté de Bruselas-. Yo carecía de pruebas. ¡Sólo tenía indicios! Y lo sabía tan inteligente como yo... Que había matado a su tío, yo era incapaz de demostrarlo. Y sin duda hubiese escapado al castigo si...
-¿Si...?
-Si no hubiese sido antiguo estudiante de Derecho y si la pena de muerte hubiese existido realmente en Bélgica... Me explico... En Francia, mató a su tío por necesidad de dinero... Sabía que allí su cabeza estaba en juego... Refugiado en Bruselas, está seguro de la extradición si el crimen llega a ser probado... ¡Y yo continúo detrás de él! Dicho de otra forma, tal vez tengo indicios o pruebas... No tiene salvación...
"O más bien sí... Una cosa puede salvarlo de la guillotina, una cosa que ya salvó al asesino Danse... El que comete una nueva muerte, antes de efectuarse la extradición, será juzgado por la Justicia belga que no conoce la pena de muerte, pero que lo enviará a la cárcel para el resto de sus días...
"Este es el dilema en el que he querido arrinconarlo siguiéndolo paso a paso. Carecía de arma. El gesto de su amante, esta noche, mientras la pareja estaba en las últimas, me ha hecho ver que habían conseguido, gracias a la complicidad de un antiguo camarada, procurarse una, que se encuentra en el bolso.
"Durante el baile, un agente ha cambiado el revólver cargado de balas por uno cargado con salvas...
"Luego el arresto...
"Jehan d'Oulmont, asustado, que se juega la cabeza, prefiere cadena perpetua en Bélgica y dispara...
"¿Comprende?"
¡Había comprendido, sí! Había comprendido que un segundo crimen salvaba la vida al asesino del anciano conde d'Oulmont.
Por lo demás, la sonrisa sarcástica del joven proclamaba:
-¡Ya ve como no tendrá mi cabeza!
-¡Su cabeza, no! ¡Lo que no impide que ya no pueda hacer daño!
¡Y que, por fin, Maigret tenía derecho a pensar en otra cosa!
Aquella mañana, Lucas le había telefoneado desde el bulevar de Batignolles:
-Los pájaros tienen aspecto de querer volar... La mujer del cuarto acaba de decirme que están cerrando sus maletas...
A las ocho, Maigret estaba de guardia en un taxi, no lejos del hotel Beauséjour, con una maleta a sus pies.
Llovía. Era domingo. A las ocho y cuarto la pareja salía del hotel con tres maletas y llamaba un taxi. A las ocho y media, éste se detenía ante una cervecería de la estación del Norte, frente al gran reloj. Maigret bajaba también de su coche y, sin esconderse, se sentaba en la terraza, en un velador contiguo al de sus "pájaros".
No sólo llovía, sino que hacía frío. La pareja se había instalado cerca de un brasero. Cuando el hombre distinguió al comisario, a su pesar, hizo un movimiento con la mano hacia su sombrero hongo y, sin embargo, su compañera apretaba más contra ella su abrigo de pieles.
-¡Un ponche, camarero!
Los demás también tomaban ponche y los que pasaban les rozaban. El camarero iba y venía. La vida de un domingo por la mañana alrededor de una gran estación continuaba como si no estuviese en juego la cabeza de un hombre.
La aguja, por su parte, avanzaba a sacudidas por el cuadrante del reloj y, a las nueve, la pareja se levantó, se dirigió hacia una ventanilla.
-Dos segundas "ida" Bruselas...
-Segunda simple a Bruselas -dijo Maigret como un eco.
Luego los andenes atestados, el rápido en el que había que encontrar sitio, un compartimiento, en la cabeza, cerca de la máquina, en donde por fin la pareja se acomodó y en donde el comisario colocó su maleta en la red. La gente se abrazaba. El joven del sombrero hongo bajó para comprar periódicos y volvió con un paquete de semanarios y revistas ilustradas.
Era el rápido de Berlín. Había una gran algarabía. Se hablaban todas las lenguas. Una vez el tren en marcha, el joven, sin quitarse los guantes, empezó a leer un periódico mientras que su compañera, que parecía tener frío, ponía con gesto instintivo su mano sobre la de su compañero.
-¿Hay vagón restaurante? -preguntó alguien.
-¡Creo que después de la frontera! -contestó otra persona.
-¿Se para en la aduana?
-No. La inspección tiene lugar en el tren, a partir de Saint-Quentin...
Los arrabales, luego bosques hasta donde alcanzaba la vista; después Compiègne, en donde no se detuvo más que el tiempo de la parada.
El joven, de tanto en tanto, levantaba los ojos de su periódico y su mirada recorría el plácido rostro de Maigret.
Estaba cansado, era cierto. Maigret, que también echaba las mismas ojeadas furtivas, lo encontraba más pálido que los demás días, todavía más nervioso, más crispado, y hubiera jurado que sería incapaz de decirle lo que leía desde hacía una hora.
-¿No tienes hambre? -preguntó la joven.
-No...
Fumaba cigarrillos y pipas. Estaba oscuro. Las aldeas dejaban ver calles mojadas y vacías, iglesias en las que tal vez se decía la misa mayor.
Y Maigret tampoco intentaba volver a sopesar los hechos uno a uno, precisamente por temor al hastío, porque después de dos semanas y media sólo pensaba en aquel asunto.
El joven, frente a él, iba vestido sobriamente, más como un inglés que como un parisino: traje gris hierro, abrigo gris sin botones aparentes, sombrero hongo y, para completar el conjunto, un paraguas que había colocado en la red inferior.
Si se hubiese pronunciado su nombre en el compartimiento, todo el mundo hubiese temblado, porque, entre los periódicos diseminados sobre las rodillas, la mitad por lo menos hablaban todavía de él.
Un bonito nombre: Jehan d'Oulmont. Una excelente familia belga, varias veces representada en la Historia. Jehan d'Oulmont era rubio; tenía los rasgos bastante finos, pero la piel, demasiado sensible, enrojecía con facilidad, y los rasgos fácilmente agitados por tics nerviosos.
Por dos veces Maigret lo había tenido frente a él, en su despacho de la Policía Judicial y, por dos veces, durante horas, había intentado en vano hacer doblegar al joven.
-¿Admite que desde hace dos años es la desesperación de su familia?
-¡Eso le importa a mi familia!
-Después de haber iniciado sus estudios de Derecho, lo han echado de la Universidad de Lovaina por notoria mala conducta.
-Vivía con una mujer...
-¡Perdón! Con una mujer a la que un negociante de Anvers mantenía...
-¡El detalle carece de importancia!
-Maldecido por su familia, vino a París... Se le ha visto sobre todo en las carreras y en los locales nocturnos... Se hacía llamar Conde d'Oulmont, título al que no tiene derecho...
-Hay gentes a las que esto les gusta...
Siempre la misma sangre fría, a despecho de una palidez enfermiza.
-Conoció a Sonia Lipchitz y no ignoraba nada de su pasado...
-No me permito juzgar el pasado de una mujer...
-A los veintitrés años, Sonia Lipchitz ya ha tenido numerosos protectores... El último le dejó una cierta fortuna que ella ha dilapidado en menos de dos años...
-Lo que prueba que no soy interesado, porque, en ese caso, habría llegado demasiado tarde...
-No ignora que su tío, el conde Adalbert d'Oulmont -se tiene, en su familia, gusto por los nombres originales-, no ignora, digo, que bajaba cada mes a París por algunos días, en el hotel del Louvre...
-Para vengarse de la vida austera que se cree obligado a llevar en Bruselas...
-¡Sea!... Su tío, antiguo acostumbrado al hotel, reservaba siempre el mismo apartamento, el 318... Cada mañana montaba a caballo, en el Bois, almorzaba a continuación en un cabaret de moda y luego se encerraba en su apartamento hasta las cinco...
-¡Debía necesitar reposo! -replicaba cínicamente el joven- ¡A su edad!...
-A las cinco hacía subir al peluquero y a la manicura y...
-Y frecuentaba a continuación, hasta las dos de la mañana, los lugares en los que se encuentran mujeres hermosas...
-Todavía exacto...
Porque si el conde d'Oulmont, en cierta época de su vida, había sido un diplomático distinguido, era forzoso admitir que con la edad se había identificado poco a poco con el repertorio de viejos verdes y que no le faltaba ni la peluca.
-Siempre se ha dicho...
-Y le ayudó varias veces con sus subsidios...
-Y con sus lecciones de moral... Una cosa compensa la otra...
-Dos días antes del drama, en un bar de los Champs Elysées, usted le presentó a su amante Sonia Lipchitz...
-Como usted le hubiese presentado a su mujer...
-¡Perdón! Tomaron el aperitivo los tres y luego, bajo el pretexto de una cita de negocios, usted los dejó solos... En este momento, usted estaba, usted y Sonia, como se dice, a dos velas. Después de haber vivido largo tiempo en el hotel Berry, cerca de los Champs Elysées, en donde dejó a una ardiente coqueta, cuesta verle ahora yendo a parar a un hotel más que modesto del bulevar Batignolles...
-¿Me lo reprocha?
-Hay que creer que Sonia no le gustó a su tío, que la dejó inmediatamente después de cenar para ir a un pequeño teatro...
-¿Otro reproche?
-Dos días después, el viernes, hacia las tres y media, el conde d'Oulmont era asesinado en su apartamento, en donde, como de costumbre, echaba la siesta... Según el dictamen del forense, fue abatido por un golpe violento propinado por medio de un tubo de plomo o una barra de hierro...
-Ya he sido registrado... -contestó socarronamente el joven.
-¡Lo sé! E incluso tenía una coartada. Me enseñó, al día siguiente, su carné de apuestas, porque usted es un aficionado a las carreras... La tarde de la muerte, estaba en Longchamp y apostó a dos caballos en cada carrera... Boletos de la Mutua, encontrados en su abrigo, lo han establecido así y camaradas suyos lo vieron una o dos veces en el transcurso de la tarde...
-¿Usted ve?
-Lo que no impide que hubiese tenido tiempo, en el curso de la reunión, de subir a un taxi y llegar hasta su tío...
-¿Alguien me vio?
-Conoce lo bastante el hotel del Louvre para saber que no se presta atención a las idas y venidas de los clientes habituales... Sin embargo, un botones cree acordarse...
-¿No le parece que es demasiado vago?
-Una suma de treinta y dos mil francos en billetes franceses le fue robada a su tío.
-¡De tenerlos, hubiera tenido tiempo de pasar la frontera!
-También lo sé. No se encontró nada en su hotel. ¡Mejor! Dos días más tarde, su amante empeñaba sus dos últimos anillos en el Crédito Municipal y usted vive ahora de los cinco mil francos que ella recibió a cambio...
-¡Por lo tanto...!
¡Ése era todo el asunto! Dicho de otra manera, casi el crimen perfecto. La coartada era de las que no se pueden contradecir con éxito. Gente había visto a Jehan en las carreras aquella tarde. Pero, ¿a qué hora?
Había jugado. Pero, en ciertas carreras, su amante había podido jugar por él y no hay mucha distancia entre Longchamp y la calle Rivoli.
¿Un tubo de plomo, una masa de hierro? Todo el mundo puede procurarse uno y desembarazarse de él sin dificultad. Y todo el mundo, con un poco de habilidad, puede introducirse en un gran hotel sin hacerse notar.
¿El golpe de los anillos empeñados a los dos días? ¿El carné de apuestas de d'Oulmont?
-Usted mismo admite -decía este último- que mi buen tío recibía a veces mujeres en su cuarto. ¿Por qué no busca por ese lado?
Y, lógicamente, no había ni una fisura en su razonamiento. Tenía tan poco que, cuando se presentó en el Quai des Orfevres, tras dos interrogatorios, y había manifestado el deseo de volver a Bélgica, se había visto obligado, a falta de elementos suficientes, a darle la autorización.
He aquí el porqué, desde hacía doce días, Maigret empleaba su vieja táctica: hacer seguir a su hombre paso a paso, minuto a minuto, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, hacerlo seguir ostensiblemente a fin de que el hastío, si se producía en uno de los dos campos, se produjese a su lado.
He aquí por qué también, aquella mañana, había tomado sitio en el compartimiento, frente al joven que, al verle, había esbozado un saludo y estaba obligado, durante horas, a representar la comedia de la desenvoltura.
¡Crimen vicioso! ¡Crimen sin excusa! ¡Crimen tanto más odioso en cuanto que cometido por un pariente de la víctima, por un muchacho instruido y sin taras aparentes! ¡Crimen a sangre fría también! ¡Crimen casi científico!
Para los jurados, esto se traduce por una cabeza que cae. Y aquella cabeza, un poco pálida, cierto, apenas coloreada en los pómulos, se levantó para la inspección aduanera.
Faltó poco para que hubiese protestas en el compartimiento. Maigret había dado órdenes por teléfono y, para la pareja, el registro fue minucioso, tan minucioso que se hacia indiscreto.
Resultado: ¡nada! Jehan d'Oulmont sonreía con su pálida sonrisa. Sonreía a Maigret. Sabía que era su enemigo. Se percataba también de que era una guerra de usura, pero una guerra en la que su cabeza estaba en juego.
Uno lo sabía todo: el asesino. Cuándo, cómo, en qué minuto, en qué circunstancias había sido cometido el crimen.
Pero el otro, Maigret, que fumaba su pipa, a despecho de los gemidos de su vecina, a la que molestaba el tabaco, ¿qué sabía? ¿Qué había descubierto?
¡Guerra de agotamiento, sí! Pasada la frontera, Maigret carecía del derecho de intervenir y se acababan de divisar los primeros caseríos de Borinage.
Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué se obstinaba? ¿Por qué en el vagón restaurante, a donde la pareja iba a tomar el aperitivo, se instalaba en la misma mesa, amenazador y silencioso?
¿Por qué en Bruselas iba al Palace, en donde Jehan d'Oulmont y su amante tomaban un apartamento?
¿Había descubierto Maigret una fisura en la coartada? ¿Había olvidado Jehan d'Oulmont algún detalle que lo había traicionado?
¡Claro que no! En ese caso, lo hubiese arrestado en Francia, lo hubiese entregado a los tribunales franceses, lo que comportaba, sin disputa, la pena de muerte...
Y Maigret, en el Palace, ocupaba la habitación contigua. Maigret dejaba su puerta abierta, bajaba detrás de la pareja al restaurante, paseaba tras ellos a lo largo de los escaparates de la calle Neuve, entraba en la misma cervecería, siempre obstinado y tranquilo en apariencia.
Sonia estaba casi tan febril como su compañero. Al día siguiente no se levantó hasta las dos y la pareja almorzó en su habitación. Y oían el sonido del teléfono, porque Maigret encargaba el almuerzo.
Un día... Dos días... Los cinco mil francos debían acabarse... Maigret seguía allí, con la pipa en la boca, las manos en los bolsillos, sombrío y paciente.
Pero ¿qué sabía? ¿Quién hubiera podido decir lo que sabía?
¡En verdad Maigret no sabía nada! Maigret "sentía". Maigret estaba seguro del caso, hubiera apostado su apellido a que tenía razón. Pero en vano había dado vueltas cien veces al problema en su cabeza, había interrogado a los choferes de París y en particular a los especialistas en carreras.
-¡Ya sabe! Vemos tanto... ¿Tal vez...?
Tanto más cuanto que Jehan d'Oulmont no tenía nada de particular y que las gentes a las que enseñaba su fotografía reconocían inmediatamente a algún otro.
El olfato no bastaba. La convicción tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin saber quién se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín Botánico. Asistió a veladas de cine. Comió y cenó en excelentes cervecerías, como le gustaba, y se atiborró de cerveza.
A la lluvia la había reemplazado una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el comisario, apenas les quedaban trescientos francos belgas a sus víctimas y tal vez, se dijo, tendrían que echar mano del "tesoro escondido".
Era una vida agotadora y, por la noche, tenía que despertarse al menor ruido producido en la vecina habitación. Pero seguía como esos perros que, tumbados en el suelo, se dejan aplastar antes que retroceder.
La gente, a su alrededor, continuaba sin darse cuenta de nada. Se servía al pálido Jehan d'Oulmont como a un cliente cualquiera sin percatarse de que su cabeza no estaba muy segura sobre sus hombros. En una casa de baile alguien invitó a Sonia; luego desapareció, la volvió a invitar una hora más tarde y jugó tercamente con su bolso. Ese alguien, que parecía un joven de buena familia, hizo de lejos una señal de amistad a d'Oulmont.
Era poca cosa. Transcurría ya el tercer día en Bruselas. Sin embargo, en aquel minuto, Maigret tuvo por fin la esperanza de triunfar.
Lo que hizo entonces era tan poco corriente en él que la señora Maigret se hubiese quedado de una pieza. Se dirigió hacia el bar de la boîte y se tomó varias copas en compañía de mujeres que lo asaltaban; pareció divertirse mas allá de los límites admitidos y acabó, casi vacilante, por invitar a Sonia a bailar.
-¡Si puede tenerse en pie! -dijo secamente.
Dejó su bolso sobre la mesa, dirigió una ojeada a su amante, pero éste a su vez salió a bailar con una de las señoras de la casa.
En aquel momento, mientras las dos parejas estaban mezcladas entre las demás, bajo una luz anaranjada, ¿quién hubiera podido prever lo que iba a pasar?
Maigret, acabado el baile, no estaba solo. Un hombrecillo vestido de negro lo acompañaba hasta la mesa de la pareja y era él quien pronunciaba:
-¿Señor Jehan d'Oulmont?... Sin ruido... Sin escándalo... Estoy encargado por la Sûreté belga de detenerlo...
El bolso seguía allí, sobre la mesa. Maigret parecía pensar en otra cosa.
-¿Detenerme en virtud de qué?
-De una orden de extradición...
Entonces la mano de d'Oulmont alcanzó el bolso. Luego, de repente, el joven se incorporó, apuntó sobre Maigret un revólver y...
-He ahí uno que no irá al paraíso -farfulló.
Una detonación. Maigret seguía de pie, con las manos en los bolsillos. Jehan, con el revólver en la mano, se asustaba. Los bailarines huían. El habitual maremágnum...
-¿Comprende? -decía Maigret al jefe de la Sûreté de Bruselas-. Yo carecía de pruebas. ¡Sólo tenía indicios! Y lo sabía tan inteligente como yo... Que había matado a su tío, yo era incapaz de demostrarlo. Y sin duda hubiese escapado al castigo si...
-¿Si...?
-Si no hubiese sido antiguo estudiante de Derecho y si la pena de muerte hubiese existido realmente en Bélgica... Me explico... En Francia, mató a su tío por necesidad de dinero... Sabía que allí su cabeza estaba en juego... Refugiado en Bruselas, está seguro de la extradición si el crimen llega a ser probado... ¡Y yo continúo detrás de él! Dicho de otra forma, tal vez tengo indicios o pruebas... No tiene salvación...
"O más bien sí... Una cosa puede salvarlo de la guillotina, una cosa que ya salvó al asesino Danse... El que comete una nueva muerte, antes de efectuarse la extradición, será juzgado por la Justicia belga que no conoce la pena de muerte, pero que lo enviará a la cárcel para el resto de sus días...
"Este es el dilema en el que he querido arrinconarlo siguiéndolo paso a paso. Carecía de arma. El gesto de su amante, esta noche, mientras la pareja estaba en las últimas, me ha hecho ver que habían conseguido, gracias a la complicidad de un antiguo camarada, procurarse una, que se encuentra en el bolso.
"Durante el baile, un agente ha cambiado el revólver cargado de balas por uno cargado con salvas...
"Luego el arresto...
"Jehan d'Oulmont, asustado, que se juega la cabeza, prefiere cadena perpetua en Bélgica y dispara...
"¿Comprende?"
¡Había comprendido, sí! Había comprendido que un segundo crimen salvaba la vida al asesino del anciano conde d'Oulmont.
Por lo demás, la sonrisa sarcástica del joven proclamaba:
-¡Ya ve como no tendrá mi cabeza!
-¡Su cabeza, no! ¡Lo que no impide que ya no pueda hacer daño!
¡Y que, por fin, Maigret tenía derecho a pensar en otra cosa!
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