Había la levísima embriaguez de andar juntos, esa
alegría, como cuando se siente la garganta un poco seca y se ve que por
admiración se estaba con la boca abierta. Respiraban de antemano el aire que
estaba delante y tener esa sed era su propia agua. Andaban por calles y calles
hablando y riendo, hablaban y reían para dar materia y peso a la levísima
embriaguez que era la alegría de su sed. A causa de los coches y de la gente, a
veces se tocaban, y a ese contacto -la sed es la gracia, pero las aguas son de
una belleza oscura-, y a ese contacto brillaba el brillo de su agua, la boca un
poco más seca de admiración. ¡Cómo admiraban estar juntos!
Hasta que
todo se transformó en no. Todo se trasformó en no cuando ellos quisieron esa
misma alegría suya. Entonces la gran danza de los errores. El ceremonial de las
palabras poco acertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había
visto, ella que estaba allí, sin embargo. Sin embargo él, que estaba allí. Todo
fue un error, y había la gran polvareda de las calles, y cuanto más se
equivocaban, más querían con aspereza, sin una sonrisa. Todo sólo porque habían
prestado atención, sólo porque no estaban lo bastante distraídos. Sólo porque,
de repente, exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían. Todo porque
habían querido darle un nombre; porque quisieron ser, ellos que eran.
Aprendieron entonces que, si no se está distraído, el teléfono no suena, y que
es necesario salir de casa para que la carta llegue, y que cuando el teléfono
finalmente suena, el desierto de la espera ya ha cortado los hilos. Todo, todo
por no estar distraídos
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