Retrato físico
Si las mujeres dejasen de leer de
pronto, todos los que nos ganamos la vida escribiendo tendríamos que emigrar al
Níger. Quiero decir que el público literario en España está casi exclusivamente
constituido por las mujeres. Y las mujeres, cuando se fijan en el trabajo de un
escritor, se apresuran a imaginárselo a su gusto. Después, cuando conocen
personalmente al escritor, vienen las desilusiones.
Para evitar esto en mi caso, es para lo
que estampo el retrato físico, pues de los retratos que hacen los fotógrafos no
puede uno fiarse nunca.
Soy feo, singularmente feo, feo elevado
al cubo. Además, soy bajo: un metro sesenta de altura, como advertí en el
prólogo de otro libro (1). Y con esas dos primeras declaraciones, me supongo ya
fuera del alcance de las lectoras apasionadas.
Soy delgado, de pelo negro, ojos
oscuros, rostro afilado, orejas pequeñas, barba cerrada (afeitada con
"Gillette") y cuello planchado (con brillo). Mis facciones, que se
animan en la conversación, tienen, cuando no hablo, una expresión dura, tirando
al enfado.
Mi esqueleto está proporcionado: doce
grados menos proporcionado que "Apolo" y veinticinco grados más
proporcionado que "Quasimodo".
Soy hábil para toda clase de trabajos
manuales, incluido el trabajo de liar cigarrillos, aunque los compro siempre
liados por la Abdulia.
Co. Ltd. (2). (Me gusta el campo, el arroz, los huevos
fritos, las mujeres y el "beefsteack" con patatas.) No pruebo el
pescado desde hace ocho años; no bebo vino ni licores y mis órganos funcionan
con la exactitud de un funicular.
Nunca he padecido enfermedades
repugnantes, esas enfermedades deshonrosas de que los hombres suelen hacer
gala. Mi salud es perfecta, como la "Casada", de Fray Luis.
Disfruto de unos músculos resistentes,
aunque no se nota a primera vista, y no hay esfuerzo físico que los haya
humillado. Con la mano derecha sostengo 101 kilos; con la izquierda, 56, y con
las dos manos sostuve mi casa cuando he tenido casa puesta. (Salto, corro,
ando, trepo y juego al ajedrez sin fatigarme. Me gusta subirme a la trasera de
los automóviles y bajar de los tranvías en marcha, sobre todo cuando van
"al nueve".)
He viajado a pie, en auto, en
bicicleta, en sexiciclo, en ferrocarril, en trasatlántico, en avión, en
locomotora y en lancha. He cruzado túneles a oscuras andando, y he soportado
veinte minutos de acrobacias aéreas en un aeroplano militar de caza, mientras
el cinturón salvavidas se me desabrochaba y me obligaba a aferrarme con las dos
manos al "baquet" para no dar un salto de 2.500 metros . En estas
condiciones ejecutar volteretas en el aire, ver las nubes abajo y los campos,
las casas y los árboles arriba, es bastante entretenido.)
Me siento capaz de injerir hasta nueve
cafés diarios sin que mi sueño se vea turbado por otra cosa que no sea la
llegada del correo de las doce. Duermo con la tranquilidad de los justos y de
las marmotas, y el sueño me produce dos efectos curiosos: me pone de mal humor
y me ondula el pelo.
Físicamente, por lo dicho, no reúno
condiciones bastantes para obtener un solo elogio de las personas entendidas en
estética. (Esto le sucede al 999 por mil de los hombres, con la diferencia de
que yo lo reconozco y lo digo, y los demás abrigan la pretensión de creerse
guapos y seductores. Y es que el hombre es el animal que más se parece al
hombre.) Sin embargo, y tal vez por mi escasa estatura, ejerzo una notable
influencia de simpatía sobre las multitudes, lo que he podido comprobar siempre
que de una manera u otra me he dirigido personalmente al público.
Retrato moral
Con respecto al carácter, soy un
sentimental y un romántico incorregible. Pertenezco, aun cuando tal declaración
produzca cierta extrañeza, al grupo de los de...
la vielle boutique romantique...
Naturalmente que, en el fondo, como
todos los románticos y los sentimentales, soy un sensual, pues el romanticismo
no es sino la aleación de la sensualidad con la idea de la muerte. Pero eso no
quita para que adore las puestas de sol y las noches estrelladas; para que,
instintivamente, busque la dulzura en la mujer; para que me guste besarle las
manos y los hombros; para que al final de una sesión de amor le haya propuesto
el suicidio a más de una; para que ciertas melodías me dejen triste; para que
haya llorado sin saber por qué en brazos femeninos y para que haya hecho, en
fin -y esté dispuesto a hacer todavía-, muchas de las simplezas inherentes a
los románticos y sentimentales.
No obstante, lo común es que me haga
reír ver llorar a las mujeres.
Y que me haga llorar ver reír a mi
hija.
Me gusta tratar bien a los humildes y
tratar mal a los que se hallan situados en la parte alta del
"tobbogan" de la vida. Odio a los fatuos, y si las leyes no
existieran, dedicaría las tardes de los domingos a asesinar a tiros de pistola
a todos los fatuos que conozco. También asesinaría a los que ahuecan la voz
para hablar. Y a los que hablan alto sin ahuecar la voz. En resumen: asesinaría
bastante gente.
Soy alegre; pero a veces me pongo muy
triste y tengo "días grises", para combatir los cuales escribo
versos, versos que rompo y no publico, porque opino que publicar y cobrar los
versos sinceros es tan sucio como comerciar con la belleza de la mujer que
perfuma con sus cabellos nuestra almohada. (Esos versos suelen ser malos, pero
desde luego no tanto como los que se publican en las revistas ilustradas
semanalmente.)
Es decir: soy a ratos optimista y a
ratos pesimista, como persona verdaderamente sensible, ya que la vida, en suma,
no es más que un torbellino vertiginoso de reacciones.
Soy vanidoso. (Todo el que crea es
vanidoso, aunque lo creado sea un niño feo.) Soy bueno..., algo bueno..., un
poco bueno... (Nada más que un poco, porque no me gusta desentonar demasiado
entre mis semejantes.) Soy sincero, como lo observarán cuantos lean estas
páginas. Sin embargo, en las cosas pequeñas, miento mucho; miento sin causa,
miento por el placer de mentir.
Dentro de mi vanidad, disfruto de una
gran modestia, y así los elogios, al tiempo que me agradan, me llenan de
confusión y vergüenza. He tenido éxitos y ocasiones, por tanto, para que los
amigos organizasen muchos banquetes en mi honor, pero jamás lo he tolerado.
La opinión ajena me tiene perfectamente
sin cuidado; lo que los demás murmuren de mí no me ha hecho ni me hará variar
jamás de conducta. Pero cuando he sabido que una persona me difamaba, la he
retirado el saludo de un modo automático. Con este sistema, que recomiendo, me
he suprimido el trabajo de hablar con mucho imbécil. Por lo demás, nunca me ha
asustado ponerme enfrente de los prejuicios sociales, sobre todo en mis épocas
de lo que el "Larrañaga", de Pío Baroja, llama
"tristanismo".
Tengo un alma que se apasiona por
ráfagas, pero el Destino y las ráfagas de desapasionamiento no han permitido
que mi corazón saciase nunca por completo su rabiosa sed de ternura.
Soy variable y mudable, como las nubes;
lo que me alegra unas veces, me entristece otras y viceversa.
He vivido siempre a la ligera, sin
preocuparme demasiado de los problemas que me salían al paso, y sin asustarme
nunca de los conflictos que mi propia ligereza me creaba, porque siempre he
creído que la existencia es un juego de azar y sólo los perturbados se obstinan
en regir el azar con las leyes del cálculo y del razonamiento.
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