El deseo como un monstruo.
Todos
los viernes a las 23hs algo muy particular sucede en el Abasto Social Club
(Yatay 666). La Voluntad de los Monstruos, de Ramiro Guggiari,
es por un lado una rareza en el mapa de obras que hay para ver en la Ciudad y por el otro una
conjunción de elementos que si bien revisten carácter de contemporáneo por su
tratamiento: son una parte constitutiva del Teatro tal cual lo conocemos. La
belleza, el poder, el deseo y la muerte. Tópicos clásicos y, al mismo tiempo
inagotables, se dan cita en esta obra intrigante y seductora.
Se
cuentan tres historias, conectadas por la intuición o la poética. Por un lado
una muchacha a principios del siglo veinte o fines del siglo diecinueve que es
acosada por un misterioso mal. Su madre, lejos de comprender a quién se refiere
su hija cuando alega ser visitada por una presencia oscura y misteriosa, llama
al cura del pueblo para recibir un tratamiento divino. Por el otro lado, un
director de cine porno berreta (que podría ubicarse en la época actual)
encuentra en un barrio popular a su próxima estrella: ofrece a un bello joven
la promesa de asenso social a cambio de su cuerpo en la cámara. Y en tercer
lugar, quizás en un futuro lejano o en un pasado remoto, una corte real decide
juzgar a otro joven: condenándolo por impúdico, obsceno o demasiado seductor, a
raíz de las declaraciones de una cortesana que alega haber sido embarazada en
sueños por aquel muchacho.
Pero
sin ubicarse como un tratado sobre la belleza o sobre la irracionalidad del
deseo, la obra funciona como un musical. Lejos está, hay que aclarar, de la
estética que comúnmente entendemos como de “musical” pero es cierto que, además
de tener una bellísima música en vivo, el devenir de las escenas parece
responder menos a una lógica textual o de discurso y pareciera transcurrir por
carriles más vinculados a la musicalidad que a la moraleja. Lo cual, desde el
principio, se agradece y luego se vuelve un problema: es que de alguna manera
(y quizás aquí se constituye aquella rareza que comenté más arriba) este
despliegue de dilemas y contradicciones sobre la tensión entre deseo y voluntad
nos obliga como espectadores a tomar partido indefectiblemente. Somos nosotros
los encargados de encontrar ese hilo conductor entre las tres historias y, en
ese acto de anudar, estamos inevitablemente completando el sentido. Es decir,
tomando partido. No se sale del mismo modo que se entra.
La obra está bellamente interpretada y la
música en vivo es una delicia de la que pocas veces se tiene oportunidad de
disfrutar.
Crítica: Mariano Rapetti
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