Salió de su casa dejando la puerta entreabierta. Después de leer esas palabras, casi necesarias de tan inevitables, casi aburridas de tan previsibles, pero tan dolorosas de tan poco deseadas, se sintió encerrada. Necesitaba huir, correr, desandar los caminos transitados durante los últimos meses. Camino como sonámbula hacia la avenida, pensando en si existiría una cura para ese sentimiento de impotencia que le embargaba el cuerpo entero. Le dolía el estomago y sentía que el corazón se salía de ella con cada paso que daba.
Las hojas
caídas de los árboles se arremolinaban a su alrededor al llegar a la plaza. Se
sentó en un banco al azar, a recordar el pasado y a llorar por el tan incierto
futuro que la esperaba y que no tenía ganas de
afrontar.
Mirando el vacío, se le vino a la cabeza una tarde de
unos meses atrás. Al abrir la ventana que daba a la calle, encontró el ramo de
flores azules y la tarjeta que decía en letras impecables que moría por
conocerla. La firmaba aquel caballero cuyo nombre ahora, de solo pensarlo, le
inundaba los ojos de lágrimas dejándola ciega y dolida durante minutos
interminables. Los minutos acaso se transformarían en días, semanas, meses,
años. En realidad ignoraba en que escala se sucedía el tiempo desde que leyó
aquella carta. Necesaria. Inevitable. Aburrida. Previsible. Dolorosa. Cobarde.
Al doblar la esquina una silla roja reinaba en la
ochava como una aparición fantasmal. Se acerco despacio como quien desconfía, no
de la situación, sino de las posibles consecuencias que puedan tener sus actos.
La calle estaba desierta y la noche ya se había cerrado a su alrededor. Al
sentarse se sintió protegida, como si un buen amigo la abrazara. Al abrir los
ojos se encontró en los brazos de un desconocido que le palmeaba el hombro con
un gesto paternal. “Ya, querida. No me llore. Estamos llegando tarde”, le dijo
el hombre tomándola de la mano.
“Lo realmente estupendo de Buenos Aires es que no
solo es una ciudad hermosa por fuera, también lo es, a su manera, por dentro”,
le dijo abriendo una puerta casi escondida con la llave colgaba de la cinta que
llevaba en el cuello.
Se encontró frente a una mujer rubia, excedida de
kilos y de años, con una baraja de cartas en sus manos. La miro a los ojos y le
dijo que el origen de todo mal y toda tragedia estaba en un ramo de flores
azules que nunca debió aceptar. Le hablo sobre los orígenes de todos los males
del universo, de los objetos que absorben y condensan la maldad humana, de las
malas intenciones que impregnan a ciertos corazones
egoístas.
Un portero que usaba una máscara con la cabeza de un
tigre le abrió la puerta y salió de nuevo al frío. En el aire flotaba el fresco
incipiente de las primeras madrugadas del otoño o tal vez de las últimas noches
de la primavera. De todos modos ya no sabía bien donde estaba, mucho menos en
que estación del año. Las hojas muertas en el suelo, decían otoño. El perfume de
los primeros jazmines en el aire, decía que tal vez primavera o verano.
Se sentó en uno de los bancos de la avenida que están
llegando a alguna de las estaciones del subte para tratar de poner sus
pensamientos en orden. Pero ya no podía pensar. No reconocía el camino a casa y
tampoco las manos temblorosas del viejo que tocaba la guitarra frente a ella.
“Son los que salen cada noche por la ciudad a buscar el amor... pero siempre
vuelven solos”, le dijo el viejo. Levanto la cabeza y siguió con la vista la
dirección que el anciano le señalaba con el movimiento de la cabeza. Y entonces
lo vio. El autor de las palabras necesarias, inevitables, aburridas...
La más hermosa de las melodías se ejecutaba tierna y
ferozmente en su cabeza una y otra y otra vez.
Lo siguió con la mirada y lo vio entrar en una de las
seis puertas iguales que se veían en la cuadra siguiente. Trato de seguirlo,
pero al encontrarse frente a las entradas equivalentes, fue incapaz de reconocer
en cuál había entrado. Eligio una al azar. Una vez dentro se encontró en
realidad afuera. El carnaval del barrio avanzaba a contramano por su cuadra. Las
máscaras y las cintas de colores la marearon hasta embriagarla. Se sentó en el
cordón de la vereda, sudando y sintiendo que no había dormido en un mes. Pronto
el mar de piernas disfrazadas se disipo y la música se alejaba cada vez más en
dirección de la avenida. Vio con claridad en la vereda de enfrente, la luz
encendida de su casa que se colaba por la puerta entreabierta.
Al entrar sintió como si nunca se hubiera ido. La
carta ya no estaba sobre la mesa y las flores azules se habían ido, tal vez para
no regresar nunca. Por más que trató, ya no lograba recordar el nombre de aquel.
Se sentó frente a la PC y escribió:
No existen héroes ni
semidioses.
Tan solo
hombres.
Él Solo sabe que cada vez que la
encuentre,
la perderá un poco
más.
Sentada frente a la computadora sintió de nuevo el
abrazo fraternal del desconocido de la silla roja. No sintió miedo. “Lo
milagroso de Buenos Aires, es que hay un bar clandestino detrás de cada puerta
ignorada”, le dijo al oído.
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