No sé cuándo (o me niego a recordar) comenzaron a secarse mis manos,
pero podría afirmar que no le di demasiada importancia en ese momento. Tampoco
hubiese servido. Ahora ya está. Apenas logro agarrar (y ser conciente de que
agarro) la lapicera para escribir estas líneas defectuosas. Ya no tengo tacto.
No tengo humedad en la piel. Los objetos resbalan de mis dedos de cal sin yo
sentir cuando resbalan, pero viendo que resbalan, mientras un estremecimiento
ineludible me pone la piel de gallina y me eriza los pelos de la nuca y de los
brazos con un ambiguo escalofrío hacia la espina dorsal. He intentado hasta el
hartazgo con cremas y ungüentos de clases diversas y no faltaron allegados que
me recomendaran esto, aquello y lo otro (todo inútil) ni quienes evocaran casos
de su conocimiento supuestamente idénticos al mío… Fui a clínicas renombradas
con laboratorios dermatológicos, le pagué dinero que no tenía a agoreros, a
brujos (chantas todos), apliqué recetas de abuela a base de aceite de cocina y
azúcar, conseguí hojas de aloe vera y de otras plantas, e intenté dejar de
pensar. Lo intenté. Pero después pensé, que cada cierto tiempo, nos topamos con
realidades que establecen una antítesis a nuestra experiencia previa. Según los
cojones o la curiosidad que tenga cada quien, cada quien atraviesa su crisis
hasta sacarle un sentido al apremio. Se llama cristalizar experiencias y se
hace poniendo en práctica la lección vital que bien explica el tango ensamblado
en mis sesos: “¡primero hay que saber sufrir!”, sufrir lo que dure la cosa,
hasta volver cliché lo novedoso que nos quita el sueño, animarse a sufrirlo
hasta tenerlo de amigo y cerrarle el pico a esa voz tortuosa para “al fin andar
sin pensamiento”. ¡Curtirse! ¡Éso es cristalizar experiencias! Es tener calle
(y el entorno que también hace lo suyo). Calle y vereda (porque según los
vínculos uno avanza o retrocede). Avanza, retrocede y se estanca en discursos
empantanados de elucubraciones como estas a las que me condujo la falta de
tacto… Es muy difícil pensar cosas inteligentes.
¿Enfrento la realidad sin pensamiento… o elijo qué pensar? ¿Es posible
pensar sin oler, sin degustar o sin tocar? Compruebo bastante a menudo que ni
el espíritu más humanitario se detiene a pensar por un segundo que mi
padecimiento acarrea una serie de males sutiles que lesionan mi integridad y mi
honor aparte de la evidente necesidad utilitaria ya suficientemente
inobjetable. Una de esas sutilidades es no poder tocar, pero tocar
verdaderamente, a la mujer que quiero y que amo (no siempre se dan las dos
cosas juntas). Estoy casi seguro de que ella también me quiere y me ama y
durante nuestros arrebatos amatorios me ordena que la toque... pero a mí
me angustia hacerlo porque dicha acción es un contacto inorgánico que no podría
capturar su piel con la palma codiciosa de apretar húmedamente para disminuir
el ímpetu luego, como distraído, como desajustando cuerdas la tensión de los
nudillos y dejándolos caer descubriendo milímetro a milímetro todo su cuerpo acariciado,
lo mismo que una lengua acaricia con su tacto las texturas yo quisiera que las
yemas de mis dedos fueran como cinco lenguas cuando estoy con ella… Es
desesperante. Me mortifico mucho por esto y ella lo sabe. Días atrás me dio a
entender que yo exagero un poco (se dice: no enroscarse; se dice: no hacerse la
cabeza; se dice: relajarse) y yo me quedé exageradamente callado porque me
pareció una exageración decirle que me entristece todo lo que me aleje de ella…
Entonces los dos nos quedamos callados sospechando que ninguno de los dos
quería que nos quedáramos callados completamente ya que es espantoso el
silencio de una persona cuando la queremos... Pero en ese momento me quise
abandonar (aunque parezca exagerado) creyendo haber adquirido una inteligencia
emocional más o menos digna y madura aunque necesitara que me escondieran las
uñas para no devorarlas como un adicto microsuicida... Pero es muy difícil
sentir de un modo inteligente. En ocasiones es más práctico deprimirse ante las
sinrazones del corazón cuando nos hacen sentir tan pero tan cursis… yo en aquel
momento quise esconderme en una noche a la que nadie pudiese entrar sin mi
permiso y ponerme a llorar. La gente se enamora de la mejor forma que puede, no
es que sea mala...
Además no es a mi mujer solamente que me gusta acariciar…
También me gusta acariciar mis libros como a Bolaño…
Incluso los pulgares vehementes en el interior oculto de los párpados,
como si me los quisiera sacar para archivarlos cuando me despierto…
Me gusta el movimiento maravilloso de dedos contra dedos
acolchonadamente oprimidos al cerrar el puño...
¿No habrá por algún lugar un Cristo barbado para sanarme con su magia
suprema como al tipo de la Biblia?
He visitado a todos los especialistas, a los profesionales más
diversos y no he logrado resultados a mi problema, sólo he sido provisto de
diagnósticos tan divergentes y engañosos como las ideas, los conceptos, los
proyectos, las teorías… todas perecen… no obstante, todas, tengan la utilidad
de sacarnos de a ratos de la incertidumbre, a lo mejor son como treguas,
pensamientos que en ciertos casos nos calman pero que jamás curan con las
tediosas y fascinantes preguntas que lo hacen todo complejo. La que mi
desgracia ahora me dicta: ¿De los sentidos del hombre cuál es el más
prescindible? Diríamos, sin pensarlo, como si cayese de maduro como la manzana
de Newton, que ninguno. Pero, para pensarlo a la inversa, no son pocos los que
estarían tentados a otorgarle mayor importancia a la vista, a la audición y nos
figuraríamos que la mudez es un espanto pero… ¿quién ha pensado genuinamente en
el gusto, en el olfato o en el tacto… que anhelo ahora con tanto ahínco? ¿No
nos otorgan nuestros sentidos una memoria y a lo mejor una nostalgia ya que no
la verdad de las cosas, diría Descartes? ¿No hubo libros que fueron,
primeramente, el olor del papel, el olor de la tinta que auspiciaba una leyenda
e incitaba a una ansiedad infantil a sumergirse en aquel incierto viaje? ¿No
hubo acaso una canción en la que se haya quedado atrapado un tiempo vivido que
¡olía! distinto? (Casi lo puedo oler después de tantos años, pero sólo casi y
sólo a veces…) Bien podría un hombre común y corriente de cualquier parte con
la edad de medio siglo encima, ante cierta combinación de acordes y de cuatro versátiles
oriundos de Liverpool, dejarse llevar por las reminiscencias que afloran acaso
de todo el rock de aquellos años o por el único y neto recuerdo de los hippies
o el movimiento antiimperialista o el amor libre o la marihuana o la juventud
contestataria o la juventud psicodélica o la juventud del mundo predicando con
barricadas y graffitis que rezan “seamos realistas: pidamos lo imposible” u
otra sombra que el hombre de cinco décadas vislumbra a través de aquel tiempo
dorado extinto y exclama para sí mismo: “qué época de cuento la de aquellos
años que viví y en aquel momento no sabía…”
¿Cómo ser totalmente nosotros si se nos arrebata cualquier don con el
que hemos nacido y transcurrido durante un considerable tramo de nuestra vida?
Que sea un don ya no nos importa cuando nos lo apropiamos... nace el dolor de
haberlo perdido. (El ¡apego! de uno a las cosas…) Es lo que adoptamos como
creencia, sea apócrifo o verdadero, lo que define sentimientos y conductas.
Sobrevaloramos lo que nos importa y sobrevaloramos la pérdida de lo que nos
importa y lo que nos importa nos impulsa a expresarnos de la forma que sea,
aunque no tengamos nada inteligente para decir. Es muy difícil tener algo
inteligente para decir. Cuando aparecen las ideas tienen mucha fuerza pero el
paso del tiempo la vuelve medio ocres, hay que saber qué conviene decir pero
también cuándo… y dónde y a quién… Aparecen en la mente cosas absurdas, me
refiero en este momento (la sordera de Beethoven y la ceguera de
Borges o la sangre viva de Vincent por la habitacioncita chorreando a sus
botas puestas y a los girasoles...) absurdas cosas que más vale no confesarlas
o se echaría a perder este existencialismo de pantalón corto y ojotas que
podría finalizar con el recuerdo de una tarde en la que tuve una larga
discusión con una persona que confrontaba su idiosincrasia dionisíaca contra
mis estructuras apolíneas: (Yo me le plantaba intransigente porque en verdad
por aquellos días, en secreto, consideraba muy en serio volcarme a la locura y
quise estar bien seguro ¡antes! de hundirme en mi ocaso). Estuvimos varias
horas así, hasta que cansada esta persona de discutirme, sin lograr la admisión
más mínima de mi parte, me dijo rozagante y sin arrogancias: “yo creo lo que me
conviene”. Y no discutimos más.
Ojalá lograse alguien hacerme creer que aún tienen mis manos su virtud
natal.
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