Muchas veces, recordando, no entendía por qué me había apartado de aquel camino, ni estaba segura de que las consecuencias de lo que había hecho fueran responsabilidad de mi melliza, Helena. Yo no dejaba, sin embargo, de cargarle la culpa a sus espaldas. Hablo del verano del cincuenta, en una pequeña localidad de Corrientes, esos sitios donde las personas conviven con la naturaleza.
Teníamos dieciocho años y en
aquellos lugares no abundaban paseos para jóvenes; sólo el bosque, el río, el
puente y alguna quinta de los alrededores.
Yo estaba de novia con un
vecino, Mauro. Ese día habíamos ido al monte los tres, mi hermana, él y yo. El follaje
sesgaba los haces de luz, la savia recorría la turgencia de las hojas, las
plantas enrojecían sus terminaciones. El bosque en celo daba un orgiástico
concierto.
Corríamos por el sendero, alborotados, como
emulando un cortejo.
De las dos yo era la más timorata; ella
seducía con sutileza, sonreía y miraba con aparente inocencia. Helena y Mauro se
llevaban de maravilla y, a mí, en cierto modo, eso me alegraba.
Yo sentía a mi hermana en cada uno de mis
poros. Casi fundidas una con la otra, las vivencias parecían ser de una sola; yo era más intelectual, pero tenía pánico al contacto sexual. Por eso demoraba
el matrimonio, con la excusa de la virginidad. Ella, en cambio, creaba
un tacto espeso, sin dilemas. Soterrada, erotizaba todo el ambiente. No era secreto, ellos se gustaban.
De todos modos, ambas creíamos que lo que ocurriera en la piel de una lo
viviría la otra, pero nos vigilábamos, nos amábamos con odio y no nos dábamos tregua.
Paseábamos y salí, como por un impulso, del
sendero. Me adelanté para embriagarme del perfume violáceo de un jazmín. Hice
unos diez metros y estaba perdida, desorientada, en la fronda. Tropecé, caí, me
levanté y ya buscaba entre las ramas
algún claro. Entonces los vi.
El fragor del canto salvaje se desataba en su celo; el filo de los leños lastimaba mi
piel. Sólo quería salir de allí. Caí de nuevo y me golpeé la frente. Sentada al
pie de algún árbol, palpé la herida. Era leve y tibia como un bálsamo rojizo;
unté con el fluido mis ojeras. Recorrí mi cuerpo muy de a poco, deslizando las yemas de los dedos alrededor de los pechos y sobre el pubis; imaginaba la ofrenda musical de los jadeos, el olor del hombre como venido de la tierra. Estaba saqueando el placer de mi hermana ; al mismo tiempo, tocarme, para
mí, era humillante. Me estaba quedando sola, mientras el resto de los hombres y mujeres se
amaban.
Lloré, lloré hasta que, exhausta, me quedé
dormida. Soñé que era un caballo. Galopaba atravesando un trópico fecundo, de
lianas y guacamayos; luego, una selva fría y neblinosa; por último, los
restos de arbustos incendiados, donde las distancias se vaciaban. Yo estaba dentro
de un útero de basalto, como si, tan áspera en el deleite, hubiera sido
concebida en aquella aridez. Tenía los ojos libres y veía un árbol caído; lo
asfixiaba una raíz parásita; aun así, rebrotaba
de la madera un hijuelo en busca del sol. Seca y provisoria, emergí de
la roca. Mi escudo, la castidad, seguía intacto.
Cuando desperté, había transcurrido mi
historia, no sabía yo si en un segundo o
en una eternidad.
Todavía lloraba cuando encontré
el camino. Volví a la casa y ya era una
mujer vieja. No quiero recordar más, de nada sirve.
Ahora, pasado el tiempo, veo las
cosas de otro modo. Admito que me
alejé para dejarlos solos. Puedo decir que Mauro es mío
porque lo conservo en mi fantasía, donde manejo las cosas a mi antojo. No
necesito el ímpetu urgente del varón, la penetración, el goce posesivo; preferí que ella lo soportara. Conozco los fantasmas de mi propio amor. Por
no haberlo tenido él será siempre el hombre de mi vida.
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