En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo
malo en el que el Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un estado de
total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado
de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los bolsillos
juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de
manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento
necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del
cual lo veían, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se
condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se
volvía anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.
Esto sólo en cuanto a los colores primarios,
pues el método se generalizó tanto que con el
tiempo no había ya quien no llevara consigo un
equipo completo de cristales para aquellos casos en
que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o
verdiazul, o de cualquier color más o menos
indefinido, para dar el cual eran necesarias tres,
cuatro o cinco superposiciones de cristales.
Pero lo bueno fue que el Camaleón,
considerando que todos eran de su condición, adoptó también el sistema.
Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a
medida que cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas
prevalecientes ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.
Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión
de las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina
general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran
dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el
orden.
Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho
consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si
alguno carecía de un vidrio de determinado color urgente para disfrazarse o para
descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios enemigos
para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía
entre las naciones más civilizadas.
Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reía de unos y de
otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por
divertirse.
De esa época viene el dicho de que
todo Camaleón es según el color
del cristal con que se mira.
Augusto Monterroso
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