Todo estaba como entonces. La piel bien hermética sin
dejar salir nada. Una coraza que había dado sus frutos durante casi una vida.
Nada me había lastimado hasta acá, porque las heridas están todas expuestas. El
objetivo indemne. Pero vos entraste por otro lado. Mi cabeza pudo por mucho
tiempo estar acorazada sin necesitar aire y espacio.
Pero vos caíste como un diluvio. Que refrescó. Me empapó.
Despabiló y me dolió en el alma. Nunca estuve dispuesto a ser observado y mucho menos que me
endulcen la piel.
Sentí desestabilizarme con un pozo, y procurando
recuperar el equilibrio trepé tanto que no me percaté de la distancia. Cuando
miré hacia abajo era inevitable percibir que la caída iba a ser contundente. Porque
cuando acelerás desde el comienzo, el final no puede ser otro.
Sin embargo tus movimientos fueron el colchón necesario
para poder reposar lo que menos pesa y más fácil se acomoda en mí. Mis malditos
huesos. El resto traté de acomodarlo en algún lado, aunque el corazón queda
siempre allí, donde debe estar.
Me ví por un momento estrellado contra la realidad. Esta
vez lejos de visualizarlo, el horizonte me alcanzó como un león a su presa. No
pude resistirme. Tampoco lo intenté. Esta alma de hojalata se transformó en
miel, con solo un gesto. Con un guiño.
Alguien intentaba entrar y acarició el picaporte. Siempre
hay un poco de algodón detrás de un duro. Y ese horizonte inalcanzable tenía
sus herramientas para volcar la escena imaginada, en un torbellino de
pensamientos inconexos que aún a la distancia trato aún de ordenar.
El horizonte es el horizonte. Simple y lineal. ¿Pero qué
es lo que divide el horizonte? Se supone que es lo visiblemente terrestre.
Cuando alzaba la cabeza cada mañana, no fui capaz de discernir
entre el insecto y el néctar. Escondido en cada amanecer no había tanto
fantasma al final del túnel.
Sucede que con los años mi visión se vuelve cada vez algo
mas borrosa. Al paso, y de manera, cómplice detrás de la lluvia se estaba
gestando un plan. Abstraído en mi mismidad, y lejos de establecer relaciones de
alteridad, avancé siempre retrocediendo cada día de a un paso.
De golpe un día el horizonte me hizo frente.
El plan entró en funcionamiento y los fantasmas aparecían
como alondras desangeladas pero con un poder perceptivo apabullante.
Ese otro lado de las cosas mostró una cara. La cara que
despreciaba y subestimaba por ignorante o de puro nihilista. Acepté acercarme.
Mostré los dientes y del otro lado se encendió ese cigarrillo que invitó a
compartir la velocidad. A recuperar el tiempo perdido.
Detrás del horizonte sale sol, pero si te quedás de ese
lado ardés. Nada más simple que eso. Nada tan complejo como verse encerrado en
medio de la libertad.
Finalmente busqué dar un par de pasos hacia atrás con el
objeto de tomar la distancia necesaria como para no perder visualización
lateral. Lo tomé de la nuca y lo acerqué con cierta violencia. Aquél horizonte,
entre perplejo y asombrado tomo color. Pasé lentamente mi lengua por sus labios
y al borde de esa escalera, que sabía que en segundos me devolvería al lugar
que ocupan todos los humanos, le susurré “Por favor no dejes de lamer mis
palabras, espero que este escrito sea de tu agrado”. El horizonte se apiadó con
la mirada y lejos de buscar zafarse de mi mano que seguía sosteniendo su nuca,
mordió la poesía que descansaba en sus gruesos y sensuales labios.
“Sentate que la mesa está servida” fue lo último que me
dijo antes de volverse a transformar en lo único divisible entre el mar y la
tierra.
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